El 24 de marzo de 2004 Néstor Kirchner ordenó al general Roberto Bendini que retirara los retratos de Jorge Videla y de Reynaldo Bignone de una de las salas del Colegio Militar. Una decisión que parecía oportuna, en todos los sentidos del término: a la vez institucional y moralmente adecuada y políticamente provechosa. Aunque es posible discutir los efectos perniciosos de ese borramiento de la memoria, Kirchner obtuvo de ese gesto inmensos beneficios sin tener que asumir por ello ningún costo y, sobre todo, sin exponerse a ningún riesgo. Se trató de una escena preparada con anticipación, que le permitiría inscribirse en una tradición que le resultaba ajena: la de la lucha por los derechos humanos en la Argentina dictatorial y en las exigencias de justicia en la inmediata posdictadura.
La vida pública no aborrece de las puestas en escena. Además de permitirle capturar en su favor la simpatía de un sector social que, desde los indultos otorgados por Menem, observaba con angustia e indignación el devenir de los procesos sancionatorios de los crímenes de Estado, la orden dada por Kirchner a Bendini, cifrada en una palabra tomada de la jerga militar –“proceda”- ratificaba al mismo tiempo la primacía del poder político y reconstruía un hilo de sentido histórico con la labor de la Conadep y los Juicios a las Juntas. Que no hubiera nada heroico -había sido Menem quien concluyó con el proceso de subordinar a los militares al poder político- ni especialmente novedoso no habría quitado a ese gesto el valor de reponer la continuidad en la construcción de una tradición de lucha por los derechos humanos en la que la democracia argentina se debatía de un modo todavía zigzagueante.
Pero la decisión de Kirchner no era la de dar continuidad a una tradición inscribiéndose, al hacerlo, en ella: era establecer el lugar de una fundación, y reivindicar para sí mismo el carácter fundante. Porque el mismo día, en el acto en el que firmó el decreto de creación del Museo de la Memoria y para la Promoción de los Derechos Humanos, proclamó el amargamente famoso pedido de perdón en nombre de un Estado que habría “callado durante 20 años de democracia (…) tantas atrocidades”. Kirchner no solo pretendió así reescribir su propia biografía, ofreciéndose una historia de la que carecía, sino que aspiró con esa sola frase a reformular la historia de las luchas por los derechos humanos, tanto las de las organizaciones como las del mismo Estado democrático que había creado la Conadep y juzgado a las Juntas Militares.
Al negar los procesos de justicia realizados durante la transición -que, nunca está de más recordarlo, se habían producido en contra de la posición del peronismo, partidario de aceptar la amnistía que se habían concedido a sí mismos los militares, y que había rechazado integrar la Conadep-, Kirchner no solo se situó en el origen de un proceso que le aportaría una legitimidad de la que carecía ante la sociedad. La exclusión de las luchas primeras en la narrativa kirchnerista de los derechos humanos redujo una exigencia colectiva a una política de facción. Esas luchas, así como la demanda de castigo a los perpetradores, dejarían de ser ya lo común a hombres y mujeres de la democracia para integrar el dispositivo discursivo de solo uno de los espacios que organizan la política argentina: la pretensión de fundar llevaba consigo, simultáneamente, la voluntad de excluir.
El gesto resultó, en efecto, inaugural: por una parte, de la posterior dinámica agonal de la política que el kirchnerismo impulsó cada vez más aceleradamente en los años siguientes. Por otra, aunque posiblemente no sea más que el reverso igualmente oscuro de una misma, deslucida medalla, significó la ruptura del pacto democrático basado no sobre los derechos humanos sino sobre la universalidad de los mismos, en el doble sentido de alcanzar a todos pero también de ser enunciados por todos.
Desde entonces, la idea misma de los derechos humanos fue retirada de un espacio compartido de construcción de una comunidad política que se reconoce a sí misma en el reconocimiento de la primacía de esos derechos, para convertirse crecientemente en un instrumento de la lucha política, un instrumento cuyas derivadas no pocas veces se metamorfosearon con la venalidad de unas prácticas de lo político crecientemente degradadas.
Pero al trayecto que había iniciado la idea de los derechos humanos bajo el impulso de los gobiernos kirchneristas le faltaba el fundamento de una teoría propia, una que no fuera la extensión hacia este campo de la teoría de la hegemonía de Laclau. Como si hacer explícita la idea que organiza el problema le hubiera restado valor a lo que muchos hubieran querido que se impusiera con la fuerza de una evidencia portadora de toda argumentación, volviendo así las palabras inútiles. Más que pensar, se trataba de señalar, al mismo tiempo a los réprobos y a los salvados, a los victimarios y a las víctimas, en un movimiento que en la acusación subsumía la explicación y que servía para establecer quién tiene derecho a decir qué.
Si hiperbólicamente fue el jefe de Gabinete quien por fin puso la palabra en su lugar (“A nosotros no nos van a decir qué hacer con los derechos humanos”, afirmó, asumiendo de paso que el “nosotros” y el “ellos” son objetividades transparentes para todos) fueron Paula Litvachky y Ximena Tordini quienes, quizá inadvertidamente, formularon el esbozo de la teoría en la que se fundamentan tantos años de prácticas asociadas con los derechos humanos: “La idea de que los derechos humanos son de todos, de que son un universal, es una verdad normativa, que está en la Constitución y en los tratados, pero lejos está de ser una característica del modo en el que funciona el mundo”, escribieron en una nota publicada en elDiarioAR. Lo interesante no resulta de una constatación que es autoevidente, sino de las consecuencias que de ella se derivan. Porque lo que las autoras sostienen a continuación no es que la acción de los organismos de derechos humanos o, en general, de toda política orientada a protegerlos, debe aspirar a que ese universal se cumpla, sino a seleccionar los derechos humanos de quiénes deben ser reivindicados y protegidos y los de quiénes no forman parte de ese propósito, que por tanto deja de ser universal. Y no se trata de una decisión pragmática, fundada en la evaluación de las capacidades disponibles para atender unas situaciones y no otras, ni de la prelación con que una situación exige atención de preferencia sobre una alternativa porque los daños que produce son más graves o son más difícilmente reparables. Lo que Litvachky y Tordini sostienen es la legitimidad de que la agenda de los derechos humanos se defina en función de afinidades partidarias. “La politización -escriben- no es un mal para el ‘paradigma de los derechos humanos’, sino más bien lo contrario. Postular que las organizaciones de derechos humanos deben ser neutrales es pretender sacarlas de la lucha política, es decir del lugar donde la realidad adquiere sus formas. Es con más política, no con menos, que los derechos de todes pueden no solo respetarse sino realizarse.” El texto de Litvachky y Tordini introduce entonces una novedad: ellas vienen a decir por primera vez que la desigualdad y las violaciones de derechos ya no son algo que se combate incondicionalmente sino que pueden ser aceptables para un grupo. Introducen, así, la dimensión estratégica en el discurso y en la política de los derechos humanos, una dimensión cuya ausencia era la que les confería a aquellos su especificidad y, también, su fortaleza.
Como ha señalado justamente Hugo Vezzetti en esta misma polémica, lo propio de la idea misma de derechos humanos es que esta se desarrolló contra la larga historia “de la subordinación de los derechos a la política”, con el propósito de hacerlos autónomos de la lucha política y, por tanto, “respecto del poder, sea del Estado, de un partido o de una facción”. Al oponer una supuesta “neutralidad” del discurso de los derechos humanos a su utilización en el marco de las “luchas políticas”, atribuyéndose también la autoridad para decidir cuales son las vulneraciones de derechos que deben ser combatidas y cuales, como las de Formosa, silenciadas, Litvachky y Tordini resignfican el lenguaje de los derechos humanos y en consecuencia sus prácticas: como escribe Michael Walzer, la estrategia es “el otro lenguaje de la guerra”; es, “como la moral, un lenguaje de justificación”. La primacía del derecho es así sustituida por la primacía de la lucha.
Si la promoción y defensa de los derechos humanos constituyen el pacto original de la democracia recuperada, lo son porque al situar ciertos derechos más allá del lenguaje de la justificación -es decir, fundamentalmente, más allá de la posibilidad de argumentar que en determinados casos los derechos humanos pueden ser violados, o que esa violación no sería merecedora de reprobación unánime aduciendo razones políticas- al situarse más allá de cualquier argumento estratégico esos derechos establecen el perímetro de una comunidad política que, fundada bajo el horror de los crímenes de la dictadura, decidió que toda controversia será tramitada por medios no violentos, y que por tanto en ningún caso será ya posible justificar una violación de los derechos humanos.
Al formular un argumento a favor del uso estratégico de los derechos humanos, Litvachky y Tordinni están diciendo, también, que esa concepción de los derechos humanos supone una idea de comunidad política distinta de la formulada en la salida de la dictadura, una idea en la cual, una vez más, la estrategia, ese otro lenguaje de la guerra, se impone sobre el derecho y sobre los derechos.