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PURA ESPUMA

La droga del encuentro

Escena de "Queer", dirigida por Luca Guadagnino.
5 de enero de 2025 00:07 h

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William Burroughs tardó unos meses de 1952 en escribir la primera versión de su segunda novela, Queer, y treinta y tres años en decidirse a publicarla luego de la venta del original mecanografiado en seis tipos de papel diferentes a un coleccionista de Liechtenstein, de la providencial intervención de la Biblioteca Pública de Nueva York para recuperarlo y de los U$S 100 mil que puso en 1985 el agente Andrew Wylie, alias El Chacal, para hacerle más llevadero el costo material de la tercera edad. Es lo que cuenta en Oliver Harris en su extenso prólogo a la edición de Anagrama de 2009.  

En esos meses de 1952, Burroughs compartía casa y máquina de escribir con Jack Kerouac, había vuelto al pichicateo regular de heroína, y estaba corrigiendo su primera novela para Ace Books, Yonki. a la que engordó con pasajes que estaba escribiendo para Queer, cuyo proyecto la editorial rechazó de entrada.

También se presentaba todos los lunes a la mañana a la guardia de la cárcel de Lecumberri para dar prueba de vida y permanencia obligada en México D.F., mientras se defendía en la justica de haber matado de un balazo a su mujer, Joan Vollmer, a pocos metros de donde estaban el hijo de ambos, el pequeño William Burroughs Jr., de cuatro años, y el estudiante norteamericano Lewis Marker, de veintiuno, al que Burroughs empezaba a acosar.

Al parecer (esta versión fue y vino muchas veces), el matrimonio estaba drogado y borracho, para variar, Burroughs disparó el arma contra un vaso apoyado en la cabeza de Vollmer y le falló la puntería, más no el inconsciente, como le reconoció mucho tiempo después a Allen Ginsberg. Y así fue como se escribió con sangre una de las grandes escenas malditas de la historia de la literatura, de cuyos protagonistas es fácil determinar quién arriesgó todo y quién se aseguró la supervivencia jugando a la ruleta rusa con una cabeza prestada.

Durante la escritura de Queer, Burroughs convivió con dos pesadillas: el fantasma de Vollmer, “que locamente sigue viviendo y vibrando dentro de él”, según Kerouac; y “el dolor lacerante del deseo ilimitado” por Marker. A la adicción a la heroína, más que una pesadilla, quizás sea mejor considerarla una herramienta del surrealismo químico, aquello que le da de entrada a la obra de Burroughs un registro perceptivo cercano a la imaginación de Luis Buñuel y a las experiencias vitales de Jean Cocteau, que vio en el opio “una euforia superior a la de la salud”. 

Cuando se publicó Queer, Burroughs quiso bajarle el precio catalogándola como “un viaje, la forma más antigua de la novela, que se remonta a Petronio”, pionero de la literatura de peripecias homosexuales. Pero cuando la escribió fue el diario de su deseo desesperado por Marker, que ya había regresado a su pueblo, Jacksonville, en enero de 1952 y no le contestaba las cartas, sin que esa deserción tajante dejara de abrigar esperanzas de amor eterno en Burroughs, razón por la que nunca terminó la novela, ni imaginó su final: “Quizá el final no haya ocurrido todavía”.

“Escribí Queer para Marker”, dijo Burroughs. Le faltó decir: para tenerlo cautivo en un libro que no pudo cerrar durante treinta y tres años y que una vez que lo hizo fue, paradójicamente, para abrirlo.

Marker es su inspiración, su personaje y su lector; y el motivo de la fascinación de Burroughs, la “razón” de la locura de su amor, consiste en la necesidad desesperada de entrar en él, nadar como quien dice en el interior de Marker quien, para probar el comportamiento un poco animal y también un poco cósmico del objeto deseado, lo tiene “ahí”.

La adaptación cinematográfica de Queer realizada por Luca Guadagnino tiene el mérito, incluso la delicadeza, de leer la novela de Burroughs bajo un estricto sentido de comprensión. Adapta la novela para entenderla, un gesto mil veces más artístico que el de imponerse sobre ella. Y para que esa relación entre el texto original (totalmente manipulado entre 1952 y 1985, a tal punto que se recuperan escenas “prestadas” a Yonqui) y la película puedan encontrarse, Guadagnino va dejando de lado los impactos superfluos del burrouhgsismo. Nada de volver a enchufar la máquina de humo para que vuelvan los “gestos” espectaculares del autor, desde los aspectos sobreanecdóticos de su vida hasta la pesadez del cut up, ese sampleo de la lengua un poco bobo que ni siquiera inventó él.

Lo que Guadagnino intenta conservar bajo el régimen de belleza visual “impura” que es su marca, es lo que queda de literatura en Burroughs, lo que no se va: el lecho del río por el que corre la aventura. Para detectar allí dos dramas. El primero, el de la literatura propiamente dicha, que un escritor “de la vida” como Burroughs no podía no sentir: escribir de verdad (bien o mal: eso no importa) es un problema. Mientras escribe Queer, le dice a Allen Ginsberg: “«La escritura siempre debe ser un intento. La Cosa misma, el proceso en el nivel subverbal, siempre elude al escritor. Todavía no existe un medio adecuado para mí, a menos que lo invente”.

El segundo drama, el dramón (del que el primero es quizás el efecto), que no es literario ni cinematográfico sino vital, sucede por seguir la pista del deseo, sea para vivirlo o para escribirlo. El deseo opera en el agua, se escurre de la vista y hasta de la memoria, y vuelve cuando quiere; es un vapor, una sombra y, sin embargo, es algo. Algo espectral que Guadagnino representa de manera alucinada como una transparencia en movimiento: el alma que sale del cuerpo. Es la voluntad infructuosa de tocar algo, de llegar a algún lado, que deja el impulso -siempre insuficiente, por grande que sea- a mitad de camino. Si algo dice la película de Guadagnino sobre el deseo es que, como la flecha del tiempo, nunca da en la diana.

A ese recurso de sombras fantasmales propias del arte alucinatorio de Burroughs, en el que el lenguaje silencioso que habla es menos una imagen que un idioma de luces que se deprenden de ella o van a ella (como si el deseo, imposible de ser materializado, no pudiese aspirar a otra cosa que vivir como idea), se le agrega la “fusión”. Desear desesperadamente como lo hace el delegado de Burroughs en la novela, llamado William Lee, consiste en querer integrarse a la persona amada a nivel molecular.

Guadagnino les hace bailar a Daniel Craig (la extraordinaria bestia dramática que absorbe juntos hasta dejarlos secos a Burroughs y a Lee) y a Drew Starkey, avatar de Marker bajo el nombre de Eugene Allerton, una danza de penetración mental y carnal mutua, en la que la consecuente fusión de almas pone en ridículo los encuentros sexuales hardcore que los protagonistas han venido teniendo. Por algo Lee se pone pesado para obtener el yagé, la falopa orgánica que sale a buscar al Ecuador arrastrando a Allerton. No le interesan las drogas sino la telepatía, que es el arte -o la naturaleza- de la revelación sin lenguaje. Eso es lo que nos hace falta a cambio de hablar sin sentido. Porque, como dice Burroughs en el prólogo a Yonqui: “No existe clave, no hay secreto que el otro tenga y que pueda comunicar”.

Luca Guadagnino, sin temor de condescender a lo que la literatura de Burroughs tiene de “anormal”, ni a perderse en los saltos típicos de un novelista que hizo de la imposibilidad de experimentar la continuidad una vanguardia, encausa todos los relieves de Queer, que son muchos, hacia el presentimiento de que el tema de Burroughs no es el rencor contra el lenguaje, ni las drogas, ni las armas, ni el espinel de textos sobre el deseo homosexual y su contención. Es, y se diría que lo es casi exclusivamente, la soledad y, por añadidura, el temor a la soledad y la búsqueda llamémosle heroinómana de compañía.

La película sabe encontrar, comprender y componer dramáticamente esa necesidad disfrazada de dandismo. Es una película que lee. Una prueba de esto, entre muchas, sucede cuando lo vemos a Daniel Craig en un largo travelling, desplazándose en cámara lenta, sabio para caminar si pudiera caber el concepto. De fondo, o mejor dicho adentro del espectador, se oye Come as your are, de Nirvana. Se llame uno Craig, Burroughs o Guadagnino, lo que vemos es que todo el mundo está en esa escena en la que la soledad sale a fundirse con la compañía.     

JJB/MF

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