COLUMNA NÓMADE

Anatomía de una caída

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Esa mañana salí en bicicleta para buscar un libro que alguna vez tuve y que ahora necesitaba: La concepción de la Antropología y del ateísmo en Hegel, de A. Kojève. El día anterior, mi amigo Domín me había hablado de un pie de página de ese libro donde Kojève habla sobre la frivolidad en la cultura japonesa y Domín, que había visto recientemente Días perfectos de Win Wenders, me daba su reflexión sobre la película. Cuando volví a casa busqué mis libros de Kojève –tenía todos los editados por la pléyade– pero ahora no había ninguno. Me dieron el dato de que en una librería de Flores estaba el libro y salí en bicicleta. Era una mañana de sol y bastante fresca, hermosa. Conseguí el libro, volví despreocupado por unas calles laterales de la Paternal hasta que de golpe un joven se me plantó adelante y agarrando el manubrio de mi bicicleta, me dijo: dame la bicicleta y tu bolso.  

Alexander Wladimirowitsch Kojewnikow –Kojève- procedía de una familia de la nobleza rusa. Con la revolución de octubre huyó a Alemania y vivió durante un tiempo de la venta de las joyas de su familia, también tenía algunos cuadros de su tío, Kandinsky. Kojève llegó a París porque lo llevó ahí otro filósofo que iba a influenciar mucho en Lacan: Alexandre Koyré. Kojève y Koyré se conocieron porque Kojève se había enamorado de la cuñada de Koyré –parece una peli de Woody Allen – y la familia de Koyré les pidió que se encargara de buscar a Kojève y rescatara a la joven que había huído con el filósofo. Pero Koyré quedó tan impresionado en su primer encuentro con Kojève que dijo: “La chica tiene razón. Kojève es mucho mejor que mi hermano”. 

Las Clases que dio Kojève sobre La fenomenología del espíritu de Hegel fueron magistrales e influenciaron a toda una generación de futuros filósofos franceses (Lacan, Derrida, Deleuze, etc). Los pasajes más poderosos de Kojève analizando a Hegel tratan sobre la muerte y la nada. Para Kojève, siguiendo a Hegel, “el ser humano es el error que se conserva en la existencia, que dura en la realidad”.  

El día anterior a salir a buscar el libro, estaba charlando con mi amiga Cecilia Di Genaro –el Coronel – sobre su experiencia, cuando era chica, al ver la saga de Rocky: “Si viste Rocky de chico te tiene que gustar más la dos que la uno. Primero porque de niño sos un ser humano en estado puro, es decir, sos esencialmente de derecha, si vas a una piñata querés quedarte con todos los caramelos y el de al lado que se joda. Entonces que Rocky gane al final de la película –pasa esto en Rocky dos – es central. Que no pierda como en la primera, que sea un ganador en la vida. En la dos Rocky asciende socialmente y puede comprarse un reloj, un auto, una campera de cuero, puede entrar en el sueño americano, es un winner. Y no es que vos estás contaminado; vos naciste así y la película expresa algo con lo que vos venís de fábrica”. Yo le decía que la única Rocky que había visto era Rocky uno, que mi amigo el Chango es fanático de toda la franquicia. Que tenía el recuerdo de ver Rocky uno en el cine, pero que debe ser un recuerdo implantado, la debo haber visto en la televisión, a lado de mi viejo, en el Kenia Sharp Club. A mi me gustaba que Rocky perdiera y que eso fuera su triunfo. Como Holanda del 74. No sabía que yo iba a perder como Rocky al otro día, mal.  

Por qué decidí no dar mi bicicleta ni el bolso cuando me lo pidieron de manera tan gentil esa mañana en el barrio de Paternal. La respuesta creo está en El Narrador, de Walter Benjamin, cuando explica cómo la narración utiliza cierto sistema técnico preciso para provocar la emoción: “El primer narrador griego fue Heródoto, en el tercer libro de sus Historias hay un relato del que se puede aprender mucho. Cuenta la historia de Psamético. Cuando el faraón egipcio Psamético fue derrotado y capturado por el rey persa Cambises, éste se había propuesto humillar a su prisionero. Ordenó que Psamético presenciara el desfile triunfal persa. Se aseguró que viera llevar a su hija llevando un cántaro como una criada. Mientras el pueblo egipcio se lamentaba frente a este acto, Psamético se mantuvo impasible. Incluso cuando vio a su hijo, en el desfile, camino al patíbulo ni se inmutó. Pero cuando vio en la fila de los prisioneros a uno de sus sirvientes, un anciano reducido a la miseria, se golpeó la cabeza con los puños y dio toda señal de estar atravesando una profunda tristeza. Esta historia muestra el verdadero acto de narrar. Mientras que la información se consume en el instante de su novedad, la narración no funciona así, no se despilfarra, conserva sus fuerzas acumuladas y sabe cómo desplegarse aun después de mucho tiempo”. Montaigne, en sus ensayos se pregunta por qué se queja sólo al ver al sirviente. Y se responde: “Como estaba lleno de tristeza, fue necesaria una gota para que rebalsara el vaso”.  

Me sacaron por la fuerza tantos seres esenciales estos últimos años, que decidí pelear por la bicicleta. Me molieron a palos entre dos pero retuve mis cosas. La bicicleta quedó doblada, el bolso en que llevaba mi Kojève hecho trizas, mi remera regalo de mi amiga Cuca hecha pedazos, pero unos trabajadores que estaban almorzando en la vereda de enfrente, en la puerta de un taller mecánico, se desplegaron como una bandada de pájaros y vinieron en mi ayuda. En otro tiempo, en otro país, yo tendría que haber sido amigo de los chicos que me quisieron robar. Pero a uno le pegué un cabezazo con el casco en la boca, cuando se cayó me le tiré encima, quedamos agarrados él y yo con la bicicleta en el medio, detrás vino otro al que no había visto y me empezó a pegar y dar patadas. Lo logré agarrar y lo tiré al piso: éramos un animal de tres cabezas, mitad humanos, mitad máquina. Me acuerdo el verso de Borges que dice: me duele una mujer en todo el cuerpo. A mí me dolían las patadas y trompadas de un hombre en todo el cuerpo. Como dije, los ladrones del neorrealismo italiano salieron corriendo porque llegaban mis amigos del taller mecánico.  

Olmedo y Portales en su sketch de Borges y Alvarez hacían una parodia del texto de Heródoto. Olmedo le contaba a Portales que habían entrado a su casa y lo habían atado a él mientras comía y después habían maltratado a su mujer –y él permanecía impasible– después le pegaban a al hijo –y él permanecía impasible–  y después atormentaban a su perro –seguía impasible–, pero los ladrones antes de irse y robarse todo cometían el error de untar un pan en el huevo frito que Olmedo se estaba comiendo cuando ellos irrumpieron. Eso era demasiado.  

Por los golpes en la cabeza me tuve que hacer un encefalograma en el hospital. Cuando me recosté para que lo hicieran, me quedé dormido y me desperté una noche de 1970. Era invierno. Estábamos en medio de una riña callejera en avenida La Plata con mis amigos. Me estaban moliendo a palos y paramos con Alfredito un taxi para salir corriendo. Cuando el chofer nos hizo bajar porque no teníamos plata, yo bajé por un lado y Alfredito por el otro. Nunca lo volví a ver.  

FC/DTC