Stephen King, el prolífico escritor global de impecable terror pop, adelantó en marzo una comparación después muchas veces reiterada con más énfasis. Mis hijos recordarán la pandemia, dijo, como mi madre recordaba la Gran Depresión. Si él le pedía más tarta de manzana, ella le recordaba que en 1930 nunca comían postre ni manzana; cuando sus nietas se quejen porque una noche no las dejan salir, sus hijos les repetirán que en 2020 nunca podían salir. La invocación de la experiencia personal de un trauma mayor para justificar decisiones mal recibidas por quienes tienen que acatarlas, lejos de persuadir, fatigará o alienará. En el umbral de 2021, en las agendas públicas americanas –políticas, sociales, económicas, ideológicas, pedagógicas, médicas, bioéticas, y otros tantos andariveles solapados o inconmensurables entre sí- la fresca ansiedad marchitó y se hizo frustración: qué poco rendidora en moralejas había resultado la fábula del coronavirus. Estéril para engendrar un insumo siempre servicial a los gobiernos –el miedo-, fértil para procrear una pasión movilizadora de las masas –el hartazgo. En el pasado bimestre, la victoria de Biden sobre Trump en las presidenciales norteamericanas y la aprobación sanitaria de urgencia de vacunas occidentales y orientales despejaron dos relativas pero genuinas incógnitas que proyectaban su sombra sobre todo el hemisferio. En el calendario anual que empezó ayer no hay citas previstas con el destino, conflictos con cuenta regresiva activada y de cuyo desenlace pueda esperarse un giro en nuestras fortunas nacionales y continentales. Largos y duraderos, los efectos del covid y de la recesión, y del proceso de cura de estos males, aportan previsibilidad antes que niebla: las luces menos engañosas pueden ser las más crueles.
Señales debidas
Cuando la OMS calificó tardíamente de pandemia a la hasta entonces epidemia de Covid-19, y se ordenaron primero en una y después en otra orilla del Atlántico medidas de aislamiento social, medios y opiniones latinoamericanas recurrieron con predilección a una novela debidamente edificante y alegórica del premio Nobel Albert Camus: La peste (1947), la letal enfermedad global figuraba la pasada guerra mundial. Y las ratas sucias, escondidas, ubicuas, vectores de la proliferación del contagio, evocaban a la peste bubónica que fue la muerte negra de un tercio de la población europea en la Edad Media. El Covid también había llegado desde China, pero demasiado pronto la comparación sonó demasiado grandilocuente. Porque la pandemia deja ilesa a la gran mayoría sub-60, más aún en América Latina, donde la edad promedio nacional es muy joven. Una menos inadecuada referencia cultural regional puede encontrarse en la novela Diario de la Guerra del Cerdo (1969) del argentino Adolfo Bioy Casares: “Haga patria, mate un viejo”, decían las pintadas contemporáneas en las que se inspiró el autor. En un continente donde el pago de jubilaciones y de pensiones, y el proveer a los servicios de salud de la seguridad social para quienes las cobran, es una pesadilla de la que los gobiernos no consiguen despertar, la muerte solitaria por Covid, más temprana, en el sistema hospitalario, de quienes estaban predestinados a morir, y la eliminación en masa por cremación de los cadáveres, acabó por aceptarse higiénicamente como una noticia triste pero al fin de cuentas ni tan trágica ni tan pavorosa. Mientras el flujo funcione como una cloaca máxima sin aguas servidas, mientras no se desborde el sistema sanitario, como ocurrió en Ecuador, en Bolivia, en México, es una situación a la que costó menos acostumbrarse de lo que se gusta decir. La expectativa por la vacunación es por recuperar la población joven las formas de vida anteriores a las cuarentenas, no por respirar sin miedos a la propia muerte. También, para que se recuperen las comunicaciones, el turismo y el comercio con las partes del mundo donde el promedio de edad nacional es más alto. En el continente joven, el Covid puso otro dato en evidencia: la edad mucho más provecta de las clases dirigentes y de los gobernantes, sean Bolsonaro o López Obrador –y en Estados Unidos, el presidente electo Biden es un septuagenario más anciano que el derrotado Trump.
Economías turgentes
El boom récord con que los indicadores de la Bolsa de Nueva York cerraron el año es otra señal de que el símil de 2020 con 1929, el año del crac, es desproporcionado, o falaz. Recesiones de unos, recuperaciones de otros, estrategias y gastos de salud pública y de estímulo económicos de los gobiernos, oportunidades de negocios concretadas o desperdiciadas, guardan entre sí en el alba de 2021 relaciones a la vez mucho más promiscuas y más elusivas de lo que parecía a simple vista y de lo que podía planificarse.
En su ojeada prospectiva para 2021, la CEPAL augura un crecimiento del 9% para Perú, del 5,5% para Panamá, del 5,1% para Bolivia. Son los tres países de América Latina que más crecerán –o que mejor repuntarán- y el desarrollo ha sido la especialidad de la CEPAL, y no conviene dilapidar el descreimiento escudriñando decimales y recursos del método. Pero toda buena voluntad para suspender la incredulidad muere súbita cuando escuchamos qué coeficientes mencionan economistas cepalinos o de esos países sud y centro como los más idóneos para deformar –hacia abajo- esos altos números. Como son factores que no entraron en las sumas y restas para proyectar esas tasas, asombra que ahora se los convoque para asignarles el protagonismo de la corrosión posible. Expresas condolencias por las muertes del Covid y prioritarios deseos de una pronta domesticación de la pandemia son de rigor. Es una manera de hacer constar una íntima desaprobación por el hecho de que las respectivas conductas de los gobiernos nacionales ante la plaga sean de una magnitud físicamente despreciables a la hora de calibrar qué pasará con las economías. Y aun qué pasó.
Choca con las convicciones morales de los economistas cepalinos que el país que más va a crecer sea el que tiene más muertes por Covid. Es un récord americano: con más de 1.100 muertes por millón de habitantes, Perú supera a Estados Unidos. Choca con las convicciones políticas que el gobierno de Perú haya sido el más inestable de 2020, con presidentes puestos y depuestos según las intermitencias del corazón de un susceptible Congreso unicameral armado de poderosas facultades para que sus votos de desconfianza express al Ejecutivo resulten en sentencias condenatorias de inaplazable ejecución inmediata. Con menos muertes y con más estabilidad, ¿crecería más Perú en 2021? ¿Habría sido significativamente menor su caída en 2020, que fue del 13%? Es difícil decirlo, y más difícil responder que sí. En la reanudación del comercio internacional a los niveles pre pandemia y en el aumento de los precios de las exportaciones mineras, en especial del cobre, parece estar la sobria clave del rebote. En abril hay elecciones parlamentarias y presidenciales en Perú, con balotaje previsto para junio. A diferencia de lo que ocurrió en 2020 en Estados Unidos, el país que lo sigue en el ránking americano de tasa de muertes, en Perú no hay candidaturas rivales ni zanja binaria bien definida. “Puede ganar cualquiera”, se repite, y al cabo, no suena antidemocrático. El Congreso, no la Presidencia ni la Administración Pública, es la institución nacional más desprestigiada. De momento, el destino de la relativa apatía electoral no parece ser un estallido popular de anti-política.
El efecto por la causa
En el caso de Panamá, el dilema o divorcio de ideas y creencias es aún más nítido. El motor del crecimiento anticipado está en el resurgimiento del comercio y en la puesta en valor del Canal para el tránsito y tráfico marítimo, y de la zona franca de Colón para compras y ventas de quienes atraviesan el istmo de un océano al otro. Los economistas de CEPAL se apuran a advertir que en la nación centroamericana existe el grave problema de una gravísima desigualdad. ¿Problema para qué? Desde luego, toda desigualdad estructural en aumento es escandalosa para quien aspira a una sociedad igualitaria. Pero algo no se les escapa a los mismos economistas que la denuncian: que la desigualdad no ha sido ni será un obstáculo para ese crecimiento que pronostican; más todavía, puede ahondarse con el crecimiento. Lo que no deja, naturalmente, de inquietarlos. Porque se pierde de vista, para quienes se ven favorecidos a un tiempo por crecimiento y desigualdad, el principal acicate para buscarle remedio a la desigualdad, que sería el hecho de que entorpeciera un progreso indiferente a esas injusticias.
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