Estoy viendo El oso, la serie de la que internet está enamorado (¿enamorada?) esta semana, y me maldigo a mí misma por haber leído una crítica cuyo enfoque me molestó y ahora no poder dejar de pensar en la serie en términos de una respuesta a esa crítica. Soy adicta a leer reseñas y discusiones, y a la vez soy consciente de que es completamente enloquecedor que ya no podamos acercarnos a una obra sin vernos al mismo tiempo inundados por la recepción de esa obra. Las críticas, las audiencias, lo que dice la gente en redes, lo que hace la gente en los cines; siempre supimos estas cosas pero ahora directamente podemos saberlas sin siquiera tener claro de qué o es de está hablando (me está pasando en estos días con Gran Hermano, programa que no estoy mirando pero que sigo con entusiasmo a partir de la cobertura tuitera).
La nota que me molestó era de una crítica del New York Times, Carina Chocano. Según ella, El oso, una serie de Star + sobre un ex chef de restaurantes de lujo que se hace cargo del bolichito familiar después de la muerte de su hermano, no era una serie sobre la cocina sino sobre “el pánico del trabajo moderno”. Entiendo que lo de que “no hace falta haber trabajado en una cocina para reconocer el caos y la precariedad que el show describe” es una forma de decir, y sobre todo una forma de pensar, pero justamente es eso lo que me molesta, esa forma de pensar. Me molesta porque El oso es una serie sobre cocina: hay subtramas enteras sobre personajes probando métodos nuevos, diálogos con relatos de recetas que deben cubrir más de una página, vocabulario específico, planos de varios segundos de gente cortando cosas en juliana o en brunoise, escenas larguísima explicando formas de organización de las cocinas. Supongo que hay algo personal; ya he contado alguna vez en esta columna que trabajé varios años como periodista gastronómica, y es un oficio al que no sólo le tengo cariño sino que conozco un poco más de cerca que otros. Pero de verdad: siento que efectivamente hay algo que El oso capta de la especificidad del trabajo de cocinar, que a diferencia de trabajos como la limpieza (siempre hechos por personas con salarios mínimos) o las profesiones liberales (siempre ejercidas por la clase media) cubre un espectro amplísimo de sectores sociales que se encuentran, quizás por primera vez, en la cocina de un restaurante. El oso capta, también, la satisfacción única que puede dar el trabajo de cocinar, de hacer algo bien hecho y que da placer, un trabajo manual y de servicio que sin embargo está mucho menos desvalorizado que la amplia mayoría de los trabajos manuales y de servicios: en el fondo creo que lo que más bronca me da del artículo del NY Times (sé que exagero, pasa que uso la bronca para pensar) es que siento que cuando habla de “el trabajo moderno” la autora está hablando de los trabajos cuello blanco que hacen sus lectores, trabajos que en muchos casos no deberían existir y son producto de burocracias corporativas absurdas, esos que el gran David Graeber llamó bullshit jobs. Esa gente tendrá sus cafecitos de Starbucks y sus vacaciones para Instagram, pero no conocerá nunca la satisfacción de hacer un trabajo impostergable, atender a un cliente que tiene que ser atendido, ocuparse de algo concreto que no hay que preguntarse para qué sirve o qué sentido tiene. Es virtuoso que la serie de Christopher Storer pueda mostrar esa belleza al tiempo que deja en claro que el trabajo en la cocina puede ser una auténtica tortura. Que alguien escriba, entonces, que El oso es una metáfora de todos los trabajos me ofende como persona que ama la comida y como persona que trabaja, que sabe que ningún trabajo es como todos los trabajos: es una forma horrible de pensar el trabajo como explotación genérica, una manera de ver que casi parece inventada por gente que nunca trabajó o que no tiene ningún respeto ni curiosidad por el trabajo de la demás.
Sigo ahondando en mi rabia caprichosa incomprensible, y pienso que este asunto me molesta sobre todo como escritora, y como crítica, supongo; últimamente parecería que para que una obra sea interesante tiene que estar hablando de otra cosa, de una cosa lo más universal posible por una parte y lo más cercana a la experiencia del crítico por la otra. Trato de recordar las discusiones sobre Heidegger y las lecturas de Fenomenología que hice en la facultad, pero pasaron demasiados años y ni siquiera presté suficiente atención en el momento. Creo que recién ahora entiendo por qué es interesante la pregunta de si para conocer un objeto tengo que acercarme yo a él o acercarlo a él a mí, si son cosas distintas y en qué consistirían; y sobre todo, la pregunta por si se puede conocer algo en la inminencia, conocerlo y pensarlo en lo que es, fuera de toda relación, y ese conocimiento es algo que se puede comunicar o es una experiencia intransmisible que entonces es difícil pensar, en términos claros al menos, como un conocimiento. Entiendo la importancia de estas preguntas ahora que me siento rodeada por relaciones, que vivo en un mundo en el cual escribir es escribir sobre el modo en que una cosa en realidad se trata de otra cosa, otra cosa lo más cercana posible, otra cosa con la que los lectores se puedan identificar. Y llego a una especie de nudo: en el fondo siento que solamente en el sexo y en el trabajo, en algunos instantes de intensidad, puedo salirme de la trampa de las relaciones, de la trampa de traer los objetos hacia mí. Me molestó entonces esa nota porque hablaba mal del trabajo, en parte, y quizás entonces porque tiene razón, porque yo me identifico con esos personajes que cortan cebollas en pluma a toda velocidad y la sensación de que solo en ese momento, o casi solo en ese momento, estás entrando en una comunión con una verdad no discursiva, una verdad que no habla de ninguna otra cosa. Supongo que me ofende que justo en este caso reduzca el trabajo a una precariedad absurda cuando para algunas personas (no para las grandes masas, pero sí para mí, y para los personajes de la serie), es una explotación que le da sentido a la vida, una explotación demasiado dulce.
TT