Forma parte de mi pequeño jardín, que está en el balcón donde me siento a fumar y dibujar. Pero lo encontré en la vereda de la avenida. Estaba parado al lado de un árbol, al que le daba la espalda, miraba hacia la gente que caminaba, como pidiendo que le prestaran atención. Es un elefante celeste, con una montura de múltiples colores. Ese tipo de elefante hindú que debe haber salido de un horno de cerámica para recalar en un negocio de íconos religiosos budistas. Alguien lo compró para sí mismo o lo regaló. Y a alguien se le cayó y le rompió el extremo de la trompa. Un elefante sin trompa queda desamparado. Yo lo veo y me le acerco. Unos tipos me miran desde su mesa en la que están comiendo una parrillada. Es un bar rantifuso, aceitoso, popular, de los muchos que rodean la estación de trenes que está cerca de mi casa. Les pregunto si el elefante es de alguno de ellos. Pero como toda respuesta me miran y siguen masticando en silencio: tienen algo de esos cowboys que hostigan a los pueblos en el Lejano Oeste.
Lo alzo y me lo llevo. No le va a crecer la trompa, pero siento una hermandad con él. Así que no me importa. En su imperfección, es más hermoso.
Lo pongo al lado de una de mis macetas preferidas. Es una maceta baja, cuadrada, de fondo gris cemento pero que en cada una de sus caras tiene unos dibujos geométricos, celestes, hermosos. La planta que tiene me es desconocida, pero muy resistente. Superó el verano infernal pasado. Es una planta fina, un yuyo. Un amigo de mi hermano Juan dice que las plantas son mejores que los humanos, que tienen sensores supersensibles. A esta planta y su maceta, me la regaló mi amigo Ulises. Yo estaba en su casa y le dije que era hermosa y él –que siempre es muy generoso- me la dió. Me la llevé en un taxi. Recuerdo la alegría que me dio ese regalo. Mi amigo Ulises Conti es compositor y tiene ya muchos discos. Hay dos que escucho constantemente: 1234.8 –le digo el disco azul, porque es el color predominante de la tapa- y Los efímeros –le digo el disco blanco porque es el color predominante de la tapa-. Escucho estos discos porque como los Sacred Hymns de Gurdjieff, me tranquilizan y me dan paz. Ahora mientras escribo los estoy escuchando de manera alternada, termina uno y pongo el otro.
Me encuentro con mi hermano Juan en el bar de las chicas donde vamos a almorzar seguido. Le cuento que estoy leyendo, maravillado, Luces Calientes, el libro de Damián Damore que narra cómo a los 17 años siguió a Sumo por todos los recitales que daban. Un día se encontró con Luca Prodan, le digo a mi hermano, y Damore narra que se sintió muy nervioso y que sólo atinó a preguntarle: “¿Ya salen?”. Y Luca le dijo: “Estamos esperando que nos digan los dueños cuándo tocamos”. Esto pasa en el capítulo 12. Taiwán Club. Cada capítulo está titulado con el nombre del lugar donde Sumo tocó y él lo fue a ver. Creo que el libro tiene afanada la operación mental del libro de Nick Hornby, Fiebre en las gradas, que cuenta cómo seguía al Arsenal por todas las canchas. Mi hermano me dice que él nunca vio a Sumo en vivo, pero que una vez estaba con el Monito, un amigo del barrio y que éste se había cortado el pelo él mismo, muy mal: parecía como si tuviera hongos en la cabeza. Y que fueron juntos a un bar a tomar algo y en un momento los dos fueron al baño y se cruzaron a Luca y cuando el cantante de Sumo lo vio al Monito , le dijo: “Diez años para tu peluquero”.
El Monito que muchos años después iba a andar con un Fiat azul –como mi maceta, como el disco de Ulises, como el fondo de la tapa de Luces Calientes de Damore- con un montón de armas en un baúl. Y al que nuestro amigo Petete –que trabajaba en la morgue judicial- se lo iba a encontrar muerto de tres tiros sobre una camilla. Petete nos llamó por teléfono y nos dijo: “No busquen más, acá está el Monito”. A Petete no le tiembla el pulso porque trabaja en la morgue. Y está casi loco como todos nosotros porque creció en un barrio mientras sus amigas y amigos eran borrados de la faz de la tierra por la dictadura militar, la guerra de Malvinas, la Guerra de las Galaxias y el Sida.
Hace poco fuimos a comer un asado a la casa de Petete –me dice Juan- y cuando le presento a un amigo que llevé invitado, mi amigo le dijo: “Hola Petete”. Y Petete le dijo: “Yo me llamo Fernando”. Lo cual produjo un efecto cortante. Mi amigo se sintió incómodo. Después se relajaron y Petete le dijo: “Soy la única persona en el mundo a la que le dicen Petete”. Y explicó que en la primaria, como se mordía la solapa del delantal, le decían primero Chupete y después Petete porque apareció el animalito mutante de Garcia Ferré. ¿Pero por qué piensa que es al único al que llaman Petete en el mundo? Le pregunto a Juan matándome de risa. Qué sé yo, me dice.
Cuando salgo del bar donde estaba comiendo con mi hermano, mi amigo Duncan me escribe por wasap: “Fue la Couch. Tristeza. Accidente de auto”. No sé cómo se llamaba, pero todos le decíamos la Couch porque estudiaba coaching y te estaba coacheando todo el tiempo. Era una mujer alta, joven, intensa y muy buena persona. Hay que tener cuidado cuando sacamos una foto porque después cuando la revelamos, puede aparecer alguien que no pensamos que estaba en foco. Pienso en esas personas que no son amigos ni amores ni familiares y que sin embargo ocuparon un tramo de nuestra vida porque ocasionalmente trabajaron o fueron amigos o parejas de amigos nuestros. Somos testigos fugaces de su existencia. Nosotros también estamos, fantasmales, en el fondo de las fotos de otros.
FC