Alina Trebushnikova supo que el día había comenzado mal cuando se despertó y vio la luz encendida. La electricidad había vuelto a su barrio en medio de la noche y eso solo podía significar que no aguantaría mucho más. Su pequeña casa en Novomoskovsk iba a pasarse gran parte del jueves fría y a oscuras.
A estas alturas del año en Ucrania se hace de noche a las cuatro de la tarde y las temperaturas caen por debajo de cero cuando se va el sol. Los ucranianos se acercan a su invierno más duro desde la Segunda Guerra Mundial, con una intensa helada pronosticada para estos días, cuando los días son aún más cortos.
Oleksii, el marido de Alina, estaba fuera de casa en su trabajo del sector de la construcción y no regresaría hasta mucho después de que cayera la noche. Sus dos hijos, Ilia, de nueve años y Yakov, de seis, estaban en casa de los padres de Alina, donde una estufa de leña los hace independientes de los caprichos de la red eléctrica.
Alina tiene 31 años y vive en Novomoskovsk desde los siete. Sus padres se mudaron desde un bloque de pisos en la cercana ciudad de Dnipro porque querían vivir más cerca del suelo, según sus propias palabras. Ahora Alina pasa la mayor parte del día con la única compañía de su hija Polina, nacida hace tres meses, haciendo malabares con la luz, la calefacción y la falta de ingredientes para preparar la comida familiar.
Alina tiene gas para cocinar y suele preparar la cena a mediodía, cuando hay luz para ver lo que está haciendo. Al caer el sol, la única luz es una pequeña cadena de luces decorativas que su marido ha montado con una batería.
El día de la entrevista, Alina prepara sopa de remolacha, arroz y un poco de carne. No sabe cuánto tiempo va a durar la situación pero su opinión es que la guerra no va a terminar pronto. Mientras tanto, hay que aguantar. “Dicen que una mujer ucraniana es capaz de detener a un caballo en marcha”, dice con una sonrisa. “Que tiene que ser como una montaña para su marido y sus hijos”.
Lazos rusos
Antes de los misiles con que los rusos atacaron la semana pasada, había al menos un mínimo de previsibilidad con relación al suministro eléctrico. La luz llegaba durante cuatro horas y luego se iba otras cuatro. Pero desde que las últimas oleadas de misiles de Vladímir Putin contra la red eléctrica ucraniana, la luz dura tres o cuatro horas y no se sabe cuándo vuelve. Algunas mañanas, Alina descubre que el suministro ha vuelto durante la noche y se ha interrumpido antes de que despertara.
La zona de Novomoskovsk donde viven los Trebushnikova solía ser un pueblo. Es un entramado de casitas de una planta con muros o vallas que rodean pequeños jardines y senderos de tierra llenos de baches. Ha sufrido durante mucho tiempo las ambiciones imperiales rusas. El nombre de la ciudad, que significa Nueva Moscú, fue impuesto en 1794 por Catalina la Grande. La forma en que desmembró a los estados vecinos para mayor gloria de Rusia es hoy una fuente de inspiración para Putin.
“No entiendo por qué está pasando esto”, dice Alina. “Estoy en contra de Putin pero no estoy en contra de los rusos. Tengo muchos familiares en Rusia, mi padre era ruso, y dicen que me apoyan”.
Mantas en las ventanas
El sistema de calefacción funciona con gas y la familia tiene gas, pero la electricidad es necesaria para bombear el agua caliente por las tuberías. Cuando falla la luz, las tuberías empiezan a enfriarse. Para conservar todo el calor que pueden, los Trebushnikova han cubierto las ventanas con mantas. El problema es que eso también lo hace todo más oscuro.
Sus vecinos tienen un generador. Pero la familia de Alina, con un solo sueldo, no puede permitirse los 50.000 hryvnias (en torno a 1.300 euros) que cuesta uno, más aún cuando a eso hay que sumarle el precio de la gasolina.
Después del ataque del 23 de noviembre, el pueblo estuvo durante 24 horas sin luz y Alina, Ilia y Polina enfermaron. Ese fin de semana Polina tuvo una infección en el pecho que se agravó en mitad de la noche, pero la ambulancia se negaba a acudir. Lleva tú misma al bebé al hospital, le dijeron a Alina. Pero eso suponía romper el toque de queda. No tuvieron más remedio que quedarse en casa. Tras una noche de nervios, la salud de Polina mejoró.
Sin colegio
A media tarde, sus padres le traen a Ilia, a Yakov, y a Oleksii, el hermano de 14 años de Alina. “Lo llamo cuando se hace de noche y no hay luces y da miedo”, dice Alina. “Él es mi protector”.
No ha habido colegio durante meses. En teoría, hay clases por Internet, pero sus hijos no tienen ordenador ni teléfono inteligente para seguirlas. En cualquier caso, los colegios tampoco tienen electricidad ya. Oleksii va al colegio a recoger los deberes y trata de trabajar en ellos con la ayuda de sus padres y de los libros de texto. No hay nadie que le enseñe.
“Aunque el colegio estuviera abierto, me daría demasiado miedo dejar ir a los niños”, dice Alina. La última vez que un misil cayó cerca, todas las ventanas temblaron. Los chicos estaban aterrorizados. “La escuela no tiene sótano ni refugio”, dice. “Cuando sonaba la sirena antiaérea, no sabía qué les podría pasar”.
Oleksii es alto, delgado y maduro para sus 14 años. Dice que echa de menos tener amigos con los que hablar en el colegio y que se entretiene paseando a Knopa, el pequeño perro blanco y negro de la familia. Ilia también echa de menos a sus compañeros de clase. Juega a las cartas con Yakov. Cuando por la noche por fin llega la electricidad, dan gritos de alegría.
El invierno “más duro”
Alina no sabe qué lugar ocupará lo que está ocurriendo dentro de la historia de sufrimientos de Ucrania pero sugiere una visita a Olha Chorna, una señora mayor a unas pocas manzanas de allí que vivió la Segunda Guerra Mundial. Oleksii abre el camino y golpea en la valla de Olha. Al cabo de un rato sale la anciana de 82 años y se dirige a la puerta.
Tenía cinco años cuando terminó aquella guerra de la que su padre nunca volvió. Su madre murió poco después y Olha y sus tres hermanas tuvieron que valerse por sí mismas. Había poca ropa y poca comida pero finalmente otros hombres regresaron del frente para trabajar en una granja colectiva donde las niñas fueron acogidas. Durante muchos años, el trabajo de Olha fue ordeñar las vacas.
Cuando Olha era adolescente escuchó a una anciana de su calle que decía tener el don de la profecía. “Dijo que en el futuro habría otra guerra en la que el hermano se enfrentaría al hermano”, recuerda. “Va a haber hambruna y otras cosas terribles”. Es posible que la profecía se haya cumplido al fin. De todas las décadas transcurridas desde 1945, dice Olha, “este va a ser el invierno más duro”.
Traducción de Francisco de Zárate