Hace un par de meses un artículo de la filósofa Agnes Callard —que ya había llamado la atención un tiempo atrás con un texto sobre poliamor, en el que explicaba la historia afectiva que la llevó a estar viviendo con su marido y su ex marido— agitó las aguas de una de las pequeñas porciones de internet que habito, la de quienes leen largos textos de no ficción en inglés con aspiraciones mitad literarias, mitad de análisis sociológico a la vieja usanza. El artículo se llamaba “The Case Against Travel”, “el argumento en contra de viajar”. Más allá de lo que vi repetido en Twitter, me lo mandó todo el mundo, supongo que porque es un tema del que hablo seguido, que no me desvive viajar más que por trabajo, que no entiendo bien qué hacer cuando estoy de vacaciones, que si me divierte es porque me divierte estar con mis amigas o con alguien de quién pueda estar más o menos enamorada, pero que definitivamente no le pongo la carga valorativa y subjetiva que le pone a eso la gente de las clases medias y altas urbanas de mi generación. Predeciblemente, el texto de Callard me encantó, y creo que hizo mucho ruido por las mismas razones por las cuales a mí me encantó: su argumento en contra de la idea de que viajar es enriquecedor en términos individuales o sociales va al corazón de la ficción contemporánea de la aventura y la transformación subjetiva. Va, también, al peor lugar: hoy podemos soportar que nos digan que somos malas personas, pero jamás que somos aburridos. Sobre todo: el tipo de gente que se describe diciendo “me gusta viajar” no puede soportar pensar que es aburrida, o que no tiene nada de especial, o que efectivamente hay más oportunidades de investigar la condición humana hasta sus límites en un libro, una clase de filosofía, una historia de amor o una conversación con un extraño en tu propia ciudad.
Volví a pensar en todo esto leyendo Extranjero en todas partes. Los días argentinos de Witold Gombrowicz, una suerte de biografía parcial y ensayada escrita por Mercedes Halfon que acaba de publicarse en la colección Vidas ajenas de la Universidad Diego Portales. Volví a pensar en todo esto porque, de hecho, Extranjero en todas partes es el relato de un viaje larguísimo. En agosto de 1939 un buque de bandera polaca llegó a Buenos Aires, trayendo a una delegación de empresarios, diplomáticos y periodistas o escritores, o periodistas escritores; estos últimos habían sido convocados por la compañía naviera para escribir crónicas sobre el viaje, que se hacía por primera vez; entre estos últimos, además, estaba el escritor polaco Witold Gombrowicz. A los pocos días, frente al inminente comienzo de la Segunda Guerra Mundial, el buque recibe la orden de regresar; el joven Witold, que entonces tenía 35 años, decide quedarse. No habla el idioma ni conoce prácticamente a nadie. Así empieza el periplo que narra el libro, por el cual Gombrowicz termina pasando casi la mitad de su vida en la Argentina, conociendo paisajes de Retiro a La Pampa pasando por Tandil, por Santa Fe, por Entre Ríos, por muchísimos lugares. Volví a pensar en el texto de Agnes Callard porque, bueno, eso sí es un viaje. Gombrowicz conoció marineros y prostitutas, tomó café y vio paisajes, ninguneó a los galeritas de revista Sur y se hizo amigo entrañable de otros escritores. Vivió en pensiones, vivió de prestado, pidió plata, pidió trabajo. Es un poco absurdo comparar eso con pasar una semana en Tokio yendo a comer afuera. Y no, no importa si le decís “ser viajero” o “ser turista”: hay un donarse al accidente y el malentendido que la amplia mayoría de las personas que viajan tomándose vacaciones de sus trabajos estables con sus vínculos estables no pueden conocer ni de lejos. Por otro lado, viajar en la época de internet y de la globalización no tiene nada que ver con la soledad y el desamparo que enfrentó Gombrowicz en Argentina: todos los trámites se pueden googlear y ni siquiera importa demasiado si uno no entiende el idioma, o te encontrás gente que habla inglés o te las arreglás con herramientas digitales; podés incluso googlear a la inversa fotos de las cosas que no sabés que son, como veo todos los días hacer a los rusos que pasean por el parque Centenario o el barrio del Botánico. Para la mayoría de las personas que no nos animamos a una vida interesante y precaria en serio como la de Gombrowicz, y sobre todo en esta época en que para hacer esa vida hay que tomar la decisión consciente de ser una mezcla de hippie con OSDE con monje tibetano, es más probable encontrarnos con una experiencia transformadora enamorándonos, o cambiando de trabajo, o aprendiendo a tocar un instrumento nuevo. Pienso sobre todo en las ciudades, que con internet y recursos de clase media son todas un poco parecidas: en Berlín pasarás 24 seguidas adentro de un boliche, en Madrid tomarás cerveza en la calle, pero después te sentás a trabajar en la misma computadora, la gente se conoce de la misma manera, habla de las mismas cosas.
Sigo leyendo Extranjero en todas partes y pienso varias cosas. Antes que nada, quizás, en la precariedad la existencia que se fue armando: ya casi no conozco escritores así, no conozco casi artistas así, no conozco tampoco pensadores así. Las vidas familiares se volvieron indudablemente más desestructuradas en los últimos sesenta o setenta años (esto es bastante medible y es una tendencia global que no retrocede, aunque cada generación de treintañeros de pronto piense que “volvieron los casamientos” sencillamente porque los empezaron a invitar), pero las vidas económicas hicieron un camino más difícil de calificar. Es verdad que cada vez hay más gente sin un trabajo estable, y es igual de cierto que “no tener un trabajo estable” no se ve casi nunca como una aventura: en los peores casos es una precariedad que deja poco lugar para el entusiasmo o la imaginación, y en los mejores es un cuentapropismo cambiante en el flujo de dinero que moviliza pero relativamente estable en cuanto a las formas de vida que alimenta. Las rutas están más marcadas (la ruta del artista exitoso, la ruta del académico exitoso) incluso en las carreras supuestamente menos tradicionales, y desviarse de ellas tiene costos grandes: tal vez porque la mayoría de los artistas que conozco quieren (queremos) las mismas cosas que quiere todo el resto de la gente, consumir. Comprar ropa, comer afuera, viajar.
Usé el concepto de precariedad en dos sentidos, uno positivo y aventurero y uno netamente ligado a la inestabilidad material, y lo hice a propósito: Judith Butler hace algo parecido en sus últimos libros, su versión es más enroscada pero creo que en el fondo podría superponerse a la mía. Desde América Latina es más obvio: es difícil e incómodo hacer una oda a la precariedad desde la precarización forzosa, pero usar dos palabras distintas, aunque nos ahorraría un par de problemas, también dejaría sin ver la paradoja de que de la precariedad salen cosas interesantes; todo lo “independiente” que tenemos en Argentina, el teatro independiente, las editoriales independientes, son cosas que en las economías ordenadas no florecen. Pienso en el pensamiento antiestatista que está en boca de todos en el último tiempo por razones obvias y pienso que hay algo que entiendo, que es la búsqueda del margen, y algo que en el fondo es la versión perversa de eso que yo entiendo, la versión en la que eso que para mí mató a las vidas interesantes, que es el consumo, termina estando en el centro de la escena, en el centro de las demandas, en el centro en torno del cual se quiere organizar las existencias.
TT