Opinión

Banderas en tu corazón: Argentina, 1985 y el atentado a CFK

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Argentina, 1985, la película de Santiago Mitre, ha generado una conversación sobre memoria impensada. Debemos agradecerle haber traído al presente ese pasado, justo en un momento en que parece que nos estamos quedando sin futuro.

Así, después del atentado a la vicepresidenta de la Nación, circuló con insistencia en el debate público otra escena de la historia reciente, cercana y vinculada a la del Juicio a las Juntas: la firma del “Acta de Compromiso Democrático” que, en medio del levantamiento militar carapintada de Semana Santa de 1987, suscribieron la UCR, el PJ, la UceDé, el PDC, el PI, el PS y el PC, además de la CGT y cámaras empresarias. Como sabemos, ese acuerdo tuvo como objetivo proteger a la incipiente democracia frente al desborde amenazante de las Fuerzas Armadas. En la memoria colectiva, parece haber funcionado como el único registro “a mano” de un acto consensual en defensa de la democracia, que reunió al pueblo con sus representantes. Se esperaba que las fuerzas políticas actuaran de modo similar frente al atentado.

Sin embargo, la agitación de esa bandera blanca de 1987 no surtió efecto en 2022. No teníamos enfrente el riesgo de un golpe de estado sino los derrames autoritarios del presente, cuyos contornos resultan bastante menos nítidos. Además, el mismo día del atentado, el gobierno adelantó una explicación de los hechos basada en la confrontación; y días más tarde, la principal fuerza de la oposición redobló la apuesta, al legitimar el uso de la violencia para la resolución de una serie diversa de conflictos con estudiantes secundarios, trabajadores sindicalizados, y comunidades mapuches. Mientras tanto, los libertarios insistieron en río revuelto con su tema predilecto: la repulsa de la “casta” política. El resultado fue una mayor beligerancia y más derechización: bajo ese panorama quedó sepultada la posibilidad de un acuerdo básico que mantuviera la condena de la violencia como el límite formal establecido para dirimir los conflictos en democracia. Aún si esta era la vara mínima posible, era mejor que nada. El Congreso trató de gestionar esa escena pero dejó aún más expuesta la fractura, que se siguió profundizando.

Y entonces llegó Argentina, 1985, la película, que repuso una serie de argumentos perdidos, hasta pueriles, sobre la democracia: como tarea emprendida por hombres y mujeres comunes que asumen su responsabilidad y están a la altura de las circunstancias, como esfuerzo colectivo siempre en riesgo, como empresa de reconstrucción y reparación. La invitación fue abierta y la sociedad parece haberse sentido convocada por esta narrativa que la hacía parte de la historia; aceptó repasar los horrores de la dictadura, pero también experimentó una especie de orgullo democrático retrospectivo.

El año 1985 establecido como el santo y seña civil de una etapa, la de la primavera democrática, de grandes movilizaciones sociales, con partidos políticos todavía fuertes, juventudes políticas organizadas, sindicatos movilizados, con un movimiento de derechos humanos muy activo, y deseos colectivos de construcción de una sociedad menos autoritaria, que pudiera dirimir sus sueños de transformación sin violencia. De ese proceso, con todos sus límites y fragmentaciones, brotó la escena social del Juicio a las Juntas.

Ese proceso hizo posible también que un conjunto de pibes y pibas de veinte años estuviera dispuesto a trabajar para la Fiscalía. Junto con Strassera y Moreno Ocampo, ese grupo compone el triángulo sobre el que se apoya el film y funciona como su conexión con las nuevas generaciones.  Aquí la película se confronta, como la sociedad, con cambios paradojales. En gran medida los jóvenes que el atentado a la vicepresidenta puso en escena no se han politizado en movilizaciones masivas, partidos tradicionales y gestas democráticas, como las de 1985; sino en redes sociales, alaridos de Milei y Revolución Federal.

Por suerte hay disponibles formas más amables de politización (en los feminismos, los movimientos sociales, los centros de estudiantes o los partidos donde no te gritan), y no todos los jóvenes se entusiasman con lo mismo. Pero mi pregunta es cómo dialogan las escenas del atentado y de la película ¿qué tiene este Juicio, así contado, para decir a los jóvenes nacidos y criados en democracia que se afilian a las derechas extremas y reivindican el atentado fallido contra CFK como hazaña, o al menos no lo repudian? ¿Qué aguas han corrido bajo el puente entre aquel grupo de pibes trabajando para probar los crímenes de Videla y el youtuber Presto luciendo su foto autografiada con el dictador? ¿Qué sendero nos fue conduciendo del funcionario común que afronta el Nüremberg de nuestra democracia mientras se resiste a creer que pueda pasar a la historia, al hombre gris que Sabag Montiel se sintió llamado a encarnar para convertirse, igual que Brenda, en héroe nacional de una epopeya malograda?

¿Cuándo y con qué materia, con cuántas frustraciones a los sueños de transformación social que la escena de los ochenta aún albergaba y que el kirchnerismo en parte recogió, comenzaron a fraguarse estos deseos berretas de matar, estos heroísmos destrazados, este anhelo de autoritarismo que cuesta tanto reconocer? Sobre lo que ha pavimentado esta deriva debemos reflexionar como sociedad, mientras una parte importante de la clase política no parece urgida ni capaz de hacerlo o se vuelve cómplice de la derechización sin red que podría conducirnos a otra tragedia.

Argentina, 1985 aparece, de cierto modo, como una tabla que se ofrece cuando creíamos que nos devoraba el monstruo y no teníamos de donde sacar fuerzas. No es sólo confianza en la película, no se malentienda, sino en las luchas sociales y en el poder de la memoria para reactivarlas. El pasado que nos empujan a dejar cada vez con más urgencia es el lugar del lazo social, donde podemos recurrir a ampliar nuestros repertorios y pergeñar horizontes, sobre todo cuando nos sentimos en peligro. Aturdidos como estamos por las Bersa, los derechos amenazados y los policías empoderados; podemos igual investirnos de este pasado que la película evoca (y que está en riesgo ahora mismo), para traer hacia nosotros una potencia que pareciera que no tenemos disponible en el presente. También somos ese espejo que aplaudimos en el cine, y no sólo el declive que experimentamos a la salida. 

VT