Nací en una familia judía y comunista. Asistí a la escuela pública y al schule. Fui testigo de cómo una mujer le gritaba a otra judía de mierda, también vi esvásticas pintadas en la fachada de la casa de mi tío y oculté mi sello de origen en un colegio donde el catecismo parecía obligatorio. Luego de los atentados a la embajada de Israel y a la Amia, lo mínimo que me pasó fue tener que bajarme de un taxi mientras el chofer profería insultos antisemitas, molesto por los pilares de seguridad en las veredas.
Mucho dolor aunque el sufrimiento es menor si lo comparo con el que padecen quienes viven bajo el fuego cruzado en Gaza, en riesgo permanente y carentes de los derechos básicos para vivir. O el de los israelíes con su cotidianeidad escindida entre la vida en superficie y la de “abajo”, en los refugios que los preservan cuando suenan las sirenas por los misiles que teledirigen los extremistas que nos quieren a los judíos fuera de la faz de la Tierra, como ocurrió el martes pasado y cuyas consecuencias son inciertas pero peligrosas.
Durante la Guerra de los Seis Días vi a buena parte de mi entorno apartarse del kinder progre adonde iba los sábados, sin entender qué había sucedido. En esa grieta, y siendo una niña que había aprendido a pronunciar Israel con doble erre, quedé del lado de los que, me explicaron, “estamos con los palestinos”. No se podía respetar la autodeterminación de todos. Había que optar y descartar. Los adultos cercanos decían: “El antisemitismo soviético es un invento” y “el sionismo es racismo”. Todavía intento entender qué es ese movimiento nacional que, por hacer un paralelo, me resuena con la amplia gama ideológica que cabe en el peronismo: de izquierda a derecha pasando por el centro y todos los colores. Y atravesado por algo así como una pedagogía sentimental profunda.
Mi “álbum de figuritas”, como lo llamó la menor de mis hermanas, fue un libro con imágenes desgarradoras de chicos raquíticos y adultos desdentados tirados sobre los camastros de las barracas de Auschwitz y Treblinka. Íbamos una y otra vez a la biblioteca hogareña para mirar esas páginas del horror que funcionaban como poderosos imanes.
Un tío abuelo nacido en Rusia pero ciudadano argentino, vecino de la familia, sionista y profesor de matemáticas, defendía a viva voz la existencia del Estado de Israel, creado luego de la derrota de Hitler. Era el pariente “de derecha”. Mi padre, que cantaba canciones klezmer antes de que el género se popularizara, también sostenía que era fundamental que Israel tuviera un territorio y un gobierno propios, aclarando siempre que la resolución 242 de la ONU era: dos pueblos, dos estados. Por supuesto, me parecía súper razonable esa repartición, y nada lógico que se ocuparan territorios que no correspondían.
Yo tenía 8 años y ya leía Nuestra Palabra, el periódico del PC, la posición peligrosa que en Argentina volvió como enemiga, y también me “tragaba” la revista del Icuf, Tiempo, plena de elogios para el Kremlin, críticas feroces a los gobiernos israelíes fuera del color que fuera, y profundos análisis sobre la realidad argentina que, en general, era triste. En el colegio primario me llamaban Mafalda, por el personaje de Quino y porque me gustaba opinar sobre lo que pasaba en el siempre convulsionado mundo en que vivimos.
Al finalizar tercer año, la mayoría de mis amigas judías del Normal 7 viajaron a Israel (conservo cartas en el papel-sobre celeste de entonces) y pasaron una temporada en alguno de los muchos kibutz de entonces, esos territorio de vida y producción colectiva, donde se experimentaba una especie de socialismo en pequeña escala y había que ordeñar vacas y darles de comer a los pollitos. Algunas hicieron aliá. Anhelaba conocer esa parte del mundo, pero jamás de los jamases la ideología progre de mis mayores los hubiera habilitado a que me pagaran el viaje, aunque fuera becada y en cuotas.
Pasaron los años, rompí con los mandatos domésticos y recuperé la figura de mi abuelo materno, periodista de la revista Judaica y otras publicaciones, escritor y traductor, referente del sionismo criollo de hace un siglo.
El tiempo pasó y se suavizó mi pensamiento y el de muchos de los que me rodeaban. Pude comprender el sionismo tardío de mi bobe, que escuchaba por radio el Idishe sho y que interpreté como la vuelta afectiva al nido y sus constelaciones, algo usual cuando la gente se pone mayor.
Durante la infancia vi que algunos activismos no podían ir de la mano. La realidad, compleja, se dirimía como un River-Boca. Palestinos o israelíes era una opción drástica que parecía que había que tomar. Algunos temores primitivos me moldearon de manera casi inflexible. En la teoría, se predicaba un pluralismo que en la práctica no siempre aparecía. Esas disyuntivas me incomodaban, no se adaptaban a mi espíritu abierto, explorador. Los contundentes blanco y negro sólo me satisfacían en los filmes de Chaplin, Einsenstein o Wells. Me emocionaba sin que me produjera contradicción escuchar las músicas y letras de Hatikva, La internacional y Nunca digas esta senda es la final.
Luego de la pandemia, mi hijo mayor viajó por un año a Israel y mandaba videos de Shabat, con mesas en las que lucían candelabros y comidas semejantes a las de la bobe en su casa de Fragata Sarmiento y Neuquén. Yo ya formaba parte de la redacción de Nueva Sion, albergada por compañeros sionistas, plurales y progres.
Acompañé de corazón la iniciativa del músico argentino-israelí Daniel Barenboim y del intelectual palestino Edward Said, cuando en 1999 crearon la Orquesta West-Eastern Divan con jóvenes procedentes de Israel y de países árabes en un entorno de convivencia y enriquecimiento intercultural. Y seguí confirmando el valor del diálogo con el movimiento Mujeres por la Paz, en el que activan palestinas, israelitas, españolas y latinoamericanas, que caminan de la mano por el desierto. Todavía me emocionan ciertas cosas, canta Baglietto y eso me ocurrió anoche, al ver la película de Daniel Burman, Transmitzvah, un canto a la unidad en la diversidad que se estrena el jueves próximo y celebra el dulce idioma idish.
El 7 de octubre estaba en Nueva York y supe del atentado perpetrado por Hamás mientras visitaba una sinagoga. Dos días después, cancelé una excursión para asistir a la manifestación por la liberación de los secuestrados. La roja que había sido y en muchos aspectos sigo siendo (también esta filiación es un sentimiento) se conmovió entre las banderas flameando en lo alto con la estrella de David.
¿Cómo no marchar para repudiar el acto terrorista perpetrado en nombre de los palestinos, un pueblo al que ayudaban cada día gran parte de las víctimas de Hamás, aquella noche siniestra en la discoteca? La palabra desaparecido otra vez. Inevitable revivir el accionar terrorista militar y paramilitar de la última dictadura criolla. Bebés, niños, mujeres, ancianos, hombres capturados y asesinados aquí y en medio oriente.
No en mi nombre ni en el de millones, el gobierno del país creado para proteger a los judíos procura una ilegítima reforma judicial para evadir condenas, además de sostener una guerra infernal contra sus vecinos indefensos y reprimir salvajemente a los manifestantes que marchan contra el terror.
Aparecen y crecen mi bronca e indignación por cosas que ocurren en mi ciudad: una orga progre de la cole replica un posteo de una ex embajadora goy y también progre sobre activistas libertarios judíos que violentan a gente en situación de calle. El hecho es repudiable, pero ¿por qué se subraya su judaísmo? ¿Hubiera dicho la diplomática que eran católicos? Sea como sea, los replicantes son cómplices ¿ingenuos? del antisemitismo imperante. ¿Qué dirían sus antepasados perseguidos por los cosacos? ¿Cómo reaccionarían los que fueron obligados a llevar colgado de su ropa el Maguén David durante la larga noche del führer?
Que arbitraria e injusta, además, la posición actual de tanto militante y dirigente de izquierda que se abstiene de condenar a quienes se proponen aniquilarnos por portar una cultura milenaria y un apellido.
No todos mis afectos quieren conversar sobre lo que ocurre hoy en Medio Oriente, aunque lo hacen sobre Rusia y Ucrania y en otros tiempos sobre la guerra de los Balcanes. Prefieren aferrarse a sus ideas, abstenerse de sumar información, desisten de intercambiar data sobre el presente y el futuro de nuestra comunidad de origen. Algunas queridas amigas, en cambio, eligen hablar, necesitan hacerse escuchar, me dicen:
Myriam, música y docente: “El 7 de octubre se confirmaron todas mis sospechas sobre el peligro que corremos quienes vivimos como judíos y ‘nunca nos sacamos ese pedazo’, como dice Daniela Nemirovsky. Parece que tenemos que ir despojándonos de nuestras cultura, lenguas ancestrales y costumbres, para vivir en sociedad. Por eso me fui de una provincia donde vivía; me encontré con el sesgo antisemita, la ignorancia y el prejuicio de compañeras y compañeros muy cercanos. Los terroristas masacraron gente, violaron mujeres, asesinaron a sangre fría, entraron a las casas de personas con quienes tenían vínculo, por sed de venganza y conquista. No dicen nada. ¿Cómo a defensoras y defensores de derechos humanos no se le mueva un pelo frente a mujeres ensangrentadas, gente de Hamás escupiendo cadáveres y vitoreando la muerte? Es doloroso y terrible que algunas feministas no se conmuevan frente a los videos donde se ve a las secuestradas. Supondrán que son judías, aunque podrían también ser israelíes musulmanas o cristianas. ¿Cuál es la diferencia? Creen que el judío es el único grupo que vive en Israel porque la ignorancia y la brutalidad crece como el abismo. ¿No asocian a los secuestrados por Hamás con un detenido desaparecido argentino? No sabemos donde están, si viven o fueron muertos. El ‘Por algo será’ está detrás, sosteniendo la narrativa que nos quiere fuera de esta vida”.
Graciela, docente y psicomotricista, me dice: “Llevo a Israel muy metida en la piel porque me recibió en mi exilio en los 70, me cobijó, me enseñó su lengua, su música y su poesía. También la prepotencia de algunos de sus habitantes, la dificultad para entenderse con gente ultra ortodoxa tan diferente de mí. El dolor de los sucesos espantosos del 7/10 no se puede comparar con nada. Violencia y crueldad por la pura violencia y crueldad contra muchos pacifistas. Los atacantes no parecen humanos, el horror tan absoluto superó cualquier barrera. Gran parte de mi familia está allá y sentí miedo y estupefacción, que es como decir que estuve hecha una estúpida, una pequeña nada, anonadada durante semanas. Me costó pensar dónde estaban mis sobrinas nietas, mis sobrinas, mi hija, mi yerno, mis nietos, mi hermana, mi cuñado y los amigos. Siento una enorme tristeza y solo deseo la paz, dos estados, dos pueblos. No se toleran más ni el terrorismo ni las acciones del ejercito israelí en la frontera y en territorio palestino, ruego porque terminen por entenderse”.
“Estaba cenando en Alicante cuando vi las primeras imágenes”, me cuenta Sol, argentina, doctora en Historia y residente madrileña. “Quiero recordar que Einstein y Hanna Arendt fueron sionistas socialistas. También, que estoy muy enfadada con la izquierda antisemita que me vio crecer en la Argentina y que tiene parte de la culpa. Guardo mi judaísmo como un secreto bajo siete llaves, creo que el miedo aparece porque soy consciente de que las peores cosas pueden volver a suceder. El antisemitismo es un fenómeno de larga duración e inexplicable, como el patriarcado. Salvo media docena de fascistas, nadie se asume antisemita ni racista ni homófobo. Por un juego perverso, de oposición a la izquierda que sale con las banderas de Palestina, ahora la derecha se embandera con Israel, algo muy peligroso. Viví muchos años en Brasil donde la izquierda soltó fuegos de artificio para festejar los atentados, el antisemitismo estaba oculto en el armario”.
Mónica es psicóloga y su familia vive en Israel desde hace treinta años. “Los últimos veinte me la pasé yendo y viniendo. Soy sionista y una patriota argentina. En 2022 decidí tomar la ciudadanía israelí, pero a partir del 7/10 sentí una disrupción, había llegado otro Israel con Netanyahu, con las protestas y con eso que dice Fierro: si entre ellos se pelean los devoran los de afuera. Nunca vi tanta división interna, tanto quiebre, dolor y tristeza. No podía dormir, me sentía en guerra, atacada y me uní a un grupo coordinado por Karina Picever, con más de 100 especialistas en salud mental, para ayudar a las víctimas. Seis meses después, viajé y comprobé en persona la ansiedad y la angustia, la afectación por el trauma. Gente que perdió a alguien, el trabajo, la casa. Antes Israel era sinónimo de tecnología e innovación, el lugar donde todo parecía posible, y hoy hay tanta gente en contra. Van a pasar muchas generaciones para sanar tanto dolor”.