1989 fue para algunos el Annus mirabilis en el que comenzó a acabarse la guerra fría y con ella el corto siglo XX de acuerdo con la cronología del historiador Eric Hobsbawn. Pero los “vientos de cambio” (de los que la banda alemana Scorpions haría un hit global al año siguiente) ya habían soplando en Argentina desde algunos meses antes; los había invocado, junto al espíritu del Tigre de los llanos, un gobernador riojano al que todos los pibes conocían tan siquiera porque sus patillas y sus erres como yes eran parte de la galería del exitoso imitador Mario Sapag. Hoy recodar los años de Carlos Menem es rememorar la década de 1990, el consumo en los shoppings y el desempleo voraz, las privatizaciones escandalosas y la modernización acelerada, los indultos a los militares presos por terrorismo de Estado y el final de la colimba, el desparpajo de la pizza con champagne y la miseria que se expandía como gangrena. Esa “cirugía mayor sin anestesia” que supo ser refrendada en las urnas una y otra vez.
Pero antes de todo eso, hubo un momento de estupefacción. Todo fue muy rápido. Incluso antes de que se disolviera la Unión Soviética y que el plan de convertibilidad domase a la inflación, los cambios parecieron adquirir la velocidad de una Ferrari con destino a Pinamar. En unos meses, los argentinos vivimos muchas vidas, nos convulsionamos y nos desgarramos.
A comienzos de 1989, los afiches desde donde se invitaba a seguir al candidato del peronismo aún mostraban una imagen que remedaba a Facundo Quiroga y su “sombra terrible”. Sin embargo, para seguir los términos sarmientinos, la imagen de Menem parecía corresponder más bien a la de la enigmática y multiforme esfinge que el sanjuanino le adjudicaba a Rosas. Menem había sabido estar cerca de la tendencia en los setenta, ser verticalista en el retorno de la democracia y ser renovador un poco más adelante; había flirteado con acercarse al alfonsinismo, pero también ondeado las banderas anti-imperialistas del nacionalismo rancio (al punto que hasta los líderes militares carapintadas veían en su triunfo la respuesta a sus planteos). Con sus declaraciones contradictorias y sus guiños a diestra y siniestra, parecía servír en bandeja la campaña del miedo a la que se abocó el oficialismo radical. Con Menem, se corría el riesgo de volver a los años de plomo y se malograrían la democracia y la libertad que tan duramente se estaban construyendo. Menem respondió hablando no solo de revolución productiva y el salariazo sino también invocando la esperanza; una esperanza que, para cuando la inflación terminó de descontrolarse, parecía más necesaria que nunca para los niños ricos que tenían tristeza, pero sobre todo para los niños pobres que tenían hambre.
Menem ganó las elecciones en mayo ¿Qué iba a hacer ahora? Si uno repasa los diarios de aquella época, una de las primeras cosas que llama la atención es que la famosa conversión de Menem estaba a la vista, expuesta con claridad para el que la quisiera ver. Un poco más tarde, en 1993, Álvaro Alsogaray reconocería que, más allá de la ambigüedad de la campaña peronista, bastaba con mirar lo que producían los equipos de trabajo cercanos a Menem para caer en la cuenta de que el riojano estaba “dispuesto a intentar el gran cambio que el país necesitaba”. Quizás por eso, cuando, apenas un día después de triunfar en las elecciones, Menem lo invitó a su casa para ofrecerle un cargo, el fundador de la Unión del Centro Democrático (UCEDE) no se sorprendió. Pero, ¿por qué Alsogaray pudo ver con claridad lo que otros no vieron, por qué no se tomó nota de lo que estaba en negro sobre blanco incluso en la revista Gente donde Domingo Cavallo se mostraba luciendo sus habilidades como esquiador acuático y hablando de un shock de confianza?
En todo caso, para que no quedaran dudas de lo que había venido a hacer, Menem se decidió a sobreactuar. No alcanzaba que un empresario fuera el ministro de Economía, tenía que ser el representante de un holding que fuera anatema para el peronismo clásico (Bunge & Born). No alcanzaba con no atacar a los antiperonistas de ayer, había que abrazarse con el antiperonista por antonomasia (Isaac Rojas). No alcanzaba con acercarse a la UCEDE, había que poner a sus principales hombres y mujeres en la vidriera. Y además había que mostrar que se tenía la energía que al radicalismo lacónico y en retirada le había faltado. Una energía que le alcanzaba para ponerse la número 5 y darle un pase a Diego Maradona, para salir a jugar al basquet con Miguel Cortijo en el Luna Park o para correr competencias de lanchas con Daniel Scioli.
Para algunos de los que se habían desgañitado gritando en su contra, Menem se estaba volviendo alto rubio y de ojos celestes, como graficó el periodista Bernardo Neustadt. Al mismo tiempo, otros denunciaron traición al mandato electoral y a la tradición histórica (“llamen al gorila musulmán para que vea / que este pueblo no cambia de idea / lleva las banderas de Evita y Perón”). Se reeditaron los viejos chistes (¿sabés cómo le dicen a Menem? Paloma de iglesia, porque se caga en los más fieles). Para esos sectores lo sólido se desvanecía en el aire casi al mismo ritmo que se esfumaban los australes que corrían por detrás a los precios que se remarcaban de forma vertiginosa.
En septiembre de 1989 Menem y su gabinete hicieron una suerte de gira de presentación por Estados Unidos. Menem, que el año anterior se había jugado por el candidato demócrata, ahora iba dispuesto a mostrar su conversión al republicano George Bush del que terminaría sintiéndose un amigo. La delegación argentina armó una suerte de oficina en el Hotel Waldorf para recibir a empresarios y hablarles de la “economía popular de mercado” que se avecinaba.
Ya sobre el final de esa visita, Menem y Cavallo llegaron a entrevistarse con el canciller soviético Edouard Shevardnadze quien se mostró “impresionado por los avances de la Argentina”. Fue en ese momento que, en la prensa, se animó una suerte de comparación entre la reordenación que estaba llevando adelante Menem y la Perestroika que venía desplegando Mijaíl Gorbachov. En apenas unas semanas, esa comparación cobró otro cariz.
En efecto, en noviembre de 1989 con la caída del Muro de Berlín, quedaba claro que una vez iniciado el deshielo, no podía ser contenido, que una vez que comenzado el nuevo rumbo, la marcha se aceleraba por mucho que se opusiesen los viejos comunistas o los que se “habían quedado en el 45”. Un año después, Menem llegó a entrevistarse con Lech Walessa, en una Polonia donde el general Jaruzelski todavía tenía el mando nominalmente, y le comentó a los periodistas: “Espero que Lech le haga entender a algún sector sindical de la Argentina que su política es equivocada”.
Está claro que el despliegue de lo que Menem insistió en llamar la “Economía Popular de Mercado” no precisaba de la caída del comunismo. De hecho, mirando hacia el resto del mundo, puede dudarse incluso de que meterse dentro del abismo, como lo hizo Argentina, haya sido un ingrediente necesario para emprender el rumbo neoliberal. Y, sin embargo, no carece de consecuencias que lo haya hecho. Porque incluso antes de que la convertibilidad diera frutos siquiera a una parte de la población, el quiebre ya se había dado. 1989 quedará, para los que lo vivieron, impregnado siempre en la memoria. De la toma del cuartel de la Tablada por parte del Movimiento Todos por la Patria (en enero) a la primera tanda de indultos a militares y exguerrilleros (en octubre), de la “resignación” de Alfonsín (en junio) a las primeras privatizaciones (las de los canales de televisión, en diciembre), nuestro 1989 fue terrible. Pero, aunque a muchos nos cueste verlo así ahora, fue también un momento en el que muchos millones parecían todavía tener esperanzas y sintieron que valía la pena pagar cualquier precio para ingresar al Primer Mundo, o como dijo en su momento un colaborador de Menem, al único mundo que quedaba porque la Guerra Fría se había terminado.