Mis padres no eran muy intensos con el cuidado de nuestros dientes. No recuerdo habérmelos lavado de manera regular ni haber practicado ningún tipo de ortodoncia durante mi infancia. Sí recuerdo haber padecido por eso mismo dolores de dientes y que mi madre me diera un poco de whisky para que me haga gárgaras sobre el diente que me dolía y así anestesiarlo hasta que pudiéramos visitar al dentista.
El whisky en ese entonces me parecía algo letal y horrible y no entendía cómo los adultos podían tomarlo sin problemas, es decir, sin morir. Cuando pasaron los años y entré a trabajar en un diario, me hice amigo del Piqui –un periodista hermoso que escribía como los dioses- y cuando terminábamos los cierres larguísimos de un suplemento en el que trabajábamos, nos íbamos a comer y tomar whisky. Yo al principio no tomaba, pero verlo al Piqui con el vaso de whisky, el líquido rubio moviéndose en ese recipiente transparente y de ahí a la boca del Piqui y de ahí metabolizado en frase geniales, en relatos extraordinarios, bueno, eso hizo que empezara a tomarlo y rápidamente el whisky se convirtió en mi psicólogo rubio.
Y algunos viernes solitarios en los que no podía leer ni escribir y no había amigos ni novias y me quedaba definiendo a penales con Caronte en mi departamento, recurría al psicólogo rubio sin parar y cuando estaba completamente colocado (el whisky es genial, me produce la borrachera de ese personaje de Tifón de Conrad, que se cae en medio de una tempestad en el barco y se pregunta: ¿qué diría mi mujer si me ve tirado así?) llamaba a mi casa, donde había nacido, y cuando me atendían les decía: ¡ustedes están viviendo en mi casa, váyanse! Qué pesado. Así una y otra vez.
Y en ese entonces pensé en un relato donde una chica se hace adicta al alcohol porque la madre le da whisky en la infancia para que se cure el dolor de muelas. Y ella descubre que también puede anestesiar otras cosas. Pero el relato no prosperó porque creo que yo no sabía cómo escribir a una mujer ni en primera ni en tercera persona. Pero ahora pienso en las cosas de mi vida que utilicé en ese relato y que me pasaron en relación a las muelas y los dentistas.
Por algún motivo mi mamá consiguió en un momento un dentista que nos atendiera de manera permanente. Era un doctor moreno y muy dulce que era calvo pero tenía en la cabeza un lunar con pelo que la cubría casi toda. No me hacía doler y me sacó muelas y me curó caries. Su consultorio quedaba en la calle Independencia y en la esquina había una fábrica de galletitas. Mamá compraba ahí cuando volvíamos del dentista con ese olor tan particular en la boca anestesiada.
Nosotros seguimos creciendo con mis hermanos y el dentista se retiró, pero en su lugar quedó la hija. Una mujer morena también, que había heredado la dulzura de su padre y que tenía unas manos geniales para trabajar en tu boca. Las cosas se pusieron intensas y pasaron los años chicos, empecé a tomar drogas en un viaje que hice por dos años por Latinoamérica y cuando volví fue peor, me costaba vivir en una casa, con mi familia, en una ciudad, me había vuelto salvaje y cuando uno se vuelve salvaje se acercan otros iguales para verte de cerca.
Así que un día tuve que ir de urgencia a la dentista de la que yo recordaba la casa y la calle, pero la fábrica de galletitas ya no estaba y cuando llegué a la consulta ella tampoco. Estaba un doctor rarísimo, parecido al protagonista de una peli que quiso competir con James Bond y que por supuesto fue un fracaso estrepitoso: Flint, peligro supremo. Creo que el actor se llama James Coburn y también está en la tapa de Banda en fuga, ese disco mortal de Wings. Flint me dijo que la doctora –mi doctora de la infancia- se había enamorado de un portugués y que se había casado y le había dejado a él su consultorio. Todo parecía un mal sueño. Pero ya estaba ahí y Flint me sacó una muela y me dijo que las dos paletas delanteras necesitaban un tratamiento urgente. Yo no le dije que se me estaban cayendo por la cocaína que tomaba en exceso. Flint me sacó una muela y se movió con una impericia genial. Claramente no sabía nada de eso que estaba haciendo y a la noche tuve que ir a la guardia del Muñiz porque me había desgarrado la boca.
Pero tenía el problema de las paletas superiores y ya no podía ir con Flint. Entonces un amigo me dijo que su padre, que era un dentista muy reputado, me podía atender. El padre tenía 80 años y estaba peor que el pasajero de Conrad en el tifón, caminaba ladeándose, y cuando agarró el torno me voló de un tirón la mitad de una de la paletas delanteras. Se quedó estupefacto por lo que había hecho y se sentó abatido a mi lado. Me di cuenta que estaba asistiendo al retiro de un grande. Yo era su último partido y me iba a ir con un agujero en la trompa. De golpe, caminó hasta el escritorio y anotó una dirección. Era un lugar donde había practicantes jóvenes trabajando en las bocas del miedo, un lugar gratuito. Me dijo que dijera que iba de parte de él. Fui. Tuve una bendición: me tocó un dentista muy entusiasta, que tomó a mi boca como su misión en la vida. Para mi se llamaba Gerardo y lamento no poder nombrarlo completo en esta columna, porque mi agradecimiento hacia él será eterno.
Para mí se llamaba Gerardo porque tengo un amigo que se parece a él en mi recuerdo, es decir, que como ya borré la cara de mi dentista, la cara que se me aparece es la de mi amigo Gerardo, pero por eso pienso que tal vez mi dentista joven no se llame así. De todas formas, durante una semana, trabajó en mis dos dientes delanteros (lo hizo meticulosamente, como yo imagino que solía escribir sus poemas George Oppen), los cambió, dejando la mitad sana, me hizo dos conductos y me enseñó a lavarme los dientes y también me explicó qué tipo de cepillos tenía que usar. Desde esa época –miles de años- no tuve nunca más dolor de muelas y nunca volví a tener caries. Y voy periódicamente al dentista para hacerme limpieza y control. En uno de esos controles, una dentista me preguntó: ¿Quién hizo este trabajo sobre estas paletas superiores? Le dije que fue hace mucho, que el dentista se llamaba Gerardo. Es un trabajo notable, dijo. Yo ya lo sabía.
Voy a esos controles periódicos para la salud de mi boca, pero tal vez lo que busco es la salud de mi espíritu, tal vez busco encontrarme en el eterno retorno de lo igual con Gerardo o como se llame, ocupándose del otro con toda la potencia que eso implica
La verdad, pienso que voy a esos controles periódicos para la salud de mi boca, pero tal vez lo que busco es la salud de mi espíritu, tal vez busco encontrarme en el eterno retorno de lo igual con Gerardo o como se llame, ocupándose del otro con toda la potencia que eso implica, como se debe.
FC