Hace más de diez años, cuando nos mudamos a esta casa, en la vereda había un árbol extraño custodiando la puerta de entrada. Los primeros días, cuando me despertaba en mi cama, se oía el arrullo suave de las palomas torcazas. Abría los ojos y veía cómo se posaban entre las ramas, se lanzaban al vacío y unos segundos después volvían con ramitas en el pico para apelmazarlas sobre la hierba tejida en forma de nido. También me acuerdo de que la luz del sol se filtraba entre las hojas y teñía las paredes de mi pieza con ese tono borravino como si fuera una casa de campo. Y los días lluviosos las cotorras se resguardaban entre las ramas, sacudían las plumas apelmazadas de agua y hundían la cabeza en sus propios cuerpos para mantenerse calientes.
Una vez vino un jardinero a podarlo y me dijo que ese era un árbol único, que no solía haber de esos por esta zona. Una especie de ficus que podía convertirse en un árbol gigante extendiéndose por varios metros, pero que lo más sorprendente era que producía raíces aéreas en las ramas y que crecían hacía abajo como si fueran lianas. Que seguramente había sido plantado por alguna familia aristocrática a principios de siglo.
Tenía razón. Las ramas crecieron tanto que se habían enredado entre los cables eléctricos de los postes, las raíces colgantes tocaron suelo y se extendieron por debajo de las baldosas de la vereda, levantándolas y formando una pequeña colina que me impedía abrir el portón de mi casa. Estaba atrapado. De un día para otro no podía entrar ni salir de mi casa y tuve que empezar a hacerlo por una puerta secundaria. De repente el árbol se había convertido en una amenaza.
¿En qué momento algo que nos protege y resguarda durante tanto tiempo se convierte en un peligro? ¿Acaso somos tan indiferentes que no podemos leer las señales?
En “Hombre invadido”, el relato de Antonio Di Benedetto, el protagonista se cuestiona si la decisión que toma ante el peligro que lo acecha es por venganza o en realidad es por otra cosa: “Sé que no, que resolví eliminarla porque representaba una invasión, de mi casa y cosas; no me daba tregua ni campo para pensar, para crear, tampoco ahora. Hace que yo me sienta un hombre, un ser, invadido. Por eso debe morir.”
La semana pasada vino una cuadrilla de tipos vestidos con overoles naranja. Cortaron la calle con conos en cada esquina y estacionaron el camión frente a mi casa. Uno subió a una escalera metálica y mientras dos lo sostenían, con una sierra eléctrica cortó uno de los brazos aferrado a los cables. Me acuerdo el sonido de la corteza despellejándose, cayendo por su propio peso sobre la calle. Debajo, un cuarto tipo serruchó el brazo derrumbado y apiló los pedazos sobre el cordón. Yo no me animé a salir. Los espiaba por la ventana de mi cuarto y caminaba de un lado a otro. Debo reconocer que, con esa primera poda, entró una claridad que hacía mucho no veía. El cielo estaba despejado y empezaba a hacer calor.
Cortaron un segundo brazo, uno gritó “cuidado” y otra vez el golpe aplomado sobre la vereda. No podía evitar espiar. Veía que los tipos se reían en grupo como hienas, después tomaban agua agazapados contra el camión y escrutaban lo hecho para ver cómo y por dónde seguir. Tenía el deseo de que terminaran pronto, sentía una contradicción: por un lado, la vergüenza que me daba no intervenir, decir que con eso estaba bien, que no hacía falta cortar más y, por otro, la satisfacción de que otros hicieran el trabajo sucio por mí. Mantenía un diálogo silencioso con el árbol, me justificaba echándole la culpa, le preguntaba por qué había llegado a ese punto tan extremo de ponerme en peligro.
Por esos días leía La vegetariana de Han Kang y conocí la perturbadora vida cotidiana de Yeonghye, una mujer anulada por la sociedad patriarcal coreana, que abraza el vegetarianismo y lucha por transformarse en una especie de árbol para poder escapar de la violencia humana. Y cómo su transformación vegetal es vista como una amenaza sus familiares la reprimen.
Pienso si acaso no es eso lo que hacemos cuando algo no cuadra, desmembrarle el instinto para que termine encajando. En el caso de Yeonghye, el instinto de supervivencia o cuando mis hijos me preguntan “¿y por qué no puedo hacerlo como yo quiero?” y ensayo diferentes respuestas hasta llegar al mismo punto: “Porque no, porque es así como te digo yo”
¿Pero qué es lo que nos enseñaron que debe ser así?
Los tipos estuvieron horas y horas cortando. Hasta que, por la tarde, bajo el sol blanquecino, solo quedó el tronco mutilado. Lo rodearon y el de la sierra jaló la cuerda para encenderla. Un rugido estridente de animal salvaje rompió el silencio y como un samurái apoyó la hoja en la mitad. Presionó y los dientes chirriaron en un sonido agudo y penetrante hasta que la sierra atravesó el tronco por la mitad. Poco a poco empezó a ceder, se desprendió y quedó colgando de la corteza. En el centro apareció un color rosado, húmedo y las lágrimas de resina chorreaban por el borde.
En el silencio espeso salí sin que me vieran y los espié detrás de la reja. La cuadra parecía estar desolada, no había autos, ni gente. Todo parecía ralentizado como en un sueño. El aire estaba lleno de un aroma particular: dulce y nauseabundo. Vi que uno agarró el hacha, la elevó sobre su cabeza, arqueó el cuerpo y la clavó en el tronco desprendido como si partiera un cráneo en dos. Otros subió a la parte trasera del camión y bajó con una pala. La vereda estaba negra. Había pisadas de barro y en el cordón se había formado un charco denso y oscuro. Como el olor era cada vez más fuerte, los tipos se ataron remeras en la cara como bandidos y el de la pala empezó a cavar alrededor del tronco que quedaba en pie. Enterró la punta y paleó tierra a la calle. Cavó un pozo, metió un fierro largo como una lanza y empezó a hacer palanca. Todos gritaban y se reían. En un momento escuché que las raíces empezaron a desgarrar la tierra, no aguanté más y como pude abrí el portón. Los tipos agitados se dieron vuelta y me miraron. Estaban sucios de tierra y sudor como caníbales.
Creo que no existe imagen más triste que la de un árbol muerto con sus raíces al aire.