La voz de Alberto Fernández suele cambiar de registros según los interlocutores. Puede ser, además del hombre de Estado, el paciente pedagogo, el profesor de Teoría del Delito de la Facultad de Derecho, con apego a la letra escrita, el hincha de Argentinos Juniors y, el caso que me interesa, el fan de música. Fernández se presenta ante todo como un amante declarado del rock argentino de principios de los setenta. Es, de esta manera, el primer “roquero” en el poder, toda una peculiaridad generacional teniendo en cuenta las rispideces culturales de aquellos años que la JP cantaba eso de “no somos putos, no somos faloperos” (la consigna no siempre era de estricta aceptación, vale aclarar). De vez en cuando comunica sus preferencias de modo normativo.
Con su guitarra a mano, Fernández inscribe su nombre en el peculiar campo de las asociaciones entre el sonido (o sus metáforas) y la política argentina que vienen del trasfondo de su historia. Recordemos al pasar que el himno comienza con un imperativo sensorial: “oíd el ruido de rotas cadenas”. Juan Bautista Alberdi no solo pensó una estructura jurídica para el país: escribió un tratado sobre el piano. Y qué decir de Juan Domingo Perón. Irá en su vida de lo visual a lo aural, del “llevaré grabado en mi retina este maravilloso espectáculo”, el 17 de octubre de 1945, a un cambio de sentido, el 12 de junio de 1974, cuando en su despedida frente a la multitud asegura albergar en sus oídos “la más maravillosa música que para mí es la palabra del pueblo argentino”.
Se sabe que Perón era un gran seductor. Uno de los modos de captar la atención de la joven oficialidad del Ejército fue su condición de limitado piano man. Sus tres esposas, Potota, Eva e Isabel, tuvieron una relación con el instrumento. Para la primera era una actividad lateral (enseñaba guitarra). La abanderada de los humildes fue varias veces fotografiada frente a las 88 teclas. “Estamos en la puerta de un lujoso departamento en el lujoso Barrio Norte. Junto con el timbrazo se acallan las notas de un piano en el que se iban desgranando los acordes de un vals -muy siglo XVIII, muy antiguo y muy romántico-. Segundos después nos recibe cordial y sonriente, Eva Duarte, hacia quien vamos en plan de reportaje”. El periodista es pudoroso. “¿Interrumpimos su ejecución?”, le pregunta Radiolandia el 2 de setiembre de 1944. Isabel supuso un salto en la pericia técnica: al momento de conocer a Perón, en Santo Domino, era profesora matriculada.
El general tenía también palabras para la música. “Los clásicos me interesan, pero de vez en cuando”. Pero por sobre todo le gustaba el tango. Decía que “Chorra”, de Discepolín, era su preferido. La riqueza sónica del primer peronismo ha sido diseccionada con gran sagacidad en La marchita, el escudo y el bombo, de Ezequiel Adamovsky y Esteban Buch. Es un capital rítmico, textural, impreso en el cuerpo.
El kirchnerismo, vía Fernández, ha establecido desde 2003 otras coordenadas, asociadas a su temprana lectura de la revista Pelo. El entonces jefe de Gabinete devino curador de los recitales de rock en la Casa Rosada e impulsó la definitiva creación en 2005 del Instituto Nacional de la Música (Inamu). Su matriz ideológica fue cuestionada por un intelectual del peronismo como el guitarrista Juan Falú, después de que esa institución promoviera asociar la conmemoración del Día Nacional del Músico al natalicio de Spinetta.
Pero ha sido especialmente a partir de la construcción de su candidatura a presidente que esa faceta vocacional de Fernández adquirió otra dimensión. Incluso rasgueó su guitarra en campaña. El peronismo musical pasó así musicalmente del marfil a la cuerda tensada. Del salón al fogón. De la foto íntima a la pantalla. La condición de instrumentista aficionado que maneja asuntos de Gobierno no tiene antecedentes en Argentina. Una novedad si se la compara con la historia norteamericana. Harry S. Truman (1945-1953), el hombre que autorizó el uso de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki, había sido pianista y solía dar cuenta de cómo su pasión juvenil debió ser sustituida por un interés mayor con glosas de Chopin, Mozart y Bach en la misma Casa Blanca. Richard Nixon se jactaría también de su condición no solo de pianista sino de autor de un Concierto que “estrenó” durante un programa de entrevistas. Bill Clinton fue monofónico: tocaba el saxo.
Al presidente argentino, además de tocar, cuando puede, le gusta hablarle al país sobre sus ídolos y afinidades electivas. Llevó a Litto Nebbia a su despacho para hacer honor a una vieja amistdad. Su primer disco, ha repetido, fue el de Los Gatos. Nebbia se desempeñó además como su maestro de guitarra. “Es el padre del rock nacional, el primero que fusionó el rock con el tango, el folklore, el samba brasileño”. Fernández se acompaña en ese despacho de una fotografía de Luis Alberto Spinetta. El cuadro, como un ícono bizantino, se encuentra sobre el escritorio, convive con informes quizá desoladores. El presidente también cultivó una relación con el Flaco. La mirada a veces debe dirigirse hacia esa imagen. Tal vez en los días de desasosiego le gustaría corregir su “Cantata de puentes amarillos”, el momento en que se canta eso de “aunque me fuerzen yo nunca voy a decir/ Que todo el tiempo por pasado fue mejor”.
La música es su otro modo de participar del discurso social. “Yo me acuerdo que era el rock y del otro lado Palito Ortega. Palito era el anticristo”, le dijo a Roberto Pettinato, recordando el modo en que se construyó una identidad en los setenta. En agosto pasado grabó un video a Gustavo Santaolalla por su cumpleaños con estrofas de “Vasudeva”, del disco Tiempo de resurrección de Arco Iris. “Vive a la orilla de un río... En algún lugar... En algún lugar... En las noches de frío, con una nube se suele abrigarrrrrrrrrr...”. Ante un pedido del periodista Claudio Villarruel, el presidente ofició de ocasional disc jockey y eligió “Todas las hojas son del viento”, de Spinetta, porque la encontró ejemplar en medio de la crisis sanitaria gracias a eso de “cuida bien al niño”.
A veces Fernández no es solo presidente sino fan (¿quién no lo ha sido?), y como tal, se permite sus binarismos, lo que lo ha llevado a marcar diferencias con su hijo Estanislao. “Le gusta mucho la música electrónica, que para mí en cualquier caso eso no es música, es otra cosa. Me cuesta más entenderlo”. Las discusiones en ese terreno siempre permiten una intransigencia y un modo de entender “la verdad” que la política rechaza por principio. El music lover no se desdice. Ha forjado un gusto y (Bourdieu dixit) un criterio de distinción. Cree que puede separar lo verdadero de lo falso. Las palabras le sirven para explicar lo que la propia música no puede decir. El hombre de Estado, en cambio, acepta las correcciones de la contingencia. La experiencia de un año de Gobierno albertista es al respecto, desde Vicentín a sus derrotas frente a “el campo”.
Lo musical y lo pecuario acaban de entrelazarse. El presidente recibió una carta de Paul McCartney con un pedido especial: que Argentina se sume a la iniciativa MFM Meat Free Monday (Lunes Sin Carne). El ex beatle le propuso impulsar la medida en las dependencias públicas y las escuelas. Fernández le contó al periodista Ernesto Tenenbaum que si Paul le tocaba “Blackbird” en su despacho no comería más carne. “Es la máxima aproximación que tengo con los veganos”, bromeó (de lo contrario, además de los poderes fácticos, también se rendiría a una fuerza órfica). El estadista podría en rigor decirle a Paul, con su afanosa búsqueda de consensos, que el consumo de carne se encuentra a niveles de 1920 y que, por obra y gracia de un desastre heredado y la pandemia, la proteína vacuna no ha formado en 2020 parte del menú nacional en muchísimas mesas. Faltó los lunes así como los martes, miércoles, jueves o viernes.
AG