A mí me gusta Taylor Swift porque me gusta el siglo XX. Lo descubrí hace poco, no sin cierta zozobra. Siempre pensé que tenía un temperamento abierto y orientado hacia el abrazo de lo nuevo. De hecho, mucha gente probablemente piensa que gustar de Taylor Swift es una muestra de eso, de estar dispuesta a abordar lo nuevo; pero no, es esto que digo, otra prueba de amor al siglo que nos negamos a abandonar.
Me conmueve más el talento que el carisma. No sirvo para la gente que no hace nada, ni para la gente cuya supuesta especialidad es tener onda, vestirse de una manera determinada. No sirvo para los youtubers ni para los influencers. Hace poco una amiga me hablaba de otra chica (que salía, por supuesto, con un chico que a ella le gustaba, un tropo muy de Taylor Swift antes del giro feminista) y me decía que claro, que cómo no van a gustar de ella los muchachos, con lo cool que es ella. Sabía de quién hablaba, y me indigné: ¿qué va a tener de cool una chica que no es artista, ni dirigente, ni arquitecta, una chica que no hace nada? ¿Por la ropa que usa? ¿Por cómo sale en las fotos? No tengo paciencia para este tiempo. Tampoco la tengo para la gente que hace algo pero no tiene interés en ser la mejor: lo lamento. Me deprimen los traperos cuando hablan de que son todos amigos como si eso me tuviera que importar, que lo bueno de la escena es que se adoran como la familia Ingalls. Qué me importa si son todos amigos. Por mí que se quieran o que se quieran matar, me da exactamente igual. A mí lo que me conmueve, ya lo dije, es el talento. El talento y las canciones.
Taylor Swift tiene talento, y tiene canciones. Es una estrella del siglo XX: su personaje público, en el fondo, no tiene gusto a nada. Jamás podría ser, como Rihanna, un ícono pop que en algún momento simplemente dejó de sacar música, porque no tiene momentos emblemáticos en redes sociales, pongamos, ni es rápida para tirar frases ingeniosas u originar memes; lo único que la salva, como a muchas divas del siglo XX que en el fondo debían ser personas aburridísimas, es el halo de misterio que arma manteniéndose escondida. Taylor no es graciosa, ni carismática. No es una chica con la que me interese, por ejemplo, comer. En el documental Miss Americana (2020), de Lana Wilson, se nota bastante que Taylor no tiene gracia. Lo único que realmente le interesa es hacer música: mi momento favorito, por lejos, es cuando se entera de que no la nominaron para el Grammy por su disco Reputation: “I just need to make a better record”, dice Taylor, preocupada pero en eje. Solo tengo que hacer un disco mejor. La gente la consuela. Yo sonrío: me gusta que Taylor crea en la objetividad de lo bueno, en que hay discos indiscutiblemente mejores que otros y que esos son los discos que reciben premios. Nadie cree en esas cosas en el siglo XXI. Solo ella.
No me interesa para nada comer con Taylor, ya lo he dicho; no tiene buenas anécdotas, no parece que le guste coger lo suficiente como para que me den ganas de escuchar sus historias, ni que sobre algún otro tema tenga algún deseo u opinión que podamos compartir. Sí me gustaría, en cambio, estar con ella en un estudio de grabación. Algo de esa magia en crudo se ve en el documental, pero la evidencia más grande está, por supuesto, en su obra: por más que tenga a los mejores productores y compositores de la escena a su servicio (tampoco hace falta negarlo: Taylor Swift no es Joni Mitchell), Taylor Swift es Taylor Swift, porque si Jack Antonoff pudiera inventar otra Taylor Swift ya lo hubiera hecho. Taylor ha probado sonidos relativamente diversos dentro del espectro de lo popular, desde el country de sus comienzos (que haya salido de una tradición tan fundamentalmente conservadora como esta es, probablemente, el secreto de su éxito: no importa cuánto lo intente, Taylor es una chica que para hacer música tuvo que aprender a tocar la guitarra, no va a ser nunca una cantante salida de Tik Tok) hasta el pop más puro de 1989, pasando por los temas bailables, las baladas y llegando a esta especie de adult contemporary para treintañeras nostálgicas de unos años noventa que casi no recordamos que inauguró en Evermore.
Sus canciones se volvieron más sofisticadas y refinadas con el tiempo, y por eso muchas que la conocemos de siempre pero no la veníamos siguiendo empezamos a escucharla con más atención (personalmente, además, le respeto mucho que no haya tenido ningún coqueteo con los géneros urbanos: estamos hablando, tal vez, de la única estrella pop masiva de la actualidad que jamás ha intentado ser negra, ni por cuatro compases; ni Lana del Rey se salva de eso).
Taylor ha crecido, ha aprendido y ha mejorado, pero en un sentido importante, como siempre pasa con la gente que además de trabajo y disciplina tiene talento puro, todo estaba ya en su primer hit, “Our song”, una canción que escribió para un show de talentos cuando ella y todo el resto de la clase 89 estábamos todavía en el colegio. Es un tema plenamente country, con banjo y armonía a tres voces en el estribillo, pero ya tiene esa redondez de una melodía precisa e infalible que no tiene ni una nota que no sea la que debe ser, ese fraseo que en la estrofa sigue sobre todo un ritmo de lo hablado como para que la centralidad de la letra quede clara desde el principio, ese tono íntimo y a la vez un poquito genérico que es el mix perfecto de Taylor Swift, la chica que siente todo con mucha intensidad pero no siente nada que no hayas sentido vos también, nada demasiado original.
Es esa mezcla de oído y modestia lo que le permite hacer crecer una identidad yendo de sonido en sonido, de color en color, de era en era, como dicen sus fans; melodías que nunca se pasan de listas y en cambio avanzan a paso firme sobre los recursos que Taylor va incorporando con los años; melodías, además, suficientemente cristalinas como para no hacerle sombra a la textualidad de Taylor, que no arma su persona pública en internet, como los chicos del siglo XXI, sino que sobre todo construye su yo poético, un yo que habla en sus canciones mucho más que en sus entrevistas. Un yo que crece con su audiencia, que acompaña lo que sabemos de sus amantes (pero otra vez, más como en el siglo XX que como en el XXI, más como seguimos las historias de amor de Fito Páez a través de sus discos y sus etapas emotivas que como seguimos las de Olivia Rodrigo), pero que antes que contar la historia específica de Taylor lo que hace es ir escribiendo una gramática emocional para estas chicas que como yo, como ella, no saben bien en qué época viven, y por eso aman como en las novelas de antes, pero en el fondo no se bancan lo que viene con eso; así nos va, supongo.
Nunca soñé con Taylor, ni creo que lo haga, pero me gusta su manera de soñar, me identifico con ella. Fernando Pessoa escribió que tenía dentro de sí todos los sueños del mundo; Taylor, y en eso es que me representa, es del tipo de gente que solo tiene un sueño, más de la escuela de Oscar Wilde, que decía que el castigo de los soñadores que encuentran el camino solo a la luz de la luna es que ven el amanecer antes que el resto. Taylor todavía no tiene marido, y eso en Hollywood a los casi 34 es bastante grave; diría, igual, que lo de verla antes que el resto por ahora le viene saliendo bastante bien.
(Este texto salió como prólogo del libro “Ayer soñé” con Taylor, editado por Paz Azcárate y José Bellas para Planeta, en el que una serie de swifties cuentan sus sueños, fantasías e ilusiones con Taylor)
TT