No me había dado cuenta de cuánto necesitaba ver una película sobre adultos hasta que entraron los créditos de cierre en la función de Anatomía de una caída el viernes, casi a la medianoche. No es que necesitara realismo (no me queda del todo claro que el pacto de la película de Justine Triet sea realista. De hecho, hay algo bastante estilizado en las escenas judiciales, por no hablar del rol del hijo que también parece parte de una realidad que no es del todo la nuestra).
La mayoría de las películas que valen la pena, del género que sean, hablan de mundos, y mi sensación es que últimas películas nuevas que había visto (Poor Things y Priscilla) hablaban de mundos infantiles, mundos en los que el paradigma de la experiencia intensa tiene que ver con el descubrimiento y la novedad, en el que el amor más profundo es el primero y la sensación más llena de capas, sea de dolor o de felicidad, la de quien siente algo por primera vez.
Creo que lo primero que me resultó fresco de Anatomía de una caída fue sentirme en presencia de una película que entendía la complejidad y la densidad no del primer amor sino del décimo, la intensidad que se acumula en una pareja que se ama, se odia, se engaña y se apacigua cincuenta veces: en otras palabras, una película con la suficiente sutileza para apreciar los colores de experiencias que desde afuera se ven grises, como pelearse a los gritos con un marido que te revisó el teléfono a los cuarenta y cinco años.
La directora francesa Justine Triet (que escribió el guion junto a su marido, Arthur Harari) cuenta un drama judicial de estructura sencilla: en los primeros minutos de la película, la escritora alemana Sandra Hüller recibe a una joven tesista que va a entrevistarla en su casa en la montaña, en algún lugar medianamente recóndito de Francia. En el piso de arriba, el marido de Hüller escucha música a un volumen tan alto que la tesista se termina yendo, imposibilitada de grabar la entrevista. Llama la atención, por supuesto, que Hüller no vaya a pedirle que la baje. La sensación es que algo pasa. Pero la tesista se va, y en principio no pasa nada.
Daniel, el hijo de la pareja, que tiene un problema en la visión y un perro que lo ayuda, sale a caminar en la nieve, aparentemente también harto de la música al mango. Cuando vuelve, da un grito: su padre está muerto en la puerta de la casa, producto, todo indica, de una caída. Allí empieza, por supuesto, el ya mentado drama judicial: no parece tan fácil afirmar que se trató de un accidente, de modo que se habla de suicidio, y también de asesinato. En el caso de esta última hipótesis, la única sospechosa sería Hüller.
Me gustó que Anatomía de una caída no se centrara en las arbitrariedades de la justicia o el mal funcionamiento del Estado o la burocracia. La película no toma en ningún momento la posición de que es irracional o injusto investigar a Sandra; hay momentos de misoginia, aunque creo que los más interesantes se descubren en la audiencia, discutiendo con amigos y amigas (amigos, sobre todo) a los que les cuesta mucho empatizar con una mujer ambiciosa y decidida, que no fue la peor esposa del mundo pero tampoco estaba de finalista para ningún premio a la mejor. Pero esa misoginia no es la cuestión central: la hipótesis central de la película parece ser sobre las parejas, o los vínculos en general incluso.
Ninguna relación real, nos muestra Triet, resistiría el nivel de escrutinio que pide un juicio por asesinato: la que se quiere en serio (y que se conoce en serio, no de un primer beso o una noche de romance) es capaz de decirse cosas terribles, y de hacérselas también. Si hay un tema feminista en la película, de hecho, es en realidad ese: que la violencia (en cierto grado, y el límite es más difícil de determinar de lo que a una le gustaría) es una parte indisociable del amor y el erotismo, porque tiene algo un poco indisociable de la verdad y lo salvaje de lo cotidiano, y que cualquier ética amatoria que podamos articular tiene que poder pensar eso más allá de la dicotomía víctimas/victimarios (y sin que eso signifique caer en una pendiente resbaladiza que nos impida reconocer las situaciones en las que sí hay víctimas y victimarios).
La película está hablando todo el tiempo de la locura semiótica en que vivimos, de un mundo en el que no creemos ni en el azar ni en la liviandad, un mundo en el que se supone que todo es representativo y simbólico, todo es un mensaje
Hay dos grandes tesis sobre esta época en esta película, ésa es la primera. En un monólogo precioso de esos que habilitan los juicios en las películas, Sandra se lo dice al jurado: Una pareja, finalmente, es siempre un caos.
Todos los dramas judiciales se tratan, finalmente, del problema de la interpretación. Anatomía de una caída lleva esto a un punto extremo al limpiar todos los factores: no hay testigos ni pruebas concluyentes, no hay datos, diríamos; solo queda imaginar. Un gran personaje, la chica que le asignan a Daniel para preservarlo de la influencia de su madre durante el juicio, se lo dice al niño: en un momento hay que decidir lo que uno cree. Hay que inventarlo, pregunta él, y ella le dice que no, que hay que decidirlo, que hay una diferencia entre las dos cosas. Esta me pareció la segunda gran tesis de época de la película, porque además no se limita a esa conversación, sino que atraviesa todo lo que se cuenta y lo que se muestra, incluso las poéticas de dirección y actuación, el modo en que las cosas se filman y se editan, lo que se muestra y lo que se oculta en el montaje pero también en la entereza y la aparente sobriedad de la actuación de Sandra Voyter: la película está hablando todo el tiempo de la locura semiótica en que vivimos, de un mundo en el que no creemos ni en el azar ni en la liviandad, un mundo en el que se supone que todo es representativo y simbólico, todo es un mensaje, cada instante carga con todos los significados del mundo como un anillo que nos domina a todos. No se puede vivir así. Ninguna vida, nos dice Triet, soporta esa cantidad de sentido, esa cantidad desaforada de trascendencia.
TT