En contra de lo que podría creerse, en contra de lo que dice creer el presidente Joe Biden en la Asamblea General de la ONU, durante el breve siglo XXI se han construido en proporción más y más mortales murallas que a lo largo del largo siglo XX. Migrantes como los miles a quienes a fuerza de rebencazos la policía montada de EEUU contuvo violentamente el martes debajo de un puente de Texas antes de deportar sin más a Haití, viven hoy un encierro mayor que en 2001, cuando no había muros en la frontera sur norteamericana, o que en 2010, el año del terremoto mayor de la historia del Caribe, cuando no había como ahora está construyéndose, una verja con tecnología repelente en la frontera por tierra con República Dominicana. En las últimas cuatro semanas, miles de migrantes aerotransportados desde Irak por el gobierno de Bielorrusia, que sin embargo no los quiere en su territorio, golpean contra las vallas de alambre de púa construidas en la frontera por Polonia y Lituania. Están en una trampa entre dos muros, en un límite internacional que no había visto un soldado desde cuando Polonia declaró la ley marcial en la década de 1980. Dos casos de migración atrapada entre dos muros.
El 2021 conmemoró los 60 años de la erección del Muro de Berlín que hasta 1989 estabilizó la coexistencia, lado a lado, de una Alemania Occidental, de economía social de mercado pro-americana con capital en Bonn y de una Alemania comunista pro-soviética con capital en Berlín Este. Los muros de la Guerra Fría buscaban contener el drenaje de recursos humanos individuales, muchos con diploma de estudios pagados por el Estado; los del mundo que siguió a la Guerra contra el Terror buscan repeler el ingreso de una grey sin papeles a la que se considera ilegal cuando no delincuencial, y sobre la que pesa la presunción de que carece de todo derecho que alega.
Las personas que desobedecían la ley germano-oriental y que desafiaban la orden de disparar que debían obedecer los guardias fronterizos, sabían que serían premiadas si gracias a su temeridad o a su idoneidad para hacer trampa lograban cruzar ilesos o heridos. La cortina de Hierro se cruzaba de a una persona por vez; la defección era valiente a los ojos de quienes daban la bienvenida a la disidencia y acomodaticia a los de quienes veían evadirse a personas que el Estado había alimentado, alojado, y educado gratuitamente, y que ahora a cambio de un salario entregarían su trabajo calificado a naciones a quienes redituaba la formación profesional que no habían pagado y una migración de recursos humanos que convertían en propaganda para la libertad. Hoy la naciones de origen o paso son expulsivas, y las de destino militantemente repulsivas.
Más atrás todavía quedaron las murallas que buscaban proteger militarmente. Inútiles fueron los 22 mil kilómetros de la Gran Muralla china. Inútil, en el siglo XX, la Línea Maginot, de hormigón y acero, construida después de la Primera Guerra Mundial en la frontera franco-alemana, que no frenó el impulso de las tropas nazis que la esquivaron y en 1940 ocuparon París. Los firewalls informáticos también están demostrando ser inútiles para los hackers –o al menos, la capacidad de abrir brechas luce más rica en inventiva y recursos que la irritada decisión tradicional de hallar cómo frustrar el asalto que sigue a esos asedios.
En las puertas dice Acá No Queremos a Nadie de Afuera
En el siglo XXI, las murallas se construyen para excluir, detener a poblaciones extranjeras que llegan en masa a las puertas del territorio nacional y quieren entrara. Escarnecido como excéntrico, brutal y anacrónico, Donald Trump era también ordinario, común y banal en su propuesta de erigir un muro en la frontera mexicana. Según un informe que difundió el Washington Post, cuando el candidato republicano ganó la presidencia norteamericana en 2016, 63 muros dividían a naciones vecinas en cuatro continentes. El número aumentó sin jamás disminuir.
Los costos de estas construcciones pesan gravemente sobre el gasto fiscal. La conveniencia bendice el matrimonio de amor entre Xenofobia, proteccionismo, nacionalismo, racismo, y obra pública. Sin contar el mantenimiento, la Línea Maginot que demostró su irrelevancia ante el ejército de Hitler privó a Francia (y dotó a las empresas contratistas) del equivalente de cinco mil millones de euros. Era natural, señaló en 2016 el New York Times, que el muro de la frontera sur fuera el megaproyecto número 1 de un contratista de obra pública y privada como Trump. No menos natural, destacan ahora en 2021 el Washington Post y destacan ahora PBS o NPR, que la actual administración, presidida por un político que se pasó la vida en el Congreso, no quiera usar el dinero para Defensa de ningún tipo, porque quiera gastarlo en promoción social. Para el republicano el dinero del Estado sirve para pagar contratos con empresas privadas, para el demócrata ese dinero sirve para pagar las políticas del gobierno.
Donde el demócrata Franklin Delano Roosevelt, con las políticas del New Deal, combatió la Depresión que siguió al crac de la Bolsa de Nueva York con obras de saneamiento de pantanos, ganancia de tierras para la agricultura y vías hídricas para la navegación, Trump buscó dar trabajo al proletariado blanco desocupado con una obra faraónica, onerosa, que aislaría más a Estados Unidos, pero evitaría el caos en la frontera, y las situaciones conflictivas para el gobierno federal cuando tuviera que aplicar con severidad medidas coercitivas y violentas, con la mala imagen interna e interna que las situaciones represivas causarían, como actualmente en Texas.
Después de los exitosos ataques de Al Qaeda contra las Torres Gemelas en 2001 (también en Nueva York, también en el sur de Manhattan, cuyo barrio de Wall Street volvería a reafirmar el protagonismo para la catástrofe -con la crisis de las subprimes en 2008- y para el espectáculo –con el movimiento Occupy de 2011 que en estos días cumple diez años-), los nuevos muros buscaron no sólo rechazar poblaciones miserables indeseables sino también discriminar rigurosamente a todos los ingresantes a un país, para filtrar (y capturar) a sospechosos de terrorismo. La finalidad, en parte lograda, es convertir en política de Estado la tolerancia cero de la migración clandestina. Una política que se acompaña, para la migración económica y para solicitantes de refugio y asilo desoídos para los tribunales con la deportación rápida y masiva de los sin papeles encontrados en suelo nacional.
Gran Bretaña levantó los puentes que la vinculaban con la Unión Europea, y con el Brexit votó separarse de la comunidad de naciones continentales. Al literal aislamiento geográfico, buscaron sumar el político y económico, y el canciller británico conservador, Boris Johnson, busca levantar murallas y defensas en las zonas costeras más cercanas a las orillas de Francia y Bélgica, desde donde migrantes ávidos de una vida más próspera querrían infiltrarse en las Islas Británicas. En los enclaves africanos españoles de Ceuta y Melilla, las murallas son regularmente tomadas por asalto, y centenares de migrantes entran a la vez desde el circundante territorio de Marruecos. En el sur de África, la República Sudafricana, que en 1994 dejó atrás el apartheid, está sellando su territorio con muros y alambrados, y aprovechó la poca atención internacional en tiempos de pandemia para ir completando el proyecto. Es un nuevo apartheid que separa al país africano más rico de sus vecinos, otrora santuario y apoyo de la lucha antirracista de los negros contra el supremacismo racista blanco.
Muros en cuatro continentes inhospitalarios
Tunisia, único país del Norte de África donde la primavera árabe de 2011 floreció en una democracia estable, busca preservarla sin embargo con una muralla que selle, completa, su frontera con la vecina Libia, que tras el asesinato de Gadafi vive sin ley ni orden ni auténtico gobierno, y que se ha convertido en terreno propicio para bases del ISIS. En Jordania, el muro con Siria no tiene puertas que se abran. En 2016 el rey jordano Hussein decidió hacer llegar ayuda humanitaria (alimentos y medicinas) a los sirios del otro lado del muro. Pero sin abrirlo: lo hizo a través de grúas gigantes, que dejaban caer desde lo alto, sobre el suelo sirio, el auxilio de los países que viven en una paz que no quiere quebrantos.
En Asia, la India está rodeando a Bangladesh con alambre de púa para evitar que los miserables y los militantes extremistas islámicos de una de las naciones más pobres de la tierra entren a una de las que más está ganando con las fronteras abiertas de la globalización pero que también, a pesar de ser el mayor fabricante mundial de vacunas, más vulnerable resultó al Covid-19. Los muros de protección contra lo que en inglés se llama ‘violencia sectaria’-es decir, más que propiamente inter-religiosa, entre corrientes disidentes y antagónicas de una misma fe, como protestantes y católicos en Irlanda del Norte, entre musulmanes sunitas y chiitas en Irak y otras naciones del Cercano y Medio Oriente-, suelen verse reforzadas porque uno de los dos términos (los católicos en Ulster, los cristianos en Oriente –como los coptos en Egipto-, los chiitas en todas partes salvo en Irán) es económicamente más pobre, y cuando no es demográficamente minoritario, puede ser sin embargo subalterno a la casta política gobernante (como ocurría en el régimen de Saddam Hussein, como ocurre hoy en Bahréin).
La tendencia de amurallar las fronteras ha trepado a su exaltado clímax en la Unión Europea, que a fines del siglo XX parecía haber garantizado a ciudadanía y residentes y visitantes una libre y confiada circulación sin trabas aduaneras ni controles policiales. Este libre albedrío para el desplazamiento adulto promiscuo llegó a su fin en 2015, cuando un millón de migrantes –que en su mayoría escapaban de las guerras en Siria y en Irak- entró a pie al territorio comunitario, sobrevivientes a días, semanas, meses de marcha, de atravesar orografías, hidrografías y demografías indiferentes o enemigas. A diferencia de las embarcaciones que navegan el mar Mediterráneo desde el Magreb o el África subsahariana, de las caravanas que marchan desde Sudamérica hasta Texas o Arizona, en estos grupos el componente clasemediero con educación formal era notable; la decisión de darles la bienvenida que tomó la canciller democristiana Angela Merkel que deja el poder tras 16 años de gobierno es uno de los puntos que decidirán la suerte de su partido en las elecciones alemanas del domingo 26. La reacción europea negativa, de repudio físico, no fue espontánea; su fuente la señalaban en ataques terroristas organizados y ejecutados por militantes islámicos que se habían hecho pasar por fugitivos y en una ola de delitos, entre ellos abusos sexuales, atribuidos a refugiados que solicitaban asilo político. Hungría empezó a sellar su territorio con torres y muros de alambre de púa en junio de 20l6. No le faltaron émulos al gobierno derechista de Budapest. El primero fue el de la vecina Austria.
En las Américas, antes de que Trump levantara un solo ladrillo, ya estaba en pie un muro erecto a lo largo de un tercio de los 3185 kilómetros de la frontera entre Estados Unidos y México. Tampoco en esto fue original: hacía campaña para completar, no para iniciar, una obra pública casi a medias terminada. Y tampoco era esta frontera militarizada un límite cualitativo absoluto entre la hiperpotencia y su patio de atrás hispano. Porque el Muro tenía su antesala, o su primera valla, el que se yergue entre México y Centroamérica, en la frontera guatemalteca, que busca evitar el ingreso de migrantes a territorio mexicano, donde sus riesgos de muerte son varias veces mayores a los que corren quienes logran pisar suelo estadounidense. Desde el domingo, EEUU está deportando de regreso a Haití casi mil migrantes por día, en vuelos que aterrizan en la capital Port-au-Prince, en una isla que se está recuperando de un terremoto mejor que de la crisis política que siguió al asesinato del presidente Jovenel Moïse, cuya investigación involucra ahora al actual jefe de gobierno, el primer ministro. Pronto podría duplicar el número de deportaciones aéreas cotidianas.
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