Los lectores de domingos, a los que les gustan mezclar política, actualidad, historia, entretenimiento, argumentos, sofismas y discusión pública a la baja, sabrán que hay dos libros insignia a los que se recurre de manera automática para colgarse, por decirlo así, de las bolas del prestigio literario.
Son, claro que sí, 1984 (1949), de Georges Orwell, y El proceso (1925), de Franz Kafka, y la condición inevitable para que algunos políticos o periodistas con traje los citen en televisión es no haberlos leído, incluso no haberlos siquiera rozado.
Sin embargo, allí están ambas obras maestras (por supuesto, muchísimo más maestra la segunda que la primera, que es la más citada), disponibles para el sacrificio cuando alguien hace por enésima vez, a veces confundiendo uno de los libros no leídos con el otro, alguna alusión a la opresión del Estado sobre los ciudadanos, y a la confección y el uso arbitrario de las leyes por parte de sus mentores.
Tenemos, en ese matete, lo “orwelliano” y lo “kafkiano” más o menos a la carta. Y si un día, sea en LN+ o en el habitáculo en el que navega aislado del planeta Tierra Jony Viale, algún opinador salido del huevo del delirio llegara a confundir El proceso con Caperucita Roja, o 1984 con la Guía Telefónica, no pasará nada dado que, por lo que se ve, existe el derecho a citar un libro sin pasar antes por el deber de leerlo.
Vamos a tratar de no degradar otra vez esos libros que han sido recordados aquí para evitarlos. Intentaremos, en cambio, describir la nueva literatura de Estado que viene engordando. No ha de ser una tarea dificultosa, con tantos elementos a la vista, de los que se distingue con nitidez el objetivo principal. El nuevo Estado que, como nunca antes en la historia argentina, se cuece exclusivamente en los caldos mentales de su máximo representante, tiene como misión un verbo penal y religioso: castigar. O dos: castigar y castigar.
Por supuesto que el cliché “Estado presente” está, como todo cliché, engañosamente libre de ser explicado. Hay que inscribirlo en la categoría de sobreentendido. Es inútil e injusto negar la necesidad de existencia del Estado. ¿Por qué no va a existir el Estado? Sobre todo, si lo que se postula como su reemplazo es la nada. Pero el problema es el cliché. Razón por la cual realicé un focus group de cercanías. El laboratorio de consultas hizo una sola pregunta, cambiando la palabra “Estado” por “padre”: “¿Prefieren un padre presente o atento?”. El 100% de los consultados respondió con exaltación: “¡atento!”. Se entiende la tendencia. ¿Para qué ser pegajoso con la asistencia perfecta, tipo estorbo, pudiendo establecer relaciones de atención específica con la necesidad de quien la tenga?
Los grados del vínculo entre Estado y sociedad pueden variar en más/menos, pero debería haber algún acuerdo para poner a salvo su naturaleza. Darle funciones estrictas para monopolizar el castigo sobre amplios sectores de la sociedad que necesitan de su auxilio como del aire que respiran, le da a la época la novedosa aparición de una mazorca libertaria orientada a la persecución económica por vía del abandono.
Es una maldad de gestión cubierta por los polvos de la “batalla cultural”, esa antigualla que no osa decir su nombre por temor a que se descubra que no es ninguna batalla, ni es cultural. Consiste, sencillamente, en desplegar mantos de distracción teatrales, mintiendo en nombre de la verdad con las herramientas de la humillación tales como el desdén, el desprecio y el toreo, es decir mediante las bajezas auto celebradas típicas del complejo de inferioridad.
En los primeros diez meses de la presidencia de Javier Milei, se ejecutó un 98,2% menos del presupuesto en la Secretaría de Ciencia y Tecnología (variación interanual), un 73,6% en el Ministerio de Infraestructura, un 59,6% en la Secretaría de Niñez, Adolescencia y familia, un 52,1 % en la Secretaría de Educación y un 28,1% en la Secretaría de Salud. ¿Y la Secretaría de Inteligencia? Aumentó el 215,9% (¡Ah! ¡Soñé con Santiago Caputo! Yo estaba leyendo y este súper agente me daba vueltas alrededor, hasta que saqué los ojos del libro y le dije: “Estoy leyendo. ¿Qué querés?”. Pero siguió dándome vueltas como un moscardón, y hablándome en un idioma intrigante como el de Jorge Suspenso, el personaje de Diego Capusotto. Hasta que no lo aguanté más y lo eché).
El coro polifónico que le cantó su repertorio de desacuerdos a la ministra Sandra Pettovello en un micro de Aerolíneas Argentinas, equivale a una lectura social espontánea de cómo se ejecuta el presupuesto nacional. La pretensión enternecedora del gobierno de que Pettovello fue víctima de “violencia institucional” por esa serenata de a bordo, invocando el convenio 190 de la Organización Internacional del Trabajo que dice que “no se puede violentar a una persona en su ámbito de trabajo” (como si ella hubiera sido la chófer del micro), no es más que un nuevo aporte de la lógica libertaria al delirio de interpretación.
Lo que no se mueve de su sitio es la misión: hay que castigar y castigar. Por los medios que sean. Bombardeando las billeteras de los caballeros y las carteras de las damas de todo lo que sea clase media alta para abajo, creando un ambiente impregnado del Código Procesal Penal o “tirando ideas” para alimentar los escenarios del entretenimiento político con soluciones finales y griteríos.
Un caso reciente de una de estas ideas “tiradas” fue la visita electrizante de Florencia Arietto a TN, donde discutió con Ricardo Canaletti sobre el proyecto del gobierno nacional llamado “Manos a la obra”, para que los presos trabajen en las cárceles.
Arietto es una mujer que habla mucho, habla rápido, no para nunca de hablar. Y, sobre todo, habla sola, como para ella misma, sin considerar siquiera como fantasma a sus interlocutores. Ha de tener pulmones mutantes porque lo hace prácticamente sin respirar. Y en cada una de sus cruzadas justicieras, le hace el esquinazo al punto y aparte, instrumento indispensable en las conversaciones. Imaginen una cinta sin fin en acción. Esa es la figura de Arieto cuando habla.
Ese tipo de monstruosidad que consiste en hablar para bloquear, para no escuchar (y hacerse ver el guardarropa), es una monstruosidad qué solo puede darse en la televisión, donde “hablar” de esa manera es un valor.
En esta discusión, Canaletti le dijo que no se podía hacer trabajar a un detenido procesado no condenado. Las razones son obvias. ¡No está condenado! Y hasta podría ocurrir, como ocurre, que la prisión preventiva se extienda demasiado, o que el detenido procesado termine siendo inocente.
Pero Arietto, con sus modales masculinos ejercidos en el peor aspecto una vez que se desatan, maltrató a su interlocutor y confundió intencionadamente (porque boluda no es) a los detenidos sin condena con los culpables. Sólo se bajó un instante del pony de calesita en el que giraba enloquecida para decir: “No hay condena firme, por lo tanto, continua el principio de inocencia. Te lo tomo”. ¡Te lo tomo! Y, qué sé yo, por ahí hay que bancar un poco a las personas que tienen la cara como un pedal.
Lo importante para el gobierno de Milei y su ejército de personas que hablan solas es que haya continuidad en los castigos de Estado, con la única condición que sea de arriba hacia abajo. Y que no se queje nadie, porque los cornalitos tienen toda la libertad del mundo para compartir la Pelopincho con los tiburones. ¿Qué puede pasar? Habrá un docente menos acá, una universidad menos allá, un hospital menos más allá, un jubilado menos acullá, un negro menos un poco más adelante. ¿Y? ¿Qué tiene de malo?
JJB/MF