Era 2001, era verano y hacía calor. Pero no había policía montada ni camiones hidrantes ni Plaza de Mayo. La convertibilidad estaba en el aire, gobernaba Fernando de la Rúa, se venía el reseteo del país, yo estaba angustiado por no saber qué estudiar y esa mañana andaba averiguando por las entradas para el Buenos Aires Hot Festival en una ventanilla del Campo de Polo que daba a la avenida Del Libertador. Podía quedarme tranquilo: no se iban a agotar porque el aforo era “infinito” (la palabra la pronunció la persona que vendía las entradas). Ese 17 de enero de 2001 tocarían REM y Beck y, mucho más temprano, Babasónicos. Aunque, curiosamente, en el portal que vende las entradas para mañana se anuncia “Babasónicos por primera vez en el Campo de Polo”.
Ese show fue importante: en Tan freak y tan popular: Jessico 20 años, que salió en 2021 y es el primer podcast oficial de la banda, Alberto Moles dice: “Firmamos a los Babasónicos, que los vimos en el Buenos Aires Hot Festival y Roberto Costa ahí dijo Hay que fichar esta banda sí o sí”. Nadie lo sabía pero se estaba modificando la órbita del grupo. La cuestión es que, esperando la hora de R.EM., vi sin mayor interés ese show determinante. Solamente recuerdo que tocaron «El playboy». Así empezaba el año que funcionaría como un meridiano demarcador en el destino de la banda.
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El jueves 27 de diciembre de 2001 el suplemento No del diario Página/12 publicó su tradicional encuesta de fin de año. En la tapa se leía: “En medio de los vidrios rotos y con la sangre derramada todavía fresca, los músicos argentinos eligieron lo mejor de un año que comenzó, transcurrió y concluye en peligro. Como siempre, tratándose de un extraño lugar llamado Argentina”. Y como Jessico había resultado el disco del año (el segundo lugar lo ocupaban Silver sorgo de Luis Alberto Spinetta y Bandidos rurales de León Gieco), la tapa era una foto de Babasónicos.
Pero no estaban todos los miembros: faltaba el hermano de Adrián Dárgelos, llamado Diego Rodríguez y conocido como Diego Uma. En la nota se explicaba la ausencia: “El menor de los Rodríguez permanece en la casa por las dudas, en vista de la psicosis generalizada por las hordas que vienen saqueando, tal como podía escucharse por ahí. En ese contexto sucede la conversación”.
La entrevista para el suplemento No, incluyendo la sesión de fotos, había sido el viernes 21, día de la dimisión de Fernando de la Rúa. Y el primer párrafo de la nota decía así: “El Gran Buenos Aires también humea, todavía tiene fuego y anoche hubo soundtrack de disparos y explosiones, cuenta Adrián Dárgelos que llega de su Tortuguitas”.
Tortuguitas era, además de casa y estudio de grabación, el símbolo de una nueva etapa de la banda: sin mánager y sin compañía discográfica, Babasónicos se había transformado en una banda independiente y había montado un estudio de grabación propio.
Ese estudio aparece en Tan freak y tan popular: Jessico 20 años, cuyo primer episodio se tituló «Con todo en contra» (la intención es evidente: las desventuras de la banda sin contrato se confunden con las del país). Entre todos los miembros van contando su construcción (“La sala era bárbara, y el control, bueno, hasta ahí llegó la plata… Era material nada más: material y loza. Y empezamos a estar ahí, y de golpe estábamos respirando polvo…) y lo cierto es que el anecdotario es más propio de una banda de rock barrial que de la propuesta entre glam y bizarra que Babasónicos había sostenido durante la década previa. Esa dimensión seguramente contribuyó al combo que hizo de Jessico el disco de la crisis: a la debacle económica, social e institucional del país le correspondía una banda que también se había tenido que arremangar, que había hecho un estudio casero y que había achicado sus gastos (Mariano Roger: ”Grabamos el disco con un presupuesto bastante escaso en comparación con los que usábamos en Sony“).
“Tan freak y tan popular quiero ser” es la fórmula con la que Babasónicos, que hasta el año 2001 era solamente freak, le hizo su pedido a un universo que escuchó. ¿O tanta gira, tanto hotel y tanta amante tenían los Babasónicos al momento de Miami?
(Probablemente con esa frase en la que la banda se definió a sí misma y deletreó su porvenir empezó un fenómeno curiosísimo que dura hasta hoy en día: el periodismo, en un festival de repeticiones y con acento convencido, habla de la banda con palabras derivadas inevitablemente de sus propias letras: “un manifiesto de sensualidad desfachatada”, “fiesta de farsantes”, “un quinteto de ganadores del pop en una cruzada eterna por la dignidad del vértigo”, etcétera. Lo paradójico es que todo empezó con «Camarín», canción que propone una mirada mordaz contra el periodismo de rock).
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En 2000, en la víspera de pegarla, Martín Souto le preguntó en un programa de Canal Siete: “¿Hay algo que defina a la gente que sigue a los Babasonicos? ¿O no?”. Y Dárgelos respondió: “No, yo no creo...”. Esto es importante, porque la respuesta a Souto cifraba en un público impreciso la riqueza de Babasónicos: toda la distancia con el rock barrial, cuyo público sí estaba rigurosamente definido, se cifraba en esas cuatro palabras dichas con aparente desgano.
Más tarde, a finales de 2005 y ya después del terremoto de Jessico, Infame y Anoche, Dárgelos decía en la revista VIVA: “hago música para que les guste a todos, nunca me planteé que existe un publico para nosotros”. Así legalizaba, respetando las premisas y sin hacer trampa, la masividad que la banda había logrado.
Y todavía hoy Dárgelos sostiene la idea de un público transversal que no existe a priori y que por lo tanto no está determinado por la clase social ni por ninguna otra variable: la canción «Orfeo», incluida en Discutible, termina así: “Quiero saber quién es mi gente / vengo a ofrecerme como su cantor”.
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Pero entonces, ¿qué es lo político en una banda tan asociada al 2001?
En una nota aparecida en Anfibia en 2014 se lee: “En 2008, Dárgelos dijo que este gobierno [el de Cristina Fernández de Kirchner] se acerca a lo que yo siempre vi como causas nobles”. Y en Trinchera (2022), el último disco, parece escucharse un eco del “Armen un partido y ganen las elecciones”: “Pueden llevarme la contra en silencio hasta organizarse” se oye en «Paradoja».
Pero también hay, en toda la trayectoria de la banda, una impronta muy amigable con el mercado. Leo por ahí: “Algunas de las empresas que han asociado sus productos a Babasónicos son Shure, Movistar, HP, Claro, Bimbo y Motorola”. (La publicidad de Claro, en particular, incluyó un instante trascendente: Dárgelos abandonó por un momento el estatuto del chamán, cuyo único instrumento es la palabra, y agarró una guitarra). A esa cercanía permanente con el patrocinio privado (al show del Campo de Polo invita Levi´s) le corresponde un rechazo por lo estatal que, al menos en «Soy rock», de Jessico, es evidente.
Pero la discusión por la parte partidaria de Babasónicos promete no saldarse jamás. Dárgelos conoce la obra de Adorno y se cuida de quedar subsumido en cuestiones proselitistas. Y además la banda es la Jerusalén cultural de un sector social pequeño pero influyente: todos queremos tenerlos adentro de nuestras fronteras ideológicas. ¡Y qué feo sería que el dios Adrián reprobase nuestra conducta!
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Lo llamativo de la asociación de Jessico con la crisis de 2001 es que nunca está justificada. Es cierto que el país estaba derrumbándose o a punto de incendiarse (esas son las metáforas) pero la relación de esa circunstancia con la impronta del disco nunca se establece, acaso porque poco ganaría con tornarse más precisa. Además, y notoriamente, Jessico no necesita a la crisis: se lo disfruta sin problemas en Tuluá, en San Luis Potosí, en Guayaquil y en Yacuiba.
Propongo entonces dos caminos. El primero será sociológico y el segundo mágico.
El sociológico cuestiona la asociación gratuita del disco con la situación del país, busca una explicación y dice que con Jessico Babasónicos entró en las grandes ligas del rock nacional, pero para eso debió pagar un precio: como su antítesis chabona, tenía que empezar a hablar de la realidad argentina. Sólo así, acercándose a nuestras crisis, y en particular confundiéndose con una de ellas, la banda podría ser verdaderamente popular y nuestra.
El mágico desecha la vieja antigualla de la argumentación lógica, extrema las asociaciones arbitrarias y propone un orbe autónomo de presagios y corroboraciones. Con la claridad primitiva de la adivinación se dirá no solamente que Jessico, que fue el mejor disco argentino de 2001 según la encuesta del suplemento No, hablaba de la crisis por venir. Por el contrario, se dirá también que los dos discos que ocupaban el segundo lugar en esa encuesta, que eran Silver sorgo de Luis Alberto Spinetta y Bandidos rurales de León Gieco, anticipaban el brillo y el drama de las décadas siguientes: la soja, el campo y la disputa por la legitimidad de su propiedad.
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Es 2023. El vaivén sociológico argentino sigue su curso y faltan algunas semanas para el show del Campo de Polo. Es de noche, ya se siente la proximidad del verano y como esta es la estación del año en la que yo florezco salgo a patrullar la ciudad. Al llegar a una esquina me doy cuenta de que estoy a media cuadra del edificio en el que vive Adrián Dárgelos, o en el que creo que vive Adrián Dárgelos: el dato no está confirmado ni desmentido. Me acerco a ver cómo están las cosas. Un kiosko, un mendigo acurrucado, autos pasando. En la puerta del edificio veo a un repartidor de Pedidos Ya esperando a que baje su cliente. Decido quedarme: las chances de que el cliente sea Adrián existen porque el edificio no es alto y tiene muy pocos timbres. Pero ¿y si Dárgelos está de gira con Babasónicos, como gran parte del tiempo? Entonces sucede: el hombre bajo aparece, abre la puerta y agarra el pedido. Después da media vuelta y se le ve la espalda mientras atraviesa el vestíbulo de su edificio. Pareciera que aún en esa situación doméstica tiene una postura erguida hasta lo desafiante, y desaparece.
A diferencia de lo que pasará este sábado en el Campo de Polo (saqué las entradas hace poco y sin apuro, porque el aforo es infinito) reina el silencio de la noche.
Acaba de pasar. Acabo de ver a Adrián Dárgelos, ese hombre que estremece a tanta gente y del que no se sabe nada… Pero de pronto pienso con claridad. Hay algo que sí puedo intentar saber: puedo intentar saber qué pidió este martes a la noche de noviembre. Imagino una fusión sofisticada, una comida peruano-japonesa o cosas que yo ni siquiera conozco: gastronomía chilena con notas vietnamitas. Algo, quizá, en la senda de los “platitos”, palabra que él seguro detesta. Decido pasar a la acción, cruzo la calle y le pregunto al repartidor dónde había pedido este cliente. La respuesta está, creo, a la altura: Mc Donald´s.
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