QUÉ ESCUCHAR

Un degüello de soles

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“Estábamos a la orilla de un río chiquito y pasó un paisano arreando una tropita de veinte vacas. Iba yendo por la costa de una sendita sin alambre. Punteaba un novillo viejo y los demás lo seguían, mansos. Se llamaba, el arriero, Antonio Fernández. Le decían ‘Don Anto’, según lo supe cuando el cuidador del cerro lo reconoció y lo saludó con sus buenos días. ‘Buenos días, buen provecho’, contestó el hombre. Nosotros no habíamos comido todavía así que lo del ‘provecho’ nos sonó a insinuación. ‘Bájese don Anto’, le dijimos. –No –dijo él. Ya voy a venir más tarde en todo caso. Voy llevando esta hacienda para la finca. -¿Y por qué anda tan apurado? –le preguntamos. Encogiéndose de hombros el arriero contestó: –Es que tengo que andar no más. Ajenas culpas pagando y ajenas vacas arreando”. Así contaba Atahualpa Yupanqui el origen de “El arriero” y de su frase más famosa, citado por Norberto Galasso en Atahualpa Yupanqui, el canto de la patria profunda. “Las penas y las vaquitas/ se van por la misma senda./ Las penas son de nosotros,/ las vaquitas son ajenas”, grababa el 27 de diciembre de 1944, a solas con su instrumento, ese hombre misterioso. Un guitarrista virtuoso y original, ex estudiante de violín y poeta notable que parecía, por un lado, fundar todos los mitos acerca de la sabiduría popular y la lúcida sencillez del hombre de campo y, por otro, desmentirlos uno a uno.

 El disco, que tenía del otro lado “A orillas del Yi”, era el decimocuarto de su carrera. El primero, con “Caminito del indio” y “Mangruyando”, había sido publicado en 1936. Hubo, en los ’60 argentinos, algo llamado “boom del folklore”. Y, desde 1950, un consumo creciente de canciones e intérpretes asociados con tradiciones rurales, fácilmente relacionable con las políticas sociales del peronismo y el crecimiento de la migración interna hacia centros urbanos. Pero, obviamente, el Caso Yupanqui es muy anterior y muy poco asimilable al peronismo, sobre todo si se tiene en cuenta que durante el primer gobierno de Perón el artista fue prohibido, en razón de su afiliación al Partido Comunista, y, luego de ser arrestado en varias ocasiones, acabó escapando a Montevideo en 1948 y exilándose definitivamente en París a partir del año siguiente. “En tiempos de Perón estuve varios años sin poder trabajar en la Argentina. Me acusaban de todo, hasta del crimen de la semana que viene”, contó a Galasso . “Desde esa olvidable época tengo el índice de la mano derecha quebrado. Una vez más pusieron sobre mi mano una máquina de escribir y luego se sentaban arriba, otros saltaban. Buscaban deshacerme la mano, pero no se percataron de un detalle: me dañaron la mano derecha y yo, para tocar la guitarra, soy zurdo. Todavía hoy, a varios años de ese hecho, hay tonos como el si menor que me cuesta hacerlos. Los puedo ejecutar porque uso el oficio, la maña; pero realmente me cuestan”.

En el ámbito de la música, primó –seguramente sin que nadie lo decidiera de antemano– el viejo concepto de Ricardo Rojas, luego discutido por Jorge Luis Borges, Juan Alonso Carrizo y Bruno Jacovella según el cual gauchesca y folklore eran la misma cosa. Borges, en sus discusiones con Rojas, asegura que lo que los gauchos cantaban era “un lenguaje hispano”, y que un mexicano podía entender el folklore bonaerense, pero que necesitaría un glosario para comprender a Hilario Ascasubi (el autor de Santos Vega o los mellizos de la Flor, en1851, y, dos años después, de Aniceto el Gallo). Borges introdujo, en un texto de 1932 dedicado a “El escritor argentino y la tradición”, uno de los mejores chistes de la historia cultural argentina. “He encontrado días pasados una curiosa confirmación de que lo verdaderamente nativo suele y puede prescindir del color local”, escribe allí; “encontré esta confirmación en la Historia de la declinación y caída del Imperio Romano de Gibbon. Gibbon observa que, en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que, si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán, bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe”. Lo que Borges plantea, con ironía salvaje, es la relación inversa entre localismos y autenticidad. O la técnica del conteo de camellos para dirimir, en sus términos, si se trata de gauchesca ­–una construcción artificial, debida a poetas urbanos y letrados– o de folklore –la verdadera tradición–.

El problema es que, en el folklore musical, por lo menos en la mayoría de lo producido a partir del “boom”, casi todo es gauchesca. También en este aspecto Atahualpa Yupanqui es excepcional. En su caso no oculta el lado erudito y, más bien, el uso de los localismos, que le resulta inevitable, es pudoroso. Él hace realidad, eventualmente, la idea de la música folklórica (equivalente a lo gauchesco literario) como “un uso letrado de la cultura popular”, formulada por Josefina Ludmer en El género gauchesco. Un tratado sobre la patria. Yupanqui, él mismo con aspecto de arriero, era tan inevitablemente criollo que, de la misma manera en que el Mahoma de Borges no debía preocuparse por parecer árabe, estaba mucho más allá de la necesidad de pintoresquismo como señal de identidad. Lo que se destacaba, en cambio, era el refinamiento de esa tradición: su manera de tocar la melodía a dos voces paralelas, en la guitarra, el escepticismo, la dureza y hasta el cinismo de sus letras, el pequeño –y también virtuoso– desplazamiento rítmico entre su voz y el acompañamiento. Ese refinamiento fue, en todo caso, lo que sedujo a Edith Piaf, que lo invitó a cantar con él en 1950 y dio lugar al comienzo de su deslumbrante carrera francesa.

“El arriero” es, en muchos aspectos, una canción ejemplar. Hay allí dos voces, la del narrador y la del personaje (que Yupanqui canta con un timbre distinto, más apretado y con una colocación en un registro más agudo) y que es quien repite, como una letanía, “Las penas y las vaquitas/ se van por la misma senda./ Las penas son de nosotros,/ las vaquitas son ajenas”. Está, por supuesto, el paisaje: “En las arenas bailan los remolinos,/ el sol juega en el brillo del pedregal...”. Y están las imágenes extraordinarias, desmesuradas, como “un degüello de soles muestra la tarde”. Pero tal vez el momento central, aquel donde el hombre de campo hace realidad aquello dicho por Borges en relación con la payada del Martín Fierro –el único momento en que, según él, hablan por sí mismos y de lo que realmente les interesa: la soledad, el amor, la muerte). No importan los aperos ni las espuelas ni si el caballo es alazán o tobiano. Hay un hispanismo, “amalaya”, derivado de tres palabras, “ah”, “mal” y “haya”, usado como expresión de deseo (y no, como también es frecuente, como maldición). Y cuando el arriero va, “como sombra en la sombra por esos cerros”, las palabras articulan un ruego que nada tiene de idealización ni de postal: que “la noche traiga un recuerdo que haga menos pesada la soledad”.

Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/