Esta semana, Martín Guzmán anunció el pago de U$S 430 millones al Club de París en dos cuotas, la primera en julio próximo y la segunda en febrero del año que viene. Este monto representa poco más del 5% de las reservas netas, un sexto de los U$S 2.400 millones que vencieron a fines de mayo -con dos meses de gracia antes de caer en default- y 1% de la deuda con el FMI. Sin embargo, tiene una importante relevancia simbólica.
Hasta la conferencia del martes, había varias voces disonantes en el amplio espectro del oficialismo acerca de cómo, cuándo y qué acordar con el FMI -incluso, había algunas voces que proponían no pagar, cayendo en un default inédito para la historia global-. Si bien el FMI y el Club de París no están relacionados formalmente, sus miembros son prácticamente los mismos: Estados Unidos, Japón y los países centrales europeos. En consecuencia, este “puente de tiempo” hasta 2022 con el Club de París refleja, más explícita que implícitamente, que el Gobierno reestructurará los U$S 44.000 millones que le debe al FMI, y que lo hará después de las elecciones.
Pensando en lo que se puede venir en los próximos meses, y también en el mediano plazo, este cambio es fundamental. Por un lado, porque marca que el acuerdo llegará después que los votos. Por lo tanto, es probable que el Gobierno adopte algunas políticas expansivas en el corto plazo, ya que no estará el FMI para vetarlas. Por el otro, porque marca que efectivamente el acuerdo llegará, de modo que ciertas políticas empiezan a tener fecha de vencimiento.
Entre enero y mayo, el déficit fiscal primario, aquel que no incluye el pago de intereses, representó 0,1% del PBI (y 0,3% si descontamos el aporte extraordinario de las grandes fortunas). Este porcentaje no solo está muy por debajo del 2,4% acumulado en igual período del año pasado, sino también del 0,8% de 2016 y 2017, a la vez que se parece mucho al 0,3% de 2018 -en 2019, objetivo de equilibrio primario mediante, tuvimos un superávit de 0,2% en los primeros cinco meses del año-.
Mirando la asistencia monetaria del Banco Central al Tesoro, otra cuenta sobre la que suele poner la lupa el FMI, la dinámica se repite. El primero le giró el equivalente a 0,2% del PBI al segundo entre enero y junio, un número infinitamente menor al 4,3% de la primera mitad del año pasado, algo más bajo que el 0,9% de la primera mitad de la gestión Cambiemos y muy similar al 0,3% de 2018.
De estos números podría desprenderse, entonces, que los condicionantes del FMI traerían pocas novedades en materia fiscal. Sin embargo, no será así. En primer lugar, porque es posible que parte de la austeridad del primer semestre haya estado vinculada a generar cierto espacio para gastar en el segundo. Cerca de las elecciones, o si la pandemia y la cuarentena recrudecen en invierno, el déficit podría aumentar. Por lo tanto, el acuerdo sería disciplinante en este sentido.
Además, si miramos la experiencia de 2018 y 2019, el Fondo le exigió a la Argentina pasar de un rojo de 3,8% del PBI en 2017 a uno de 2,7% en 2018 y alcanzar el equilibrio primario el año siguiente. A la vez, demandaba un superávit para 2020 y 2021, desdibujado luego de la interrupción del programa y la llegada de la pandemia. En este contexto, el objetivo de un déficit del 4,2% del Presupuesto 2021, que casi seguramente se sobrecumplirá, está lejos de los números que tolera el organismo multilateral. Si bien el coronavirus podría relajar algunas exigencias, tampoco las hará desaparecer.
La otra variable sobre la que suele imponer condicionalidades el FMI son las reservas del Banco Central, lo que termina impactando indirectamente sobre el tipo de cambio: si el Banco Central tiene un objetivo de reservas, entonces, no puede vender dólares en el mercado para frenar eventuales corridas. En 2018, el segundo acuerdo fue más allá todavía, y le prohibió expresamente a la autoridad monetaria operar en el mercado por fuera de las “zonas de intervención”. Aunque durante el propio acuerdo esta decisión se fue flexibilizando, e incluso se dio de baja en abril de 2019 -sino el único, el principal acierto del programa-, la reestructuración con el FMI podría traer novedades en este sentido.
Por lo tanto, si en los próximos meses el dólar oficial seguirá por debajo de la inflación, estirando la dinámica que se viene observando desde febrero, es probable que haya algún ajuste en el mediano plazo. A la vez, si el programa fuera más ambicioso -algo que sería raro en tiempos de pandemia-, podría incluso forzar un desarme paulatino del cepo. De la misma forma que en 2015 y en todas las experiencias anteriores, de los controles de cambios solo se puede salir devaluando. En consecuencia, este dólar que se abarata no habría llegado para quedarse.
En su libro Futurabilidad, Bifo Berardi explica que el futuro está inscripto en el presente, pero no determinado por él: el futuro se desprende del presente, surge del presente, pero no está configurado todavía. El FMI tiene sus condicionalidades y exigencias de política que intentará hacer valer en la negociación de los próximos meses. El Gobierno también. Las capacidades de imponerse de cada uno marcarán el pulso de la economía argentina de los próximos largos años.
Economista jefe de Ecolatina.
WC