OPINION

Brillá con la nuestra

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Terminaron los Juegos Olímpicos. Como siempre, fue un espectáculo formidable. Millones de personas en todo el mundo siguieron las proezas: velocidades increíbles, saltos sorprendentes, acrobacias deslumbrantes, estrategias de equipo brillantes, rendimientos que parecen sobrehumanos. Los atletas llevan al límite las posibilidades de la especie. Nos fascinan sus logros porque de alguna manera son los de todos; nos muestran de lo que somos capaces. Todos seguimos además el medallero, como si allí se jugara además algo de lo que vale cada país, un ranking del orgullo nacional. ¿O no lo mirábamos cada día por eso? De algún modo, un oro de un compatriota es un oro para todos. Nos enorgullecimos esta vez con el «maligno» Torres Gil, como antes con la «peque» Pareto y con tantos otros. Verlos brillar nos trajo felicidad a todos.

Llama la atención, en un mundo regido por el interés económico, que todo este despliegue todavía se salga bastante de su lógica. Obviamente se mueve mucho dinero allí. A lo que me refiero es a que todo se sostiene en última instancia porque hay miles de personas que participan sin estar motivadas por la expectativa de alguna ganancia monetaria. La organización de los Juegos, como siempre, estuvo a cargo de un Estado (esta vez el francés) y por el Comité Olímpico Internacional, una federación deportiva sin fines de lucro. Pero lo más notable es que la abrumadora mayoría de los atletas que compiten no lo hacen como medio de vida ni ganan dinero con ello. De los que ganaron medallas esta vez, muy pocos recibieron algún premio en dinero, en general de manos de otras entidades sin fines de lucro (sus Estados o federaciones de origen). Solo un puñado de los atletas más famosos recibe sponsoreo de empresas privadas. Pero incluso ellos, como casi todos los demás, llegaron a ese lugar de alto rendimiento autofinanciándose con salarios que obtienen trabajando de otra cosa o gracias al apoyo o las becas estatales (como lo tuvieron Pareto y Torres Gil). En el proyecto de vida de ser un gran atleta, el dinero no es el incentivo. Buscan en cambio la adrenalina, el desafío personal, la gloria propia o de su país, ser una leyenda, superar una marca.   

La emoción de las Olimpíadas nos recuerda cuánto de lo que hacemos y valoramos no tiene fines de lucro, ni es comercializable, ni existe gracias al mercado. Podría hacerse extensivo a todos los órdenes de la vida. Lo hizo notar hace poco Martha Argerich, una de las mejores pianistas de todos los tiempos, orgullo de la Argentina, cuando reaccionó en contra de los recortes de Milei en cultura. Como nos recordó a todos, sin el apoyo que ella recibió de jovencita por parte del Estado argentino no habría accedido a la formación musical que hoy le permite brillar en el mundo. En sus palabras, “Si el Estado no apoya y contribuye a la cultura, el futuro es realmente peligroso”. Sabe lo que dice.

Si dependiese del mercado y del afán de lucro, no tendríamos pianistas de su talla, ni peques ni malignos. De hecho, no tendríamos música clásica, ni ópera, ni ballet, ni un teatro como el Colón, ni museos, que serían insustentables si dependiesen solamente de fondos privados o de lo que obtienen vendiendo entradas. Tampoco tendríamos ciencia básica, que en nuestro país, como en todos los demás, desarrollan las universidades y agencias estatales, porque los privados sencillamente no están interesados en poner su capital en proyectos de largo plazo y rentabilidad no asegurada. Sin esa inversión que hacemos colectivamente como sociedad, no habría oceanógrafos, ni físicos teóricos, ni especialistas de muchas otras disciplinas indispensables. Tampoco libros de historia, ni de antropología, ni de filosofía.  Todo viene “de la nuestra”, de la que decidimos asignar colectivamente para que existan bienes y labores que el mercado no valora.

Y esto no tiene que ver solamente con los “lujos” de tener deportes de élite, alta cultura o ciencia de punta. Sin gente que decide dedicar su vida a otras cosas, antes que a ganar dinero, no habría medicamentos, la mayoría de los cuales no los inventan las empresas, sino científicos en laboratorios universitarios. No tendríamos siquiera escuelas donde los niños aprendan a leer si no hubiese toda esa gente cuyo proyecto de vida no es hacer guita, sino enseñar algo a los demás a cambio de un salario malísimo, pero con la recompensa invalorable de ver crecer y desarrollarse cada día a los niños gracias a sus esmeros.  Todo eso sale también “de la nuestra”: de nuestro esfuerzo personal para servir a los demás y de los fondos públicos que decidimos, como sociedad, asignar. 

Vivimos una época de enorme embrutecimiento, en la que cada vez más nos imponen, como verdad revelada, que hacer dinero es el único proyecto de vida posible, que quien no recibe billetes vendiendo algo en el sector privado no hace nada útil, que quien no valida su vida en el mercado no es nadie y lo que hace carece de valor. Gente sin el menor conocimiento de cómo funciona el mundo real, cree y hace creer a otros el absurdo de que la riqueza la genera solamente “el sector privado” y que todo lo demás vive de eso. Que si tu ingreso no viene de allí, entonces estás viviendo como un parásito de dineros que generan otros. Que todo lo que uno quiera o necesite debe procurárselo “con la suya”. Solamente con la suya. Y que, incluso, uno tiene derecho, individualmente, a retirar “la suya” del Estado, dejar de pagar impuestos, si ese dinero no va a donde a uno le parece que debe ir. 

Es necesario recordar, en estos tiempos embrutecidos, cosas elementales: que la riqueza no la genera solamente el sector privado porque no podría siquiera funcionar sin los trabajos que aporta el sector público; que los impuestos los pagamos todos, tanto los que trabajan en el sector privado como en el público; que en Argentina, además, el Estado se financia sobre todo de impuestos regresivos como el IVA, que pagan proporcionalmente más los pobres que los ricos; que los empresarios gozan de subsidios estatales gigantescos y además tienen mil maneras de evadir sus impuestos. 

Pero, además, es necesario recordar que no habría un mundo que valga la pena ser vivido sin todas esas actividades que no apuntan a engordar la billetera propia y que no se financian a través del mercado, sino de los clubes y asociaciones sin fines de lucro, del Estado, de las universidades, de fundaciones, de las galerías y museos, de los conservatorios y teatros independientes o de organismos internacionales. 

Lamentablemente, vivimos en un sistema social que premia desmesuradamente a gente que a veces trabaja muy poco, vive de rentas, de sus contactos, de la especulación o parasitariamente del trabajo de los demás. Pero, así y todo, también hemos decidido que parte de la riqueza que generamos la gestione el Estado o entidades sin fines de lucro, para atender a todo eso que al mercado no le interesa, pero sí nos interesa a los seres humanos. Hemos decidido que, además de “la mía” y “la tuya”, exista también “la nuestra”. El semillero de lo mejor de la vida civilizada se financia desde allí.

Así que si sos una persona verdaderamente ambiciosa, si dedicar tu vida a tener plata te sabe a poco o simplemente no te interesa, si tu proyecto de vida es ser maestro, profesora, bailarín, saxofonista, actriz de teatro, cineasta, o saltar en garrocha más alto que nadie, o pasar doce horas al día en un microscopio, o excavando en un sitio arqueológico, o estudiando las leyes para proteger mejor los derechos de los débiles, o cocinando en una olla popular porque no aguantás saber que hay gente que pasa hambre, o gestionando la vida colectiva desde la función pública y lo hacés bien, hacelo con orgullo. Porque lo bueno del mundo depende también (y sobre todo) de vos y de tu trabajo.

Y si tenés la posibilidad, como la tuvieron Marta Argerich, la peque Pareto o el maligno, brillá. Brillá con la nuestra, que nos vas a dar una alegría. 

EA/DTC