Y un día somos invitados a la casa de José. Pero José no estaba. Nos había dejado las indicaciones para que podamos habitar su casa sin problemas: la contraseña del candado para abrir el portón, el escondite de la llave en el jardín, la contraseña para que nadie más que nosotros entrara a la casa de José.
Ya habíamos estado en la casa de José, que en realidad no es la casa de José en terminos legales, porque él la alquila. Pero rápidamente nos dimos cuenta de que alquile o no, siempre que uno visite la casa de José se encontrará en la casa de José, de la misma manera que ciertas personas le impregnan a la ropa un olor especial y le ponen a la comida un sabor particular. No se trata de la personalidad, esa hiedra que crece en torno a uno hasta asfixiarnos, sino algo parecido a la esencia: ahí queda la casa de José.
Las indicaciones son claras: pueden usar todo, incluso mi cama que está aún con las sábanas sucias. O pueden usar la cama que está en el entrepiso. Hagan lo que quieran. En la heladera hay comida. Escuchen los vinilos. Parensé a ver el atardecer sobre la galería. Comansé mi comida y usen las bicicletas, no dejen nada sin tocar, nada sin revisar. No es necesario que repongan nada. A diferencia de otras personas que te dicen que no hagas esto o aquello, que no uses esto o aquello, para José ser un anfrition es darlo todo, esté él o no.
Caminamos por la casa de José como si José estuviera. La casa de José es hermosa porque no está en ningún lado, no está sujeta a una normativa inmobiliaria. Y no envidio nada, porque me da alegría lo que José me dá. Puedo ver el placar con la puerta de vidrio donde se cuelgan unas camisas floridas, unas camperas usadas: todo me gusta porque no es mío y porque nunca lo va a ser.
En su libro Cripsis, Germán Carrasco cuenta la experiencia de vivir en una casa que no es la casa de José. El poema se llama Una casa ajena: “Una casa ajena es como una montaña./Nos cuidamos de no dejar rastro,/de tirar las cenizas y limpiar con papel higiénico/ la taza de water como si una divinidad/ fuera a ocuparla tras nosotros./Hablar poco para que no se caiga nada./Esperar a que coman primero los demás./Racionar la palabra. Hacerse invisible./ Pasar con cuidado cerca de un objeto que luce caro/ o que parece portar historias o recuerdos:/se podría caer como una roca volcánica/ sobre el que viene tras nosotros y noquearlo”.
Los gnósticos tenían esa perpetua sensación de no estar en casa. No podían creer que este mundo fuera todo lo que había para dar. Desde que nací hasta los dieciocho años viví en una casa que mis padres alquilaban. Era inmensa y vieja, repleta de recovecos. Mi padre nació en esa casa y yo también. La gente entraba por la ventana y siempre había olor a comida y la lluvia pegaba en los patios inmensos. Aprendí en ella a distinguir el paso de las estaciones. La casa me daba alegría y temor. Porque cualquiera podía irrumpir desde los techos hacia el patio y la puerta de calle –pesada, lenta– no tenía llave.
Durante las noches de calor, sacábamos los colchones al patio para dormir y mi mamá me decía señalando el cielo estrellado: allá va, allá va, qué, le decía yo: un satélite en el cielo.
Recuerdo el día que nos mudamos con todas las cosas que habíamos acumulado, los residuos de una larga saga familiar. No quería sacar una foto. Quería tener experiencia. Recorrí la casa vacía con el camión de mudanza palpitando en la puerta y la ausculté con mi emoción. Lo que para mis viejos era un logro –habían conseguido finalmente hacerse propietarios en otro lado– para mí era una pérdida irreparable. En esa casa habíamos sido nómades, ahora estábamos condenados a la repetición.
FC