El mundo exterior de la política se parece al mundo interior de la sociedad: está obturado. El conflicto de la política y la justicia, pregunta alguien, ¿con qué se come? La sal de la vida está cortada. Ya llevamos demasiados años sabiendo cómo vivir con los problemas, pero no cómo solucionarlos. ¿No queremos resultados, queremos procesos? La política del siglo XXI no te quiere feliz: te quiere intenso. Toma un plan de lucha y te diré cómo vivir. Y los pendientes, los temas bajo llave.
El tema tarifas es uno de esos temas hace veinte años. Quedó bajo la alfombra, incluso de la sensatez. Desde que se rompieron los contratos cuando se rompió la convertibilidad. Néstor Kirchner se consagró a un mandato político desde 2003: nunca dar malas noticias. Lo contó bien esto Mario Wainfeld en sus crónicas sobre Néstor. Y esa obligación imperó cuando las buenas noticias no llegaban en la obsesión por las batallas semánticas. Peleas por las estadísticas, llamar deslizamiento cambiario a una devaluación: mucha fe en las palabras y su poder. Como ese verso de César Vallejo: “Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar”.
Los nombres de los ministros de Economía hacen época. Construyen la “poética” de un tiempo. Una época se talla en los ministros que recordamos o en qué recordamos de ellos. “Hay que pasar el invierno”, dijo Álvaro Alsogaray, allá, en los primeros sesenta, cuando era ministro de Frondizi. La frase se refritó para siempre. Cumplió, como dijo Atahualpa Yupanqui, el destino del arte popular: se hizo plural y anónima. Muchos la dicen sin saber quién la dijo. Los ministros de Economía están en el vocabulario de todos, y sobre todo, de aquellos que no les gusta la política. En el café al paso en una GNC, en la fila del supermercado, en la salida de la escuela o el whatsapp escolar: dólar, tarifas, salarios, jubilaciones, tarjetas. Funciona en esos clóset. Hasta la última dictadura, que no pudo evitar que la crítica a la política de Martínez de Hoz (que circulaba incluso entre generales que no tenían ningún empacho en seguir metiendo picana) se filtrara en la prensa. Clarín y Convicción (el diario de Massera) portaban ese estandarte del “permitido”. La represión fue la condición para el cambio de matriz, pero esa matriz se podía criticar. Discutan los fines pero no los medios, era el rezo.
La Argentina tuvo veintiséis ministros de Economía desde 1983. La democracia llegó con el neoliberalismo bajo el brazo: endeudamiento, inflación, clase obrera cagada a palos. El promedio de duración de un ministro de Economía desde el 83 en el cargo es de un año y medio. Hubo algunos súper ministros, hubo claveles del aire, hubo uno que murió en el ejercicio a cuatro días de asumir, hubo otros que saltaron a la política, hubo alguno que no recuerda nadie. Y así. Veintiséis ministros a lo largo de nueve presidencias: Alfonsín, Menem, De la Rúa, los siete días inolvidables de Rodríguez Saa, Duhalde, Kirchner, Cristina Fernández, Macri y Alberto Fernández. Veamos ese largo camino.
El primero de ellos, Bernardo Grinspun, un economista de partido para un país sin economía, mostraba el lado voluntarista de un Alfonsín que había ganado leyendo mejor “la herencia del Proceso”, pero que tardó en encontrar al intérprete adecuado de su fracaso económico: no estaba el horno para anhelos industrialistas. La economía de la democracia no es voluntarista. Los gobiernos se pueden anotar goles en muchas áreas, pero si pierden la economía, pierden el partido. Juan Vital Sourrouille fue el ministro de Alfonsín. Los anteojos de Sourrouille, como las camperas de cuero de Saúl Ubaldini, van al museo de objetos de esa década. El Plan Austral, tan bueno y de laboratorio, como fuera de la realidad, escuché decir a un miembro de ese equipo. Pulverizado el “plan”, entran en ese listado los ministros del final alfonsinista: Juan Carlos Pugliese (autor de otra gran frase “poética”: les hablé con el corazón, me respondieron con el bolsillo), y luego Jesús Rodríguez, en una dinámica rugbier: el ministerio como esa pelota ovalada que le tiran al que viene atrás. El primer gobierno de la democracia nació con el miedo a los Carapintadas y terminó fusilado por los remarcadores del Hogar Obrero.
Menem tuvo de todo: el más efímero y el de más larga duración. Miguel Ángel Roig duró cuatro días. Del 14 de julio al 18 de julio de 1989. Y murió. Ese proceso, del 89 al 91, mientras el mundo abrazaba el Consenso de Washington, se consumió a dos más: primero a Mario Rapanelli, luego a Erman González (el último peronista que ganó una elección en Buenos Aires). Hubo una tapa de Página 12 tras el envío de dos fragatas al Golfo Pérsico que tenía a un pelado con casco y decía: “Tiembla Irak”. Domingo Cavallo, entonces canciller, tomado para la chacota en un chiste que duró poco: fue el más longevo ministro de Economía entre 1991 y 1996. La caída del Muro de Berlín y la híper, dos telones de fondo que habilitaron la profundidad de las reformas. El bajofondo de esa década está en la durabilidad de ese nombre: el rostro, los ojos y la pelada de “un peso, un dólar”. Cavallo se fue en el 96 y volvió en 2001. El padre de la “criatura” vino a morir con ella.
Con Cavallo se enanca la figura del súper ministro. Un plenipotenciario que aúpa facultades y sostiene estoico un rumbo. En la autobiografía de Felipe Solá se lo pinta de cuerpo entero: para reunirse con Cavallo había que pasar a las seis de la mañana por su departamento de Barrio Parque y trotar a caminar entre él y su custodia. Cavallo coleccionaba secretarías a su alrededor, iniciaba las reuniones de su gabinete temprano hasta pasado el mediodía y solía decir sobre el final “¿algún quilombo más?”. Hundió al país, pero tenía el Estado y el cargo encima. En 1996 fue reemplazado por el opaco Roque Fernández. Las reuniones eran al mediodía, breves y concluyentes en su tono: “no me traigan quilombos, por favor”.
El gobierno de De la Rúa tuvo tres y podría no haber tenido ninguno: José Luis Machinea, luego, y fugaz, López Murphy (Franja Morada se ufanaba de haberlo echado) hasta que llegó, con la venia del FREPASO, de nuevo Domingo Cavallo… para irse impotente después de, como decía González Oro en las mañanas de aquella Radio 10, “cagar a pedos a medio mundo”. La sociedad lo sacó en el mayor hervidero nacional de la Historia. Esos dos tiempos explican todo: un ministerio que parecía inquebrantable (¿cómo ser ministro después de Cavallo?) y un ministro último “ruinoso”.
Vendrá Duhalde y tendrá tus ojos: colocó a Jorge Remes Lenicov para hacer lo que había que hacer. Alrededor de la crisis de 2001 hubo dos presidencias cortas e inolvidables por distintos “motivos”, una antes y otra después: la de De la Rúa y la de Duhalde. La del que no quiso terminar con la convertibilidad y pagó el precio; la del que terminó con ella y pagó el precio. Remedio y veneno, en el mismo prospecto del 1 a 1. Roberto Lavagna asumió en abril de 2002. Y fue el segundo súper ministro de Economía argentino. Tan así que Néstor Kirchner en la campaña corta de 2003, como señal de tranquilidad, dijo que iba a mantenerlo. Tuvo pocos contrapesos en el nuevo gabinete: por empezar, sólo al poderoso Julio De Vido, que era ministro de Planificación (manejo de la obra pública). Si Cavallo marcó un “período de gracia”, el de la convertibilidad, Lavagna fue el hombre del tiempo de crecimiento a tasas chinas que nos sacaba del precio aciago de lo que venía después del 1 a 1. No hay Lavagna sin Remes, como no hay Kirchner sin Duhalde. Pero Lavagna aparecía hasta 2005, cuando renunció, como rostro sobrio del incipiente “modelo”. Del crecimiento al desarrollo fue el eslogan de su campaña presidencial en 2007.
Kirchner mató la idea de “súper ministro” porque quiso serlo él, porque sospechaba que en esa idea se acoplaban las expectativas del mercado (tener un ministro más “autónomo”, más impermeable a las demandas demagógicas de la política). Felisa Miceli completó el mandato y cayó en desgracia: las internas y la bolsa de dinero. Llegó Miguel Peirano, un industrialista que duró poco, y al que le ganó la pulseada Guillermo Moreno. Luego, Cristina -menos “economista” que Néstor- ungió primero a Martín Lousteau (fagocitado por la 125), luego a Carlos Fernández hasta que llegó Amado Boudou, cuyas aspiraciones eran totales… Su caída, ya como vicepresidente, y la transición política que implicaba el proceso después de la muerte de Kirchner, fue un reparto demasiado loteado de la economía en el que convivían el nombrado Hernán Lorenzino con Axel Kicillof, Guillermo Moreno y Mercedes Marcó del Pont.
Y llegó Axel, tercer súper ministro, aunque en los tiempos finales del ciclo kirchnerista. Sin embargo, aunque no estuvo atado a un tiempo memorable (el 2014 fue un año duro de la economía) vino a poner orden a una dirección diversificada en demasiadas manos. Sin embargo, Axel cosió algo diferente entre economía y política: fue, de hecho, el que más éxito electoral supo cosechar de los súper ministros. Un defensor del “modelo” aunque le haya tocado el tiempo de las vacas flacas de ese modelo.
Macri no quería súper ministros en ninguna área, menos la económica. Su plan de “devolver” el poder (traducido demasiado literalmente como “que gobiernen los mercados”) era prácticamente un desguace de la política más que del Estado: pasó Alfonso Prat Gay sin pena ni gloria, pasó Nicolás Dujovne, al que se le cortó el plan de endeudamiento, y finalmente vino Hernán Lacunza a aterrizar el avión. Pero quien putea la mishiadura del macrismo putea a Macri, no recuerda casi ninguno de esos apellidos. Ahí reside su idea de “administración”, de desinfle, de tercerización del poder.
Para tomar un café con un ministro de cualquier gobierno hay que atravesar pasillos, salas de espera, secretarios que te ofrecen café, cafés que te sirven en el exacto momento en que otra secretaria te dice “podés pasar” y que tomás en dos sorbos. Pero el estado de ánimo de los ministros en tiempos del macrismo es el tema. Medias horas de charla atravesadas por el peso del silencio: que el litio, que el arranque exportador de los frigoríficos, que el turismo, que los vuelos de Córdoba a Iguazú. Una Disneylandia en un baldío. Tono monocorde, sonrisa polite. Al rato, siempre llega el famoso cómo la ves. Mal, ministro y se adjuntan detalles basados en el dogma de Mario Bernardo de Quirós: “agarrá una silla y sentate a mirar qué le pasa a la gente”. Los tonos se embeben también en la sensación térmica del microclima del ministerio macrista: se respira desmotivación. La impresión que exudaba cada funcionario amarillo era la del macrismo todo: que estaban en piloto automático o a desgano, sin las ínfulas previas donde el país se daba vuelta como una media abriendo el cepo. La bendita función pública. Desde “afuera” se aspira a que en la puerta de cada ministerio público, al lado del molinete, los reciba a los visitantes, o al delivery o a un secretario de Estado un Caruso Lombardi con pantalón tres tiras que les golpea el pecho y les dice “¡vamos, vamos!”. No importa para qué pero no se puede hacer nada, ni el mal, sin pasión. Finalmente, en esa tarde corta, llega el momento de hablar del déficit, la sentencia: “bajarlo de a poquito”. Esa línea dibujada en el aire, esa leve pendiente del dedo índice, esa procrastinación gesticulada de izquierda a derecha, que debe haber sido la coreografía más repetida del elenco de los primeros años macristas. Todo en pendiente, todo de a poquito, todo gradual. “Un empresario poderoso me dijo que esto no es un ajuste”. Las críticas las escucha porque lo que escucha es que no suena el teléfono. El tiempo vuela. Cuarenta y cinco minutos. Demasiado tiempo para cualquier conversación desinfla la conversación. Apretón de manos y la conclusión: esto se va al carajo si el ministro de economía pierde cuarenta y cinco minutos así. Como decía Leónidas Lamborghini, “la nada nada en agua fría”. Otra mancha más al tigre que ruge: ¡saquen los dólares de ahí! Tiempo después comenzó la corrida cambiaria, se cortaron los dólares con que también se pagaba gasto corriente, al avión se le abrió la ventana, quisieron ajustar todo de golpe y se vinieron años de aguantar los trapos para un gobierno sin aguante.
En la espalda de Guzmán
La elección de Martín Guzmán se sostuvo en la idea de un ministro fuerte. Aún bajo el diseño de ministerios tan repartidos. Matías Kulfas; en Producción, Luis Basterra; en Agricultura, Cecilia Todesca, en jefatura de Gabinete; el ministerio de Transporte,… y así. El desguace político se mantuvo. Pero la falla tectónica de Guzmán es la de todo el gobierno con su ya histórico sistema de vetos cruzados. Y si bien construyó un vínculo con Cristina, eso no impide lo que parece: hay que rendir examen cada vez.
Todos los gobiernos tuvieron internas, los repartos de ministerios, esos loteos que nombran “segundos” para que controlen al “primero”, cosas más o menos clásicas. Pero una fina línea separa los zamarreos del “reparto” de un literal palo en la rueda. Una cosa son las roscas de los presupuestos, los desvíos de fondos, las agachadas de nombramientos, otra cosa son los palos a lo que se llama: el quid de la cuestión. Guzmán comprobó no sólo eso estos días, sino las condiciones de la política albertista… el huevo de la serpiente: lo solos que pueden quedar los que quedan bajo “fuego amigo”. Negar la interna, el mandato forzado. Pero esta interna no es un tire y afloje más: es sobre cómo resolver uno de los grandes temas. Llamarlo interna es casi bajarle el precio: es, al fin, una discusión estructural sobre la mesa.
Un asesor allegado a Balcarce 50 dice: “No se me escapa el impacto de una suba de tarifas sobre el poder adquisitivo de los hogares, pero sin ninguna duda peor, mucho peor, en todos los planos, es la inflación. Macri nos ganó en 2017 después de ajustar bastante las tarifas. La inestabilidad de los precios es mucho más disolvente. Además, ¿por qué no queremos ajustar unas tarifas y tenemos cero problema en dar aumento a las naftas?”. Los números deI INDEC sobre la inflación respaldan la opinión del asesor. En diciembre de 2017 la inflación era del 24,8 por ciento. En diciembre de 2019 llegó a 53.8 por ciento. Las urnas danzaron al ritmo del IPC.
En la presentación de este viernes de la ampliación de la cobertura de la tarjeta Alimentar, Guzmán dijo: “Debemos ser autocríticos con los subsidios energéticos. Hoy tenemos un sistema de subsidios que es pro ricos, con una pobreza infantil que está en 57 por ciento”. No le faltan agallas. Que la clase media alta pague más y los pobres paguen menos. Ricardo Rotsztein, profesor de Finanzas Públicas de la UBA dice: “De Vido quiso hacer sintonía fina con los subsidios pero aplicó un criterio que era que a mayor consumo, mayor ingreso. Pero como las tarifas habían estado planchadas tanto tiempo y los aires acondicionados estaban baratos había dejado de ser cierto que más consumo implica mayor ingreso. Hoy aparentemente hay un problema técnico porque los servicios de luz y de gas no siempre están a nombre de quien lo utiliza. Es decir no hay debate sobre si debe haber subsidios cruzados entre ricos y pobres, sino que el debate es cómo hacerlo. Por ejemplo ahora con la pandemia casi todo el mundo paga por Internet. Entonces las empresas saben quién es el que usa el servicio porque sabe quien lo paga. Para el resto que no paga por internet se debe abrir un registro y listo.”
Guzmán no puede fallar en lo que vino a hacer (negociar la deuda, evitar el default, lo que él llamó “tranquilizar la economía”). Camina un trecho angosto de márgenes. “Gobernar sin dar malas noticias” (el tabú a cualquier “ajuste”) es una exigencia que omite otra verdad: la mala noticia en la que ya viven millones, y de que las soluciones, todas, consiste en patearlas para adelante. Gobernar es posponer, pero Guzmán no quiere posponer. Para el politólogo cordobés, Federico Zapata, “Guzmán es la posibilidad que tiene el peronismo nacional de recuperar algún principio ordenador en la relación con el capital, aunque más no lo sea, un piso mínimo de entendimiento”. Paula Puebla, tuiteó y tatuó al comienzo de su gestión, en febrero de 2020: “Mientras tanto, en el mundo real, un solo tipo -un tipo bastante solo- se carga al hombro el destino económico de un país”. No parece haber cambiado demasiado. Aunque la Pandemia muestra que muchos de los que por derecha reducen su análisis comparativo a Argentina y el Mundo se quedaron casi sin países del Mundo. Es como un triunfo de Toni Negri invertido. Suponen una “racionalidad” económica, cuya ley de hierro ya no encarna ningún país. Queríamos el mundo, pero nos quedamos sin mapa. En ese TEG desnacionalizado, desestatalizado, ¿qué hacemos sin un ministro como Guzmán?
MR