El avión de Aerolíneas Argentinas salió de Ezeiza a las 6 y media de la mañana con destino a Puerto Iguazú. Pocas palabras en el ambiente, en correspondencia con la mansedumbre zombi de los embarques de madrugada. En esa misma modalidad se oyeron unos aplausos blandos, como hechos con manos de goma, en agradecimiento a la tripulación. La calma y el tedio se hubieran acentuado bajo condiciones sociales de normalidad, pero un pasajero gritó varias veces una palabra, y luego otras dos de refuerzo, y las voces se multiplicaron en decenas de sapucais.
La primera palabra, fue: “¡Boca, Boca, Boca!”; y las agregadas: “¡Esto es Boca!”. Eran gritos que más bien parecían saltos mentales desde las plataformas de la obsesión. Lo extraordinario del evento, y también lo inexplicable, es que los que gritaron hayan podido contenerse durante las dos horas del vuelo. El esfuerzo de pasar desapercibido se hizo, y fracasó. No hay camuflaje efectivo para los hinchas de Boca. Tarde o temprano se corta la cuerda de la discreción y se manifiesta el monstruo interior, cuyo plan es embarcarse una y otra vez en trances de felicidad. No tiene nada que ver con la felicidad de ganar sino con la felicidad de ir a ver a Boca, de acercarse al hervidero de ese deseo loco de “estar ahí”. Ése es el milagro sensible de ir (volver ya es uno de los trámites grises de la vida). Las estadísticas in voce son dramáticas: uno de cada dos hinchas viaja sin entrada para la final de la Libertadores. Si no dos de cada tres.
La horda policlasista, ya entrando en confianza, cruza la frontera en un micro de línea. La cultura fronteriza encaja bien con la escena. Hay que identificarse, y por primera vez en todas estas horas, la manga de bosteros recuerda que los seres humanos tienen nombre, incluso ellos. Por un momento se recupera la razón que están yendo a perder, porque si el hincha se mueve largas distancias detrás de su equipo es para enajenarse, para dejar de ser un sujeto y poder flotar como una partícula en la polvareda de la felicidad.
En la estación de ómnibus de Foz de Iguazú se expanden el azul y el amarillo. Hay termos, camisetas, buzos, gorras de Boca moviéndose en una diáspora de soberanía. Las características personales no pueden ser mas ricas en variantes. Acá una adolescente con su padre, y allá una pareja de jóvenes enamorados (de Boca). Más allá, los ejemplares de cancha que llamaremos “tapones”, morochos de gran resistencia a las batallas físicas que habitualmente patrullan los suburbios de la Bombonera, cubiertos hasta los tobillos con los camperones oficiales al modo de Neo, de Matrix.
Al lado de los “tapones”, instalando un clima de tensa calma (la calma anterior al bombardeo), están los “tanques”. Más diplomáticos que aquellos, menos torvos, con grupos musculares florecidos con dedicación en el gimnasio y las tiendas de anabólicos, son una referencia de protección para la familia boquense. El “tapón” es vanguardia, y el “tanque” es guerrero de elite. Otra de las distinciones es de orden dinámico: el “tapón”, va y viene. El “tanque”, está.
Pasan las horas. Mejor dicho, las horas no pasan, y al ritmo de espera que vamos, no van a pasar nunca. Faltan tres horas para que salga el coche-cama a Río de Janeiro. Estamos en la calamidad de la pausa. Un hincha de los caracterizados pone dos reales para disfrutar del baño privado de la estación. Gira el molinete. Pasa. Se sienta en un lujoso inodoro emparedado de mármoles africanos. Un testigo, circunstancialmente en el habitáculo contiguo, cuenta a elDiarioAR los detalles de la descarga.
El hincha hizo la fuerza que hay que hacer. Hasta ahí, lo predecible. A partir de ahora, el valor agregado: dijo “Uf!”, dijo “¡Agh!”, y luego de unos segundos de respiración contenida en los que ocurrió el deslizamiento, dijo: “¡Fiesta!”, y luego :“¡Boca, Boca, Boca!”. Valga el testimonio, de muy buena fuente, para dar fe de la intensidad monomaníaca con la que se viven estas aventuras.
El “busdream” de la empresa Noreste es una nave espectacular. Quizás un poquito parecida a un telo con sus racimos de leds de colores que produce flashes de LSD y los espejos en las puertas (decisión despiadada del decorador de interiores), lo que no le impide seguir siendo un Invictus de Scania de última generación. Las camas no tienen competencia. Se flota en ella, mientras se sueña con La Séptima. Cada tanto, una escala, y otra y otra más. “Tanques” y “tapones” comparten cerveza y tabaco en la mañana brasilera. ¿Marihuana? No, no, nada que ver.
Y de golpe, primero la sensación, y de inmediato la certidumbre, de que en el lujo del “busdream”, la realidad es la del asentamiento y la ranchada. Imaginemos a 50 personas en un monoambiente con un solo baño (sin ducha), durante 24 horas. Imaginemos como burgueses asustados los propósitos de los encuentros de ese tipo, en los que lo más importante es que no se puede no estar.
Pero “esto es Boca”, y se está viviendo la mejor experiencia del mundo, que es la de las vísperas.
Pasa Campinhas, pasa (como las horas, no termina de pasar) San Pablo. Y llega Río de Janeiro, la ciudad que es otra cosa, plagadas de seres humanos llamados cariocas que nacieron para vivir la vida. Los pasajeros despiertan de la catatonia y el primer recuerdo, el resto diurno fijo, es el de una gallina, la misteriosa ave que nació para no volar: “Te queré' matár, che gallina vigilante saludá a papá”.
JJB