Opinión

Chile frente a su desafío constituyente: primer escalón hacia una sociedad mejor

En una Latinoamérica donde los derechos humanos están en riesgo por el peligroso avance de los discursos negacionistas y abolicionistas, el proceso de reforma constitucional en Chile emergió a lo largo de los últimos dos años como un contrafuego capaz de ofrecer una alternativa superadora para aquel país y toda la región. No obstante, a días del referéndum que consolidaría la legitimidad de la nueva Carta Magna, aquel fuego inicial parece a punto de extinguirse y con él, la esperanza de un proceso abierto y participativo crucial para las minorías, las mujeres, la justicia climática, los pueblos originarios y todas aquellas personas que sueñan con un mundo menos desigual.

Si bien desde Amnistía Internacional no tomamos posición en elecciones de personas para cargos específicos y siempre nos mantuvimos independientes de los partidos políticos, nuestra misión nos moviliza también a no desentendernos de cualquier proceso ciudadano que signifique una ampliación de derechos o, en su defecto, el riesgo de un grave retroceso. No podemos ser neutrales. No lo fuimos ante el referéndum sobre el matrimonio igualitario en Australia, en 2017, ni frente a la consulta por el aborto en Irlanda, en mayo de 2018. Tampoco lo podemos ser ahora en la conclusión de un mecanismo abierto y participativo que supo incorporar en los debates y decisiones de manera igualitaria a mujeres y grupos tradicionalmente discriminados y que se propone posicionar los derechos humanos como centro de un nuevo paradigma respecto al desarrollo económico, social, cultural y ambiental.

En total, fueron 359 días de trabajo durante los cuales 154 convencionales elegidos y elegidas especialmente para cumplir con esta tarea debatieron en comisiones y votaron en el pleno cada uno de los 388 artículos que forman parte de la propuesta de Constitución. Incluso, se aseguró la participación de una representación de las naciones aborígenes en 17 escaños reservados para ellas. La fisonomía final del texto define un nuevo Estado social y democrático de derecho, plurinacional, intercultural, regional y ecológico. Consolida una república solidaria a través de una democracia a la que cataloga como inclusiva y paritaria, basada en valores intrínsecos como la dignidad, la libertad, la igualdad sustantiva de los seres humanos y su relación indisoluble con la naturaleza.

Estos principios fundamentales se extienden a la totalidad del territorio y de los poderes que conforman el sistema republicano de Chile, estableciendo no solo una concepción vanguardista del vínculo entre Estado y comunidad sino también de las nuevas dinámicas sobre las cuales debe construirse la sociedad de las próximas generaciones. Pocos textos constitucionales reconocen con tanta fuerza los derechos humanos como lo hace la propuesta que la Convención Constitucional entregó a Chile.

Por eso, la nueva Constitución permitiría avanzar en el camino de mejorar las condiciones de vida de las grandes mayorías, así como reconocer la igualdad de oportunidades para las minorías de Chile en tanto se amplían y consolidan un vasto número de derechos frente a la opción vigente, una Carta Magna forjada en los hornos de la dictadura pinochetista bajo la forma de un decreto ley N°3.464, que fue enmendada –aunque nunca en su núcleo duro– por las sucesivas administraciones democráticas. Así y todo, todas las reformas no lograron subsanar abusos y precariedades que moldean a una de las sociedades más desiguales de la región.

De ahí que participar de este proceso de votación significa de por sí la posibilidad de celebrar la democracia y soñar con un Chile más justo, sin obstáculos que permitan avanzar en el ejercicio pleno de derechos, en especial, para las personas tradicionalmente discriminadas. Votar es fijar una posición frente a la injusticia. No podemos permanecer indiferentes cuando hay tanto en juego para las actuales y futuras generaciones.

 

Más y mejores derechos

El nuevo texto constitucional aborda una serie de derechos fundamentales de índole económica, social, cultural y ambiental relacionados con el acceso adecuado a la salud, a la vivienda, a la educación, a pensiones dignas, al trabajo, al agua, entre otros. Son factores que repercuten directamente en la vida cotidiana de las personas y abren el camino a mayores niveles de igualdad y justicia frente a la ausencia de muchos de estos derechos en la actualidad, sujetos a un Estado pasivo. La consecuencia es la cimentación de un país de privilegios para pocas personas.

La convención estableció que “la protección y garantía de los derechos humanos individuales y colectivos son el fundamento del Estado y orientan toda su actividad” y que, por ende, “es deber del Estado generar las condiciones necesarias y proveer los bienes y servicios para asegurar el igual goce de los derechos y la integración de las personas en la vida política, económica, social y cultural para su pleno desarrollo.”

En este sentido, el reconocimiento de los Mapuche, Aymara, Rapanui, Lickanantay, Quechua, Colla, Diaguita, Chango, Kawésqar, Yagán y Selk'nam como “pueblos y naciones indígenas preexistentes” que conforman el pueblo de Chile actúa como un reconocimiento largamente demorado pero al fin concretado. No es casual que sea la región de la Araucanía, donde radica la mayor parte de la población mapuche chilena, la porción de territorio que exhibe los mayores índices de pobreza. La discriminación y exclusión consecuente son las huellas de un Estado ausente.

La nueva Carta Magna habla, en cambio, de un Estado plurilingüe, que reconoce al castellano su rango de idioma oficial pero también contempla formalmente los idiomas indígenas “en sus territorios y en zonas de alta densidad poblacional de cada pueblo y nación indígena”. Lo mismo sucede con los emblemas nacionales que no cancelan los símbolos de las naciones indígenas. Y queda en manos del Estado promover su conocimiento, revitalización, valoración y respeto.

Asimismo, se incorpora el derecho a la vivienda, lo que comprende una responsabilidad del Estado en la distribución del suelo acorde a las necesidades de las personas, sin que entre en contradicción con el derecho a la propiedad, como afirman quienes resisten estos cambios. Abarca también el derecho a la salud física y mental como derecho humano fundamental que no debe estar sujeto a sesgo alguno por nivel de ingresos sino ser garantizado de manera universal.

Del mismo modo, el derecho a la seguridad social se piensa basado en los principios de universalidad, solidaridad, integralidad, unidad, igualdad, suficiencia, participación, sostenibilidad y oportunidad frente a un sistema de ahorro individual que reafirma las desigualdades imperantes entre las personas que más tienen y las que menos pueden. Una lógica egoísta que ha marcado el devenir de la pirámide social en Chile pero también en otras partes del mundo donde el Estado cumple un mero rol subsidiario. El sistema de seguridad social en el que se piensa es uno público, financiado a través de cotizaciones obligatorias y rentas generales de la Nación.

 

Una agenda novedosa

Otro punto novedoso en el proceso constituyente es el lugar reservado a la justicia climática como un eje rector del funcionamiento del Estado y su comunidad. La nueva Constitución presenta una mirada inédita en lo que refiere al reconocimiento de una crisis ambiental que debe ser subsanada a través de medidas preventivas y donde el Estado asume un rol imprescindible para asegurar el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación. Se trata de una condición irrenunciable para honrar el derecho a la salud y otros vinculados al bienestar físico y mental como el derecho a la educación y al trabajo y a un desarrollo pleno de todas las personas.

Por último, la nueva Constitución “promueve una sociedad donde mujeres, hombres, diversidades y disidencias sexuales y de género participen en condiciones de igualdad sustantiva, reconociendo que su representación efectiva es un principio y condición mínima para el ejercicio pleno y sustantivo de la democracia y la ciudadanía”. Y compele a los diversos órganos colegiados del Estado a integrarse de forma paritaria en su composición, así como adoptar “medidas para la representación de personas de género diverso a través de los mecanismos que establezca la ley”. Hasta la Justicia debe incorporar la perspectiva de género en sus fallos y su labor cotidiana.

Sin dudas, lo que ocurra el fin de semana no puede escindirse de la historia reciente de Chile y de cómo una masiva explosión de descontento popular inundó las calles en 2019, desafió la represión estatal y desató un tsunami que llevó al poder, dos años después, a una coalición alternativa a las fuerzas tradicionales. Pero las raíces de este proceso se hunden en capas mucho más profundas de la memoria trasandina y en las deudas latentes desde entonces. Gran parte de esas vulneraciones y desigualdades nutrieron la base de las sucesivas manifestaciones que explotaron, con menor fuego que en 2019, en diversos momentos de la historia.

Y nada de todo eso vale interpretarlo tampoco lejos de su contexto, una América latina que ha luchado —y lo sigue haciendo— en pos de agrandar la senda de los derechos humanos para todas las personas que la habitan, contra las resistencias de los sectores conservadores en sus múltiples formas. Por todo ello, de lo que se trata es, una y otra vez, de la misma pelea por cambiar un paradigma respecto a los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales que determinan nuestras condiciones de vida para volverlas dignas e inclusivas. El proceso constituyente en Chile definitivamente, no es la meta de llegada sino el primer escalón hacia una sociedad mejor.

Directora Ejecutiva de Amnistía Internacional Argentina