YO, LIBERTARIO

Diatriba contra el mascotismo

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Me dijeron no te metas con esto, hay gente que te va a saltar a la yugular como una fiera. La autocensura funciona: el género diatriba en este caso iba a ser dirigido “contra las mascotas” pero ese título sería impropio o precisaría una extensa aclaración que superaría los límites de esta columna. Porque no tengo nada contra los animales de compañía, esos seres maravillosos de otras especies de los que podemos aprender muchísimo, incluida la capacidad de amar y cuidar. Lo cuestionable es el mascotismo, la práctica de retener animales silvestres en un domicilio particular y que como concepto aquí voy a extender a todos los animales, incluso los que atravesaron procesos de domesticación por milenios. 

Esa práctica o hábito de tener animales en la propia casa porque es “saludable” o “altruista” reduce a esos animales a la función de mascota, término cuyo origen sería mascotte, o sea amuleto, objeto que se supone trae buena suerte, y que derivaría de la lengua occitana masca, con la que se llamaba a las brujas en zonas de Italia y Francia. Me encontré con esta palabra en la película de animación No dogs or italians allowed de Alain Ughetto y como una cosa lleva a la otra, entre la animación y la animalada, me puse a pensar en esa ideología especista que promueve tener animales para entretenimiento, contacto físico y amuletos contra la soledad. Ideología que convierte sobre todo a canes y felinos –aunque también a loros, tortugas, hámsters, etc.– en objetos a manipular, comprar, vender, encerrar, castrar y usar sin miramientos.  

Esa ideología pondera los beneficios (las mascotas pueden prevenir la depresión y la ansiedad, dar afecto incondicional, mejorar los problemas cardiovasculares, combatir el estrés) pero no calcula los costos y problemas de mantenerlas en casa, ni las necesidades propias de esos animales o su interacción con el vecindario. De estos últimos, los más obvios: los maullidos de gatos en celo por las noches, los ladridos en horarios de descanso (a veces por perros que han sido dejado solos todo el día), las heces que reposan sobre las veredas a la espera de que alguien las aplaste y desparrame (“buena suerte, pisé mierda”). Y la población de mascotas crece. No tengo estadísticas, pero veo cada vez más gente paseando perros por la calle.  A veces cuatro, cinco o seis (y no son paseadores de oficio). Hay lugares del mundo en los que no está permitido tener todos los perros que uno quiera. Y otros en los que se multa a vecinos que molestan con sus ladridos (sí, los vecinos ladran a través de sus perros). 

Desde luego que hay perros que son necesarios para guiar a personas ciegas, otros que son rescatistas. Y gatos que son fuente de placer y contacto corporal para gente con enfermedades y distintas formas de vulnerabilidad. Paliar la soledad es comprensible, hay mucha gente sola en las grandes ciudades, además de aquellas que por su condición de salud necesitan compañía animal. También es comprensible que algunas almas caritativas rescaten o adopten cachorros abandonados. Ahora bien, “adoptar” es una palabra típica y equívoca del léxico de ese lugar común que familiariza la relación con los animales como si fueran eternos bebés, hijos no biológicos. Pero no debe haber mucha gente que adopte a un niño como hijo a sabiendas de que se le va a morir a los doce, quince o veinte años.

Hemos naturalizado el tener animales cautivos en casa por gusto o por incapacidad de vivir a solas. Se dirá que no todos esos animales son cautivos, que algunos podrían irse, pero no se van y prefieren quedarse con sus “amigos” humanos. Pero el poder que tenemos sobre ellos es casi infinito y está lejos de la amistad, por más que se celebren los cumpleaños de gatos y perros como si entendieran el calendario gregoriano o el día de San Valentín como si fuesen enamorados.  Más sincera es la palabra “amo”. Porque es como si fuesen esclavos domésticos a los que se trata bien (con suerte). Podemos castrarlos (de hecho, se recomienda hacerlo para control de población). Podemos sacrificarlos cuando llegan a viejos y tienen una enfermedad terminal; sacarlos a pasear, orinar o defecar cuando se nos ocurra; darles comida cuando nos parece adecuado; dejarlos solos en casa cuando se nos da la gana. Alguna gente hasta se siente con derecho a abandonarlos. 

Por otra parte, alimentarlos con esa comida industrial que llaman “balanceada” cuesta mucho dinero, sobre todo en una economía inflacionaria. Y ojalá que no se enfermen porque llevar la mascota al veterinario hoy te puede costar un ojo de la cara. Será muy saludable tener una mascota para las personas mayores que viven solas, pero el día que se enferme la mascota habrá que lidiar también a solas con un animalito que tendrás que acarrear hasta la veterinaria más cercana, o quizá la vienen a buscar por un costo adicional, además de comprar medicamentos carísimos y tal vez afrontar una cirugía o internación que te costará los dos ojos de la cara. Hay que estar lo más sano posible, porque la mascota suele ser demandante y requerir atención, alimento y periodicidad en ocuparse de sus necesidades. “Primero las mascotas”, rezan las consignas de las industrias y comercios que explotan y promueven este hábito, consumo o adicción. Pero cuando se está enfermo, las mascotas pueden ser más un problema que una solución.

Aclaro que he tenido perros y ahora tengo dos gatos, a los que protejo y alimento lo mejor posible. No siento que soy superior a ellos por ser de la especie humana, sólo sé que somos diferentes. La cuestión es que, como creemos en la libertad, si yo quisiera tener cinco o diez gatos, nadie me lo impediría, pero alguien debería hacerlo, juntarse todo el vecindario, quejarse. No hay nada que justifique el derecho a tener todos los animales que uno quiera en su casa. Lo que sí habría que defender es la dignidad de esos seres vivos atrapados entre humanos que los tienen de juguetes. Y librarse de la compulsión o capricho infantil de reducirlos para que funcionen de mascotas.