Escribo desde un departamento decorado en los 80's y nunca vuelto a decorar en la ciudad de Mar del Plata. Este sitio haría las delicias de una directora de arte que necesitara una reconstrucción de época: todo hasta en el detalle, todo está en el detalle, como en cualquier relato/ narración.
Todas las veces melancólicas de la costa melancólica. ¿La costa no es melancólica per se? ¿El mar? ¿Mirar el mar? El puerto. Los barcos que vienen, que se van. La montaña me da una sensación más reflexiva, de recogimiento, de repliegue hacia adentro, pero con contención. Pero ¿y el mar, tan abierto, tan sin fin? ¿Qué hay del otro lado? ¿Hay más? ¿Qué viene de allá? ¿Y es horizonte eso si no lo puedo pisar? A mí lo que sea que llamemos alma o inmateria en el mar se me esparce y se extiende y no encuentra fondo y se entristece y se va. A veces, de todos modos, es necesaria esa sensación. Ni qué decir del agua, el viento y de la sal.
Hace algunos días, otra navidad con primos adultos sueltos y de los otros. Más sueltos que de los otros, incluyéndome a mí. Compartimos la mesa con los hijos de uno de los que aún sigue en la carrera familiar, la del plantel completo, hijos y mujer. Lxs otrxs, nosotros tres, entre divorciados y separadxs, algunos sin hijos y otros con, volvemos a las fuentes sueltos, a charlar entre primos, sin niños con urgencias, cuando pasan la fiesta con la otra mitad, y volvemos a tener el tiempo de contarnos cuentos sin interrupciones, cuentos que llegan hasta el final, como cuando Pablo, el primo mayor, pasaba toda la mañana en la quinta contándonos películas que él sí podía ver, escena por escena, acción por acción. Y el resto del tendal de primos lo escuchábamos arrobados, con florcitas amarillas de las que crecen salvajes en el pasto, rosa o amarillas, y juntar algunas de esas mientras Pablo avanza y avanza y que a veces nos llamaran a comer y trasladar el cuento a la mesa y seguir y seguir, en silencio y con absoluta concentración, ver esas películas a través de las palabras de Pablo era de lo mejor.
Leo a dos mujeres colombianas. Sofoco, el libro de cuentos de Laura Ortiz Gómez de Concreto y Galápagos, la novela de Fátima Vélez que publicó Laguna Libros. Me tiñe el fin de año de referencias al cuerpo, a la enfermedad y a la descomposición y también a mujeres que viven en otras partes y cuentan bien y eso compensa algo la maldad, la posibilidad de maldad. Además, la maldad no está fuera del radar de ellas y de lo que escriben pero las escritura misma está llena de fe, por el ser humano y por la escritura en sí, y eso entonces ya no podría ser más el opuesto a la maldad.
En otro orden del gore, mi hijo Ramón hace rato que está ávido de relatos de terror. A diferencia de casi todo lo demás, los prefiere narrados que vistos, supongo que de las imágenes no se recupera tan rápido. Por lo menos, las palabras le hacen conjurar a él imágenes de las que en todo caso ya dispone o por lo menos tiene que trabajar con su propio material. Mira, sí, películas resumidas por un comentador simpático y cómico que blurea las escenas con las cosas feas. Así que conoce argumentos de muchas películas que en realidad no vio. Entonces, cada vez que pasamos el rato con alguien, le pide que le cuente una historia de terror. Por mi parte ya fui increpada varias veces y la única que siempre se me ocurre es a la que llamo “la de las manos”. Soy la primera en contársela y descubro que sólo sé el remate, la idea del cuento, pero nada más. Unos días después mi amiga Agustina, conminada por Ramón, ofrece contarle el cuento de “las manos”. Ramón me mira, nos reímos: se ve que es un cuento que se impuso en una serie de infancias. Agustina lo cuenta como lo recuerda y por lo menos agrega algunos detalles más, que yo no recordaba. Algunas semanas después estamos cenando con Camila y una vez más, contame una historia de terror.
¿La de las manos la conocés?
Este chiste ya no tiene remate final. Ramón me mira con desconcierto. Y sin embargo Camila es la primera que recuerda todo el contexto del cuento: las nenas en la casa de campo de la abuela la madre embarazada la noche la abuela se siente mal el hospital la noche de lluvia la sugestión y adolecer con amigas adolecer. Y ahí estaba, ¡claro! Ese era el corazón del cuento: no el remate macabro, sino toda la situación. Mientras Camila restituye las piezas para nosotros y Ramón la escucha en silencio aunque ya sepa a dónde va a ir a parar, pienso que claro, esto es escribir, este contexto, estos detalles, esta particularidad. Quién muere al final si es que alguien muere, es un detalle y lo veo a Ramón escuchar el relato como si fuera la primera vez porque de hecho lo es, ahora que puede entender o sentir cómo fueron esa noche y esa mañana para esas niñas del cuento, por qué puede haberles pasado lo que les pasó.
El cuento es Manos de la genial Elsa Bornemann que está en su libro Socorro.
En la plaza, entre atajar penales, me vuelve a pedir que le cuente de qué se trata El exorcista. Le digo que es una de las pocas películas de terror que en efecto vi, y sólo porque me dijeron que más allá del terror era una película que había que ver. Hace algunos años la remasterizaron o algo del orden del re de algo de la técnica y la volvieron a dar en el cine. La fui a ver en un cine de Belgrano, el exorcista de Max von Sydow y Linda Blair. Intento contarle a Ramón lo que recuerdo, y como con los detalles en el cuento de las manos, le cuento que el momento que más miedo me dio fue uno en el que suena el teléfono. Un teléfono de esos negros cuyo sonido reverberaba en todo el hogar, uno de esos. Y es que la tensión era tanta que con algo del movimiento de cámara y música probablemente, cuando suena ese teléfono desde los parlantes del fondo a todos en la sala se nos detuvo el corazón. Como en las películas de David Lynch en las que una cámara flotando un poco escorzada sobre un pasillo alfombrado, iluminado por un velador viejo y el ir asomándose a una habitación iluminada por otro velador, sean el colmo de lo terrorífico cuando lo que estamos viendo no es otra cosa que una alfombra y un velador. Contar es eso: que el contexto y la sugestión hagan que un teléfono negro sonando en primer plano pueda ser sinónimo del horror.
Mi otro primo de los sueltos también tiene una historia para contar, en esta navidad. Y es un poco de familia y otro poco de horror y otro poco Elsa Bornemann podría haberla escrito o haberla tomado como un punto de partida, quizás titulando al cuento La casita del fondo o La casita de madera o acaso un nombre mejor.
Su padre, mi tío, se viene recuperando de una ruptura de cadera. A su padre, mi tío, le han puesto un yeso en la pierna para que la rodilla no le gire en falso al pisar y la cadera vuelva a salirse de su lugar. Su padre, mi tío, el obstinado, insiste en conducir con cadera dislocada, pie enyesado y demás. Alega que el auto es lo que siempre le dio autonomía, libertad: el auto es su ser hombre, digo yo. Su padre, mi tío, instaló en las escaleras sin baranda de la casa una silla ascensor para poder subir y bajar sin caerse. Aunque hace poco, al querer bajar de la silla del ascensor en medias se resbalara y anduviera toda la tarde reptando por el living, moviendo muebles intentando servirse de alguno para poder incorporarse, cosa que no pudo, y mi tía lo encontrara sentado, en medias, apoyado contra el sofá, y habrá que ver lo negras que se las vio por haber tardado tantas horas en volver, con él que la necesitaba para estar en pie. Porque su padre, mi tío, antes de lo de la cadera, tiene el vientre suelto retenido por una red que hace que tampoco pueda hacer esfuerzo abdominal. Su padre, mi tío, ha sabido ser un gran gran fumador, entre otras cosas. Mi tía, por mucho y su propia fuerza corporal, ya no puede cargar con el cuerpo y la movilidad reducida de mi tío y su modo de pedir, así que emplearon a una señora que les ayuda a vivir. La vida en un dúplex de escalera empinada para un matrimonio deteriorado es otra de las cosas que acaso se habría podido ver venir. Estos son los detalles, ahora empieza el cuento de terror. ¿Ahora empieza el cuento de terror? El padre de mi primo, mi tío, y mi tía tienen una casa de veraneo en Mar de Ajó, partido de la costa. Pasan allí el verano entero, con sus hijxs que van de visita con sus propios hijxs y así llenan la casa familiar. Cuando van todxs, se le asigna a cada uno de los hijxs un cuarto que contiene a cada una de las familias. Este verano, mi tía y tío necesitan llevar a la señora que emplearon porque sino no hay nada que puedan hacer. Mi tío no quiere resignar uno de los cuartos familiares porque sino hay una de las familias que no podría ir. Tiene, entonces, una idea brillante frente a su ordenador: da con unas casitas de madera de 2x6 en mercado libre. Valen lo que dos noches en un cuarto de alquiler. Su idea es brillante. Sitúan la casita en el fondo del jardín de la casa de Mar de Ajó, ninguno de sus hijxs tiene que resignar su habitación, la señora que lo cuida tiene su propia casa para dormir. Tan brillante es su idea, e implacable, que quiere sorprender con la decisión tomada y efectúa la compra antes de consultar. La casita de madera para jugar a la familia de alguna infancia acomodada puede convertirse en un digno hogar para una señora que trabaja ayudando a vivir a los demás. Por suerte mi primo, que sí tiene sentido común, desanima a su padre y lo hace devolver la compra indigna.
Este chiste que no es un chiste sino la más cruda realidad real, tampoco tiene remate. Y sin duda Elsa Bornemann la habría contado mejor.
RP