Opinión

Extractivismo urbano, o de cómo convertir en negocio privado 500 hectáreas de terrenos públicos

12 de diciembre de 2020 02:43 h

0

Cuando Adrián Gorelik analiza la formación de los barrios porteños, a comienzos del siglo XX, sostiene que el trazado previo de la grilla de manzanas que cuadriculaba el territorio de la ciudad permitió que los barrios se conformaran como ámbitos políticos de convivencia compartida. Aquella grilla de calles rectas fue precisamente la marca de la voluntad política del Estado por guiar la expansión. La grilla ofició de vía de propagación del espacio público a toda la ciudad, convirtiéndola en un tablero de mezcla cultural, simultaneidad social y manifestación pública. 

Buenos Aires creció en función de un espacio público integrador de la diversidad. Y creció con el cuidado de otorgarle a ese espacio territorios de inclusión social en sus plazas, su arbolado, sus bosques, sus áreas de integración, sus políticas de salud, vivienda, educación. Era la época en la que Benito Carrasco construyó la Costanera Sur para que los habitantes humildes de los barrios no pudientes pudieran gozar de una playa porque no podían ir a Mar del Plata.

Cien años después aquella ciudad no existe más. 

No es que seamos mucho más pobres que hace cien años, es que la voluntad política viró de la noción de bienestar general como voluntad política a la noción del negocio público privado con tierras públicas. Se trata de eso que, más que gentrificación, se llama extractivismo urbano.

Fue un proceso que, a grandes rasgos, se inicia durante la década de 1970 con la autopista del intendente Osvaldo Cacciatore bajo la dictadura militar. Fue el primero que vio un gran negocio en las tierras que ocupaban las Villas 20 y 31, a cuyos habitantes, por suerte sin éxito, intentó desalojar. Cacciatore podría haber trazado un tren como acceso rápido al aeropuerto de Ezeiza, pero el cemento y los autos son siempre mejor negocio. Con él se inicia una desaforada red de autopistas urbanas que parten la ciudad en fragmentos de cemento inhabitables.

La construcción, que hoy es destrucción, mide un progreso que no es para todos. El segundo intento de balcanizar la Ciudad de Buenos Aires fue la creación de Puerto Madero. Por decreto presidencial, sin pasar por el Congreso y apenas entronizado Carlos Menem, el flamante intendente Carlos Grosso, que a la sazón trabajaba para las empresas de la familia Macri, privatizó ciento cuarenta y siete hectáreas al pie de la Casa Rosada, casi en plena City porteña. Un suculento bocado para la Facultad de Arquitectura y empresas constructoras. 

Puerto Madero fue la mayor reconversión urbanística de la ciudad en años democráticos antes de la llegada de Mauricio Macri a la intendencia de Buenos Aires. Hoy ese ¨barrio¨ no tiene una escuela, un correo, una placita donde buscar sombra. El 65% de los departamentos de esta tierra de nadie, habitada por gerentes, políticos y turistas, están vacíos. Es el enclave más seguro de la ciudad, custodiado por la Prefectura, la Gendarmería, la Policía de la ciudad y una cuantiosa lista de servicios de seguridad privada.

Con el macrismo arribó la tercera ola depredadora. Por su obsesión de privatizar el espacio público y entregarlo a la especulación inmobiliaria, inicia un período de transformación que no sólo le cambia la esencia a la ciudad, sino que la torna vivible sólo para los que pueden pagarla. Fue el golpe letal a aquel trazado urbano descripto por Gorelik. Comenzó en 2007 y continúa hasta hoy, acelerada hasta el paroxismo por Horacio Rodríguez Larreta, el actual intendente. 

Quien hubiera analizado en profundidad los ocho años de Macri frente a la intendencia, sin encandilarse por la profusa propaganda amarilla, habría deducido fácilmente cómo sería su gestión frente al gobierno nacional:  entre 2007 y 2015 se privatizaron 205 hectáreas públicas para entregarlas al negocio inmobiliario de empresas amigas. Se desfinanció la educación pública a favor de la privada: no se construyó una sola escuela, tampoco ni uno solo de los prometidos jardines de infantes. 

Se pulverizó el presupuesto para viviendas sociales. La prometida urbanización de las Villas quedó en la nada, siguieron sin luz, sin agua, sin servicios sanitarios. En 2014, el 12% de los habitantes de ciudad más rica de América Latina vivía en Villas Miseria. 

De los diez kilómetros de subterráneos prometidos solo se terminaron aquellos que financiaba el gobierno nacional y habían sido planificados por Aníbal Ibarra. Desde entonces no se construyó un solo metro adicional para el único transporte capaz “limpio” capaz de descomprimir el tránsito.  En su lugar, visibles en toda la ciudad, inscriptos en la aparente traza vacía de las avenidas, nacían los carriles exclusivos para colectivos. El Metrobús configuró la revolución del transporte de la era macrista. Se ganaban cinco minutos para recorrer el trayecto del Obelisco a Constitución a costa de mayor polución y la muerte de cuatrocientos árboles añosos, emblemas de la ciudad que desaparecía. 

Pero la ciudad vibraba de satisfacción creyéndose a pie juntillas el paradójico slogan “En todo estás vos”.  En aquella época, Macri, todavía al frente de la intendencia, firmó acuerdos con el Comité Olímpico Internacional para organizar en 2018 los Juegos Olímpicos de la Juventud. Las condiciones eran que no se construyeran emplazamientos nuevos y se aprovechara la infraestructura deportiva con la que contaba la ciudad. 

Quien los llevó a cabo fue Horacio Rodríguez Larreta. No cumplió ninguna de las condiciones pactadas con el Comité. Aprovechó para privatizar apetecibles territorios deportivos (el Tiro Federal y el Cenard) para construir “la Villa Olímpica” en la Comuna 8, la más pobre de la ciudad. Prometió que las nuevas construcciones se usarían como vestuarios para los atletas primero, y le serían adjudicadas a los habitantes de la Villa 20 después. Pero aquellas viviendas fueron a parar a manos de bancos privados que las vendieron a través de créditos UVA, ajustados a la inflación. Impagables. Dos años después allí no vive nadie, también porque en su barato esplendor, parecen pegadas con cartón corrugado. 

Aquellas construcciones fueron subsidiadas por el estado municipal y le costaron al erario 1.040 millones de dólares. Al eficiente Rodríguez Larreta, que de su origen peronista sólo le queda ser admirado por políticos y ciudadanos por ser “el primer trabajador”, sería mejor pedirle que no trabajara tanto. Porque ese trabajo cumple con una falsa idea de progreso: la destrucción de la identidad urbana y la absoluta ausencia de pensar en el bien común. Como dijo alguna vez el adversario Martín Lousteau antes de convertirse en fiel adlátere: “Todo lo que se puede vender se vende”.

Horacio Rodríguez Larreta le agregó a las privatizaciones 300 hectáreas más. En trece años de gobierno amarillo, se le han entregado al negocio inmobiliario un total de 500 hectáreas públicas. Una superficie que equivaldría a 245 Plazas de Mayo. Si no fuera por la pandemia, también se habría puesto a la venta el predio de cinco hospitales públicos que están en lugares apetecibles para el negocio. Soledad Acuña, ministra de Educación de la Ciudad, sigue con su empecinado proyecto de UNICABA: subastar los 18 Institutos de Enseñanza Superior para concentrarlos en un solo edificio. 

Torres y edificios no son viviendas (la población de la ciudad no crece desde 1946), son objetos de inversión de excedentes. Se compra ladrillo no para vivir sino para invertir. El censo nacional del año 2010 midió un 23% de departamentos desocupados en Buenos Aires. Hoy están en venta todos los predios del Ferrocarril, los antiguos mercados, predios verdes en Chacarita, Costa Salguero y Punta Carrasco a la vera del Río. El modelo es Puerto Madero: la vista al horizonte a lo largo de toda la costa solamente para quienes puedan pagar nueve mil dólares el metro cuadrado. Sin tomar recaudos contra el cambio climático por la pérdida de suelo absorbente precisamente cuando el Instituto Internacional de Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés) vaticina que en veinticinco años todas las ciudades costeras del planeta estarán inundadas. 

Hemos perdido la identidad, la huella del pasado y la memoria. Hemos perdido la esencia de los barrios, aquella ciudad donde era alivio cobijarse bajo la sombra protectora de sus plazas en verano, aquella ciudad inclusiva que mitigaba nuestra estrafalaria nostalgia de ser París. Hoy somos un triste remedo de un Dubai en ruinas: la ciudad de la exclusión, la ciudad cercada para ricos e intemperie para pobres. La ciudad entregada a empresas amigas de luminarias para que poden tres veces por año los pocos árboles que nos quedan.