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ENSAYO GENERAL

La bestia invisible

Léa Seydoux, protagonista de "La bestia".
5 de enero de 2025 00:07 h

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Es difícil escribir sobre ciencia ficción (sobre todo, sobre películas de ciencia ficción) sin hacer parecer los textos más aburridos de lo que son. Cualquier descripción de una obra de arte (y cuando una es columnista tiene que ir perfeccionándola en el arte de hacerlas, resumir una trama de manera tal que el lector que no leyó el libro pueda disfrutar de la columna) corre el riesgo de referirse solo a los temas, de hacer ver a la obra mucho más bajalínea de lo que es: pero es peor con la ciencia ficción, porque encima, en el centro de las películas sci-fi suelen estar las ansiedades más extendidas del presente.

Es por eso, también, que la poca ciencia ficción que miro tiende a ser de otras épocas. Las obsesiones de Solaris me abren un poco el horizonte; las de Black Mirror, en cambio, siempre hablan de lo mismo de lo que están hablando todos en Twitter. Todo esto para decir que La bestia (2023), una producción francocanadiense de Bertrand Bonello con protagónico de Léa Seydoux que acaba de llegar a MUBI, es una película de ciencia ficción que habla de lo mismo de lo que está hablando todo el mundo en Twitter, pero lo hace con tantos recursos y sutilezas que da la sensación de aportar algo que no pueden dar las noticias.

El “tema”, para salir de eso rápido, es la inteligencia artificial y lo que su expansión puede implicar para las interacciones humanas. Hay tres tiempos en la película: el presente está situado en 2044, y Gabrielle (Léa Seydoux) tiene problemas para buscar trabajo. En este futuro cercano que ella habita, la seguridad del mundo está garantizada por haber eliminado las chances de que personas poseídas por el miedo o la ira tomen decisiones importantes. Por eso, para tener un puesto relevante en cualquier organización, hay que atravesar un proceso de “purificación” que no te borra la memoria, pero sí la memoria emotiva.

El procedimiento hace al sujeto pasar revista de sus vidas pasadas hasta que ya no tenga relación con ellas. No sé si es intencional la parodia, pero me divirtió el hecho de que escuchado a muchos terapeutas modernos post psicoanalíticos hablar en términos muy similares: la idea de la “purificación” parece ser que una pueda luego pasar por los momentos más dolorosos de su vida sin sentir nada. Esa sería la prueba definitiva de que tus emociones ya no te dominan, como si te hubieras convertido una cruza de cyborg con maestro zen.

Gabrielle no quiere purificarse y quedarse sin sus emociones, y por eso está condenada a hacer los trabajos más tediosos que existen; pero está cansada, y finalmente decide probar. En el proceso se cruza con otro joven, Louis (George MacKay), que también tiene dudas. Iremos entendiendo que Gabrielle y Louis se encontraron al menos en otras dos vidas: en el siglo XIX, cuando ella era una pianista casada con un fabricante de muñecas y él un muchacho misterioso que la cortejaba, y en el año 2014, cuando ella era una actriz desempleada cuidando una casa enorme en Los Ángeles y él un youtuber incel con hambre de venganza contra las rubias losangelinas.

Paradójicamente, o no, creo que le da a La bestia una frescura a la que ninguna franquicia podría aspirar es su relación con “La bestia en la jungla” de Henry James. El cuento está protagonizado por una pareja, también, pero aquí el protagonista es el hombre: John Marcher es una suerte de célibe paranoico, que piensa que no debe casarse porque está convencido de que un mal desconocido lo acecha como una bestia en la jungla; no puede enamorarse, entonces, porque condenaría a su esposa a sufrir esa tragedia que él no sabe cuál es, pero eventualmente llegará. Acercándose al final de su vida (supongo que se puede spoilear un relato de más de cien años) entiende que ese mal que tanto temía terminó siendo autoinflingido: lo más grave que le pasó fue haberse quedado, por miedo, paralizado y sin amor.

Es una excelente parábola para nuestra época, en la que tantos problemas sociales (fundamentalmente uno muy comentado: la dificultad de millennials y centennials para hacerse adultos) se relacionan no solo con factores económicos, sino también con un miedo crónico a lo terrible que podría ser tomar una decisión sobre algo y luego tener que hacerse cargo de eso; miedo basado, en una glorificación de la seguridad que nos enseñaron desde chicos y que nos volvió prácticamente incapaces de tomar riesgos, combinado con el FOMO como modo de vida. Entre el miedo a tener que hacerse cargo de una decisión y el terror a perderse de todas las otras cosas que uno no ha elegido, todos estamos un poco como John Marcher, cuidándonos de una bestia invisible sin darnos cuenta de que efectivamente existe, y es el tiempo.

Es una buena parábola, también, para el género que elige la película, la ciencia ficción, que últimamente está más que nunca basado en la fijación de que la humanidad está autodestruyéndose. Me interesó mucho más esta veta antiparanoica de la película que su relato paranoico sobre un mundo que se extirpa las emociones, aunque en el fondo creo que hay algo bello, interesante e inteligente en la insistencia de esta película tan fragmentada de entretejer ambas narrativas. Porque las dos cosas parecen ser ciertas, y en su convivencia se cifra nuestra desgracia: es verdad que una parte del desarrollo del mundo se está orientando a prescindir de las formas de la inteligencia humana que no sirven para vender nada, y es igualmente claro que dedicar todos los esfuerzos del arte y el pensamiento a reflexionar sobre esa tragedia en lugar de intentar construir otros relatos nos está aplanando y atrofiando, como una bestia invisible que da pisadas gigantes. 

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