Y DESPUÉS ES AHORA — Opinión

El callejón de los deseos

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Esta semana fui a ver a una amiga al teatro. A la salida comentamos la obra, su actuación. Cuenta que hace un par de semanas la vino a ver actuar su hijo mayor. Que cuando empezó la obra con una mujer hablando por teléfono, el hijo estaba seguro de que era una señora que de verdad resolvía algo en el escenario. Hasta que ve actuar también a su mamá y entiende que no, que del otro lado de ese teléfono no hay nadie, que esa señora estaba hablando sola, que hacía como si, que estaba actuando; descubre, en fin, la ficción. 

Es probable que ese mismo niño a sus once años haya visto infinidad de películas ya. Sabe entonces que eso que está viendo no es cierto, que no sucedió, que hacen como si todas esas cosas: hablar, amar, matar, morir. Pero va al teatro donde una señora camina por el espacio con un teléfono inalámbrico en la mano y compra, y cree y dice: esto sí, esto sucede, yo lo estoy viendo, no hay una cámara, está esta señora, estoy yo, esto está sucediendo en este mundo, en el nuestro, en el real, esto es.

La primera vez que fui a ese teatro tenía casi diez años más que Pedro pero dudo que haya sido mucho menor mi conmoción. La primera vez que fui al entonces Callejón de los Deseos fui a ver Máquina Hamlet, del Periférico de Objetos. Por supuesto no tenía la menor idea de quién era Heiner Müller y tampoco tenía tan en claro qué era eso que iba a ver, ni siquiera sé si pensaba en términos de autor y director, seguramente menos de autor que de director. Las películas que había visto hasta entonces las había visto como historias que existían y eran contadas, por actores que conocía o no, pero que alguien las hubiera dirigido o incluso escrito, era algo que no me había detenido a pensar. En los libros eso siempre me había resultado más fácil y brindado con eso de que fuera uno solo, un nombre sobre la tapa, ni siquiera el del traductor. Acaso habrá sido por esa misma época en la que empecé a formarme como actriz al mismo tiempo que como espectadora, que empecé a pensar en términos de autoría, de mirada, de quién es quién y quién hace qué, en términos de lenguajes y estéticas. No sé si entendí algo de lo que pasaba en Máquina Hamlet. Es probable que del Hamlet mismo de Shakespeare no supiera más que el ser o no ser, esa es la cuestión, de un joven con una calavera en la mano. Pero aún sin eso el fenómeno teatral, desde la entrada y la espera en ese pasillo, marcó un camino de ida para mí, un punto de no retorno. Recuerdo de esa primera vez a Alicia y Azucena en el entonces bar del Callejón, pasando un trapo, atendiendo a la gente, hablando entre ellas, discutiendo, esas mujeres de negro que llevaban eso adelante, se las veía aguerridas, daba un poco de miedo hablarles. También había gatos en ese teatro, y una niña. Alicia y su hija Nina vivían por encima de la sala del teatro, en una vivienda de casa en el árbol, con pasadizos, suspendida entre las plantas y sobre los espectadores. A veces, mientras una esperaba en ese pasillo para ver una función, aparecía Nina espectral, con un gato en brazos, sus ojos gigantes y su cabeza llena de rulos, buscando a su mamá.

Ayer cuando entré, después de tantos años, mucho acudió. Dirigí mi primera obra en el Callejón de los Deseos, después de haber actuado también en el Callejón de los Deseos. Cuando actuaba en el Callejón de los Deseos me daba mucho vértigo todo porque en ese momento los camarines estaban suspendidos por encima del escenario y no tenían baño y para ir al baño había que usar el del público es decir que a veces se daba la situación justo antes de la función de compartir la cola para el baño con el público, enfundada en un tapado para que no se revelara del todo el vestuario antes de tiempo, a medio camino entre la actriz y el personaje ficcional. Ese momento me parecía particularmente traumático, el de tener que atravesar la cola de espectadores para ir a hacer cola en el baño, saludar a algún conocidx que había venido a verme, maquillada, en la cola del baño, hola qué tal. 

Unos años después de haber actuado en el Callejón de los Deseos presenté mi primera obra como directora y lxs programadores de ese momento me dieron una oportunidad. Estrenamos entonces en ese espacio soñado y cargado de capital simbólico una obra con textos de Viel Temperley con un grupo de compañerxs y amigxs del taller de Pompeyo Audivert. Ellxs me habían dado el voto de confianza de dirigirles, el Callejón la posibilidad de hacerlo ahí.

Hice siete obras en el Callejón de los Deseos, dos como actriz y cinco como autora y directora. Alicia la de los pasillos y la casa en el árbol pasó a ser la escenógrafa de las obras y una amiga. También en el Callejón conocí a Matías Sendón que hizo las luces y también el espacio de varias de nuestras obras. Era una fábrica originalmente el galpón que aloja el teatro, ahí aprendí a verlo y hacerlo como un verdadero oficio: ver, observar, intentar, ensayar, errar, acertar, hacer. No puedo no concebir al teatro en todos sus rubros como un verdadero oficio que sólo se pone a prueba y se transita en el teatro mismo: ni en una mesa, ni en un aula, ni en un taller. Y no porque esas instancias no sean importantes o acaso necesarias pero la instancia definitiva es el ensayo, la sala y el encuentro con el público, con el que mira y esa formación, la del oficio, la del que hace con las manos, la del que piensa y decide y acierta o se equivoca, la del que hace en fin.

Ayer, mientras veía la obra, recordaba cuando escribía pensando en esas paredes, en esas vigas, en esas escaleras. Ese espacio era parte del imaginario de escritura, trabajaba con esa limitación, como posibilidad, con ese corsetito a la imaginación.

En algún momento todo peligró: los dueños de la propiedad necesitaban venderla, Alicia debía abandonar la casa en el árbol, el teatro corría peligro de extinción. Tuvimos pánico en ese momento los que teníamos un vínculo con el Callejón, que fuimos muchísimos a lo largo de los años. Y finalmente el Callejón pudo conjurar uno más de sus deseos, el de seguir siendo una sala de teatro, en manos de Javier Daulte, uno de los directores que supo darle su brillo y prestigio a lo largo de los años.

Anoche, probablemente bajo el influjo de la escritura de esta columna, sueño que actúo en el teatro. No se trata del Callejón en mi sueño sino de uno más grande, a la italiana, de escenario, telón y butacas. Somos varixs los que actuamos pero la escena inicial está a cargo de Juan Leyrado y de mí. Hago de su hija, salimos a escena, manipulamos una valija vieja de la que sacamos un par de botas tejanas, cada uno se pone una. Pero no empezamos con el texto sino que improvisamos. Es un pequeño lujo que nos damos, un prólogo humorístico antes de lanzarnos a la obra propiamente dicha. Soy tomada por el frenesí de la mirada del público. Intento acomodar el volumen de mi voz porque llevamos micrófonos y estoy gritando como si no los tuviéramos. Suena el despertador tempranísimo de llevar al niño a la escuela y siento como si unos brazos me arrancaran con violencia de ese escenario al presente de mi cama. Me arrancan del entramado de los sueños, del de la actuación. 

¿Por qué será que en el imaginario cultural el cine es aceptado como más parecido a la realidad que el teatro, cuando en el teatro se trata casi solo de la dimensión humana? ¿Por qué es más difícil creer o aceptar la convención cuando el otro ser humano está efectivamente ahí? ¿Qué hace que todo ese artificio del cine sea más fácilmente aceptado como lenguaje? ¿Por qué es tan incómodo y demandante el evento teatral? ¿Cómo es que en algún momento el cine se instaló como más parecido a la vida en el mundo, con todo su artificio a cuestas? Yo no lo sé. Pero sí sé que cada vez que me asomo al ritual teatral en el teatro y acepto esa convención,  la del que encarna, la del que especta, el mundo de afuera todo se abisma y esa señora que habla al teléfono es todas las señoras que hablaron, hablan y hablarán por teléfono alguna vez.

RP