La acción exterior de los petro-estados, las naciones con elevadas ratios de riqueza procedente de sus recursos energéticos fósiles con alta dependencia de ingresos, siempre ha obtenido unas notables valoraciones de éxito. Emma Ashford, analista de Atlantic Council, un think tank con sede en Washington que defiende el reforzamiento de los lazos transatlánticos, acaba de publicar en Foreign Policy una elocuente radiografía del sorprendente currículum diplomático del que hacen gala estas naciones en la que vincula su músculo financiero derivado del petróleo con el inicio de conflictos bélicos y la determinación de precios energéticos conniventes con sus intereses geoestratégicos.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el número de conflictos armados entre estados ha descendido, aunque los puntos de fricción bélica, con guerras civiles y atentados terroristas no ha dejado de aumentar. Un grupo de países, los petro-estados, no sólo han permanecido ajenos -salvo contadas excepciones- a este tipo de agresiones, sino que han alentado entre bambalinas muchos de ellos: desde el estallido armado entre Irán e Irak a la invasión soviética de Afganistán, la guerra civil de Siria o la invasión de Ucrania, explica Acheson. Sin menoscabo de reconocer decisiones similares desde el bloque aliado occidental, “las evidencias de que estos territorios están detrás del inicio de hostilidades bélicas son demasiado contundentes” tal y como enfatiza esta observadora internacional.
A su juicio, sus lucrativos negocios de producción de petróleo o gas les han conferido un arma de política exterior sumamente efectiva mientras les reporta miles de millones de dólares. Una combinación que, además, les concede capacidad de influencia exterior por la dirección a la que pueden desviar sus ventas energéticas y contratos de futuros e ingresos extraordinarios con los que sufragar campañas como la del Yemen, patrocinada especialmente desde Arabia Saudí, aunque también desde los emiratos aliados de Riad; todos, salvo Qatar. Las armas energéticas de su política exterior, con generosas ayudas definidas como de cooperación al desarrollo de auxilio financiero adicional, han creado ejes y alianzas con países sin que esas costosas estrategias pasen factura fiscal o patrimonial a sus sociedades, dice Acheson.
Los estados super-productores de crudo, como Arabia Saudí, no sólo llevan las riendas con mano firme de organizaciones como la OPEP +, sino que ejercen una protección hegemónica de sus recursos fósiles y sus regímenes políticos: “Todo ello les añade potencial para labrarse prestigio internacional y habilidad política para fijar la cotización de las materias primas energéticas y, en especial, del petróleo”. Por contra, muchas de sus naciones clientes les guardan muy a menudo pleitesía para asegurarse el abastecimiento de crudo a precios razonables.
Este es el cóctel que utilizan para emprender guerras desde la opacidad, aunque el brebaje lleve dosis peligrosas de cianuro porque estas iniciativas no les ofrecen garantías plenas de que vayan a ganar las contiendas bélicas que alumbran. Es decir, que pueden ser armas de doble filo, avisa la experta de Atlantic Council. Pero sus maniobras siguen dando validez a las palabras de Cicerón de que “el poder ilimitado del dinero es el nervio de la siguiente guerra” y estas naciones poseen riqueza a raudales. Además, se han hecho con una fuerza militar inaudita en tiempos recientes a través de fuertes adquisiciones de armas, aumentos del salario a sus ejércitos, desembolsos en I+D+i militar. Es decir, que han elevado considerablemente su poder de destrucción y, por tanto, su capacidad de disuasión hacia naciones hostiles, a las que aplican el doble rasero del palo y la zanahoria en sus relaciones internacionales.
En este grupo se encuentras naciones como Rusia, estados de Oriente Próximo como Qatar o Irán, varias democracias de alta calidad como Noruega o Australia o países en desarrollo como Libia, Guinea Ecuatorial o Turkmenistán, de distintas latitudes y con idiosincrasias políticas y culturales variadas. Ahora bien, todos presentan un denominador común: han empleado más gasto militar que los desembolsos medios globales.
El Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de la Paz, think tank de prestigio en el análisis del mercado de armamento y las estrategias de Defensa, enfatiza la relación directa entre altos ingresos por petróleo e incremento de las compras de material bélico en sus métricas anuales. Sus expertos admiten que los petro-estados tienen una cuota de gasto inferior a la de las grandes superpotencias, pero “están entre los mayores importadores de armas desde el final de la Guerra Fría e, incluso antes, en los años ochenta, cuando provocaron la crisis del crudo de mayor calado hasta la fecha”.
El cheque económico de la lucha contra el cambio climático
La tentación de manejar los hilos geopolíticos en un orden mundial no es la única razón por la que los petro-estados pretenden prolongar la influencia de la Vieja Economía fósil sobre otro nuevo ciclo de negocios, el post-Covid, diseñado para que la economía global protagonice el salto hacia la neutralidad energética. El coste de la transición hacia las emisiones netas cero de CO2 tiene visos de acabar con sus pingües beneficios actuales y lapidaría los cimientos de sus negocios.
Según un estudio de Carbon Tracker Iniciative (CTI) la reconversión verde en 19 mercados que más dependen de sus exportaciones de gas y petróleo supondría unos 13 billones de dólares hasta 2040. El informe de la CTI, que asegura ser un equipo de especialistas financieros que asumen el riesgo climático como realidad de los mercados de capitales, coloca a Libia y Arabia Saudí como los dos países más afectados. A pesar de que las tensiones de la demanda de carburantes fósiles tras la guerra de Ucrania hayan puesto en duda las taxonomías verdes de latitudes como Europa, que se ha propuesto ser el primer continente libre de emisiones de CO2.
Para este think-tank, estos resultados son una “última llamada de despertador” para que todos los petro-estados empiecen a diversificar sus modelos productivos nacionales y, en paralelo, una señal in extremis a las economías de rentas altas para que ayuden a financiar a las naciones más débiles en la transición hacia las energías limpias. A los seis mercados altamente dependientes de sus exportaciones energéticas les augura una pérdida del 40% de sus ingresos actuales, sobre todo, porque, en alusión específica a Riad y a los emiratos pérsicos, “los fondos soberanos serán los que catapulten, en caso contrario, los costes de extracción hasta cotas difícil de sostener”.
A Irán, México y Rusia les pronostica un retroceso de entre el 10% y el 20% de sus recaudaciones en curso en 2040. Mientras que a otras 40 naciones con menores grados de ventas energéticas al exterior les anticipa, en conjunto, una caída de beneficios de 9 billones de dólares, cifra similar a la suma de las economías de Japón y Reino Unido, tercera y quinta del planeta.
El estudio basa sus cálculos en un precio del curdo de 40 dólares por barril de promedio hasta 2040 previsto por la Agencia Internacional de la Energía en un escenario en el que la transición energética esté bajo control y que supone 20 dólares por debajo de los 60 con un horizonte business as usual; es decir, bajo unos parámetros que no tengan en cuenta ningún recorte. Sin embargo, la OPEP avanza una producción del cártel hasta los 109.000 millones de barriles diarios más para 2045, desde los 100.000 de 2019.
Andrew Grant, director de Carbon Tracker, explica que la ambición de la transición energética y su rapidez de ejecución dependerá del grado de inserción de las renovables en los mix nacionales y de su abaratamiento respecto de los carburantes fósiles. Una tesitura que, a juicio de Jason Bordoff, cofundador de la Cátedra de Columbia sobre Cambio Climático y director del Center on Global Energy Policy, barajan las supermajors, involucradas en la resistencia fósil de los socios de la OPEP+. Jeff Currie, estratega jefe de Energía en Goldman Sachs, critica la fuerza de la Vieja Economía frente a las hojas de rutas verdes europea y estadounidense, sobre todo, pero también con un ojo avizor por la declarada advertencia de alguna de ellas, como BP, de que el techo de la demanda de petróleo hace años que ha pasado.
En el mercado de la energía, a veces, “nada es lo que parece”, explica Bordoff, para quien China será un actor determinante para inclinar la balanza hacia el éxito de la descarbonización por sus altas demandas de fósiles. Pero, por encima de todo -señala- el factor más acuciante serán los efectos del “profundo tsunami geopolítico” que deja la guerra de Ucrania en los suministros de crudo, los contratos de futuros y el impacto devastador que un retorno al carbón y otras fuentes altamente contaminantes tendrá sobre la agenda climática global.
En este sentido, Ashford incide en la capacidad de los petro-estados en cubrir el déficit de gas y petróleo ruso, pero observa tres grandes inconvenientes. El primero, que las sanciones, si no se concretan en ámbitos multilaterales, no resultan efectivas; una lectura de la que emana “una petición expresa a EEUU para que rescate a Irán del limbo negociador sobre su programa nuclear y permita que riegue el mercado con sus barriles de crudo”, tal y como le reclaman sus aliados europeos. El segundo, que los vetos económicos -en este caso, a Rusia- “no necesariamente se traducen en cambios políticos”, sino que, al contrario, tras unos primeros episodios de especial resistencia, dirigentes como Vladimir Putin son perfectamente capaces de reanudar sus armas energéticas en el exterior. Y, finalmente, porque como aconteció en el embargo de 1973, existen secuelas a largo plazo, que pueden coexistir incluso décadas. Y estos petro-estados conocen a la perfección estas armas arrojadizas porque llevan años incorporándolas a sus políticas exteriores.
IJD