Escribo esto a contrarreloj de las vacaciones de mi hijo Ramón.
La semana pasada se fue de viaje con el padre y enfermé. No porque se haya ido, creo, sino simplemente porque pude. Estrené la obra, despedí al hijo, y me enfermé. Mucha organización. Venía subestimando una gripe y caí. Se me instaló una tos espantosa que sólo el nebulizador de una querida amiga y el descanso pudieron ablandar. Esta semana, entonces, me toca a mí. Hago vacaciones de mi propia vida informal para plegarme a la de Ramón y estar disponible. Hay un largo período de la vida adulta en la que la noción de vacaciones se suspende. En el mejor de los casos se viaja pero, ¿vacación? Menciono el concepto “vacaciones de invierno” a amigas de treinta y suena vintage, caprichoso. Nada cambia en sus vidas, en sus semanas, excepto si por alguna razón necesitaran desplazarse por la avenida Corrientes en el centro o tener la loca idea de acercarse a un cine de día. Cosa que también intentamos, fracasando rotundamente. No había una silla libre en ese patio de comidas ni mucho menos una butaca en el cine. O más bien sí, pero individuales en los costados y en la primera fila. No soy buena para sacar entradas con anticipación. De hecho choco con la computadora cada vez que quiere venderme la entrada, extraño a seres humanos detrás del vidrio.
Así que por nuestra parte bastante Parque Centenario, tampoco el Museo de Ciencias Naturales, al que de todos modos vamos varias veces por año, porque cola de dos cuadras o más.
Parque Centenario sí, con visita de amigos de Merlo, que en súbita adolescencia ya no quieren casi nada. Ramón se frustra y dice que se aburre.
Otra tarde, le da de comer a los pájaros junto al lago, tira el maíz a mis pies para que las aves me ataquen, corremos carreras, trepamos a un ombú, habitamos la calle hasta que el frío nos meta para adentro.
Ayer acudimos a una invitación particular en el Ecoparque, otro sitio detonado por la vacación. Recorriendo los pasillos recuerdo un sueño viejo en el que veía el parque, que antes era sencillamente el Zoológico, de lejos y el cuello de la jirafa sobresalía a la altura de los edificios. Ahora, justamente, necesitamos ubicar el sector de la jirafa, y recupero esa fantasía de ver el cuello sobresaliendo por encima de todo pero no es así, tan alta no es, o acaso sí, pero la tapan los árboles. En estos pasillos ahora la gente prácticamente acampa con sándwiches de milanesa y mate, y persigue a las maras, a las que insiste en llamar carpinchos.
Mi amiga Denise está construyendo un túnel en el sector de las jirafas en el ecoparque ex zoo, para que la gente pueda mirar a las jirafas sin asustarlas. Ese sector ahora mismo está cerrado al público porque las jirafas son muy sensibles, la gente las veía de muy cerca, y ellas se deprimían. Esto me cuenta Denise. Iban a construir una suerte de corredor verde cubierto de plantas y ella, que venía de trabajar con lodo y paja en una obra que se llamó Dendrita contraofertó este tipo de construcción y se la aprobaron. Así que ahora, con un equipo de trabajo que viene más que nada del mundo de las artes plásticas, construyen a diario ese túnel, con técnicas de hornero. Al lado las jirafas padre e hijo, Ciro y Badi, miran mientras se alimentan de tarros colgados a varios metros del suelo, desde su arena en la que conviven con avestruces y algunas maras, que son las que más poblaron el parque. A un par de metros, una pareja de hipopótamos descansa sus cuerpos gigantes en un galponcito mientras algunos humanos limpian su piletón de piedra. A través de una puerta sólo se adivina parte de esos cuerpos gigantes. Cada una de sus uñas es del tamaño de una naranja. Acá, por más eco que se llame ahora, conviven en metros animales de los biomas y continentes más variados, como si el clima no fuera un factor.
Denise entonces, aparte de su equipo de trabajo fijo, invita a amigxs a la minga, un trabajo comunitario por un fin en común, y a eso vamos a colaborar con nuestro mínimo grano de arena y entusiasmo con Ramón. Primero se prepara la mezcla con el lodo, arena y cemento, luego esa mezcla se une con paja y ese preparado todo junto se unta sobre las paredes del túnel, hechas de red de alambre. La mezcla se pisa con botas y luego se aplica en las paredes con guantecitos de latex. Es un trabajo minucioso y satisfactorio. Luego, se comparte el almuerzo en ronda, esta tarde de invierno al sol.
Esto me trae también la fantasía remota que tenía hace un par de años, a la hora de escolarizar a Ramón, que era la de que en lugar de que fuera todos los días a un mismo sitio con la misma gente de su misma edad a hacer más o menos siempre las mismas cosas, fuera por períodos de tiempo con distintas personas a distintos lugares, trabajos, oficios, que viera vidas distintas, y aprendiera directamente del hacer. Después fui más vaga y normativa y lo mandé a la escuela como cualquier hijo de vecino. Por eso de algún modo, incluso en las vacaciones, más que meternos en colas o cines hacinados, prefiero que participe o asista a otras vidas, modos de hacer: vino a ver la obra que estrené, va con su padre al taller, a ensayos, la minga en el ex zoo, una entrevista en el canal de la ciudad, los parques, las calles, visitas de amigos, lo que haya para hacer.
Leo ahora, buscando imágenes de las jirafas, que Badi no se llama Badi sino Buddy y es el padre. Y que a diferencia de otros animales, que fueron devueltos a sus hábitat naturales, las jirafas no podrán ser liberadas del cautiverio porque deben ser transportadas por vía terrestre y sus largos cuellos no pasan por debajo de los puentes de las autopistas. Suena ridículo y absurdo, pero así es. Y no pueden ser sedadas y dormidas porque tienen unos corazones muy débiles y podrían morir. Así que nada de libertad en el horizonte de estos animales de tamaño absurdo como para vivir a metros de una avenida y entre edificios y muy poco de libertad para nosotros también, encorsetados en la rutina de todos los días al mismo lugar con la misma gente a aprender parecido o igual, como si vivir debiera parecerse más a quedarse quieto, que a recorrer.
RP