A mediados del 2021 empezamos a pensar la idea de un libro que fuera un compendio de diatribas, textos escritos en contra de algo. La diatriba, la crítica despiadada y el ajuste de cuentas tienen una larga tradición en la literatura, e imaginamos entonces un libro que se entroncara en esa tradición y, a su modo, con temas contemporáneos, actualizara el debate. Convocamos a once autores de diversos orígenes estéticos –narradores, dramaturgos, poetas– entre los que estaba Angeles Salvador, a la que veníamos leyendo con mucho interés. “Me va a encantar, ya te digo que sí. Tengo que pensar sobre qué quiero estar en contra”, contestó. El 7 de marzo de 2022 retomamos la conversación y Angeles nos dijo que estaba con mucha tos, lo que le impedía pensar limpiamente, pero que se le había ocurrido ya el asunto contra el que quería escribir: la muerte. Se puso a escribir mientras –nos contaba por mail– visitaba médicos y se hacía estudios. Así, en esa carrera contra algo que aún no sabía lo que era, escribió esta diatriba. Llegamos a tener dos o tres intercambios ya con el texto escrito y entregado (sugerencias, retoques, detalles) y luego de la última versión Angeles ya dejó de escribir (en el sentido profundo de la palabra). El 16 de mayo nos dijo: “Estoy este año con varios temas de salud, re podrida, la verdad”. Tres días después la internaron. Este es el texto que escribió, quizás su último texto original, sin dudas su primer póstumo. Es el ensayo que cierra El libro de las diatribas, que se publica apenas unos meses luego de su muerte. El libro está dedicado a ella.
Joanna D´Alessio y Mauro Libertella
In articulo mortis
Estaría bien resucitar: que cuando me muera, a la semana, se descubra un método para reactivar el proceso homeostático de mis células y que cicatricen y rejuvenezcan con diecinueve o veintidós años. Que me exhumen y la ciencia me dé el soplo vital. Que me tengan en un hospital hidratada con un suero. Que me miren asombrados. Y me digan que fui seleccionada entre un grupo selecto de muertos recientes para beneficiarse con los primeros ensayos de resucitación celular en occisos humanos y que conmigo han logrado el resultado esperado. Que muchas gracias por regresar a donde no me llamaron. Otra vez. Que evaluaron, por motivos que saltan a la vista y que yo sé mejor que nadie, que era muy necesario que volviera a vivir para retomar mis asuntos —¿qué asuntos?—. Que antes del alta, filósofos y físicos me quieran escuchar. Que uno de esos filósofos me invite a comer fuera del hospital y escriba, gracias a mí, que volví con la mejor de las empirias, el tratado de filosofía jamás escrito: “In articulo mortis”. Y me haga el amor —porque es necrófilo pero no lo sabe— y yo responda y goce como ninguna mujer viva lo había hecho jamás porque tendré melancolía de mi carne y porque mis enzimas, articulaciones, texturas y sinapsis estarán renacidas, como lustradas. Y que la marca de energizante Red Bull, el patrocinador de la proeza científica, me premie con millones de dólares y compren mi lázaro silencio.
Pero no, no va a pasar porque la muerte es ortiba. Le dicen la Ortiba. Y el apodo es poco para calificar a este fenómeno determinante, finiquitador, aguafiestas y sobre todo tan arbitrario como limpio. Un fenómeno lleno de errores absurdos.
Para que tengamos en claro de qué hablo, de quién hablo, hay que empezar por definir a su antagonista: la vida, perdedora al fin, pero desafiante mientras cree que gana. Hay, y perdón por lo remanido, un origen intrínseco de la muerte en la condición vital. ¿O es al revés? La cinética es una pista de vida. Si algo se mueve, un milímetro apenas, está vivo. A veces dudamos ante una ameba o un bicho canasta ensimismado o un cocodrilo durmiente o un alga fétida o un helecho en una sala de espera que bien puede ser artificial o un embrión. Yo, por ejemplo, dudo cuando leo en las revistas sobre personas que quedan en coma durante largas temporadas, o sobre personas solo torsos sin brazos ni piernas o, por qué no, los contorsionistas del circo que parecen muñecos de plástico. Sin embargo, están vivos. La muerte siempre es física. La aparición repentina de la nada es un indicio de vida. Nacemos y por consiguiente nos vamos a morir, ¡debemos morir! y vamos a morir una sola vez. Esto último queda claro porque nadie resucitó.
Pero no se sabe cuándo llegará el día. Es una campanada que hace sonar la Ortiba, de pronto. Ella no pasa la fecha. Por defecto, creemos que será en la vejez, es lo esperable, es el plazo del plan de vida. Pero no es lo mismo —para nada lo es— morir joven que morir viejo. Si tuviéramos escrita la fecha organizaríamos la vida de manera más rendidora. Le pondríamos fin a las bicicletas de las ilusiones y de las venganzas en las que solemos pedalear. Unos años antes —o quizás unos días— uno se pondría más serio, ordenaría las carpetas, escribiría algunas cartas, gastaría parte de los ahorros, filmaría un video en el que aparenta haber sido muy feliz, pediría perdón. Todo eso antes de ser viejo. Viejo en el sentido de próximo a morir. Ampliaríamos las características de vejez, tal vez. Ya no sería la decrepitud, sino ser viejo en su propia vida porque ya se termina y lo sabe y lo saben los demás. Nacer con la fecha de muerte adosada o tatuada cambiaría todo. No hablo de desahucio. El desahucio es el fin de la esperanza a seguir viviendo, un telón cerrando en las narices, el anuncio del terror. Hablo de duración y caducidad.
Una de las jugarretas enloquecedoras de la muerte es el factor sorpresa. Una cuenta regresiva mental, al ritmo de los cumpleaños de las decenas, se ve interrumpida por la estadística de mortalidad y arruina los planes de revancha o de realización de algún tipo. Esta parte es durísimamente universal. A medida que crecés te dicen que vas a morir de viejo. Esa falsa esperanza enquista la tragedia, ¿por qué no dicen la verdad? Que se mueren nonatos y las madres los paren muertos, que se mueren bebés ahogados en el vómito, que se mueren todos en cualquier momento: los que pueden pagar un pasaje del Concorde, los que se les abombó el vientre porque los padres no pudieron darles comida, los que viven en las cadenas montañosas por el alud, los que vacacionan en la playa por la ola gigante, los tísicos, los que no encontraron agua en el desierto, la jinete que se cayó del caballo en un salto negado, el espectador cordobés de TC2000 atropellado a toda velocidad por un auto loco, el presidente parado en el descapotable, la modelo sobremedicada de diuréticos, el huelguista convencido, la esposa contestadora, la que viaja sola, el diabético sin insulina, la princesa en una curva de Montecarlo, el joven riojano piloteando un helicóptero, el dealer que se la tomó y no pagó.
Otra de las grandes fallas que presenta la Ortiba es que, la mayoría de las veces, para poder morirnos tiene que doler muchísimo, tantísimo al punto extremo de morir. Este tema me resulta central. ¿Por qué? La muerte, al ser una experiencia de sufrimiento, deja a la luz propiedades desagradables del cuerpo vivo: destructibilidad, enfermabilidad, envejecimiento; la fragilidad, en síntesis. ¿Hay algo más atroz que las mutilaciones, la agonía terminal, un corazón aplastado por el peso simbólico de la pata de un elefante en pleno infarto o que ser chupado por un remolino hacia el fondo de un lago? Y así nos la pasamos la mayor parte de nuestras vidas atentos a la amenaza de materiales a altas temperaturas, proyectiles, agua en la nariz, vigas o árboles sueltos, trenes sin frenos, virus y bacterias, objetos punzantes, catástrofes climáticas, vinos adulterados, tarascones o trompadas en el maxilar. La inventiva para causar muerte casi siempre tiene que ver con la experiencia tortuosa del dolor.
En el caso de las plantas es muy difícil observar el momento exacto de la muerte. En cambio, en los animales y los humanos el cuerpo deja de respirar; el aire no pasa y se queda quieto, quieto, duro, así como estaba cuando hizo la última respiración, y no escucha, no contesta, le das una cachetada y no le duele. Lo podés rematar con otro balazo, y nada. Está muerto. Y a partir de ese momento, otro de los absurdos de la Ortiba: los incordios del cadáver. En primer lugar, porque el muerto no solo no colabora sino que de inmediato empieza a pudrirse y genera una necesidad de ocultamiento. Necesidad de morgues judiciales. Altos costos de los sepelios. Disyuntivas como: ¿velorio sí o velorio no?, ¿a tierra o cremación? Buscar descuentos para jubilados, que los ofrecen como una solución a la demanda disfrazada de bonhomía. Después, la entropía generará la exhumación de restos óseos para recuperar espacio planetario. Y en el plano psicológico, comienzan las reminiscencias del ser vivo que portaba el cadáver: las pesadillas nocturnas.
Es un buen gesto poner un portarretrato. Lo veo bien. Una foto del muerto. Cuando estaba vivo, por supuesto. Seguro que sonríe porque alguien, el fotógrafo amateur, le ordena “decí whisky” o cualquier palabra, la idea es alargar la última vocal, dejar la boca semiabierta hasta que salta el flash o el ruido del obturador, eso genera el efecto de una sonrisa y uno, en las fotos, si sale riendo se deja ver en la máxima expresión del ser: la dicha alcanzable, la alegría voluptuosa, la conformidad pagada de sí misma. No tenemos fotos del muerto cuando lloró. Entonces miramos la foto más linda que quedó, para sopesar cuánto se recuerda, para ver si se mueve la foto, si podemos moverla, en realidad, con el amor o el miedo o la intriga que le tuvimos al muerto, o la miramos para contarnos nuestra propia vida. Miramos la foto del muerto para refrescar la memoria porque un poco nos olvidamos de los detalles y del conjunto de la cara del muerto (¡sí, sobre todo la cara!) de tanto no verlos, y pensamos: “No lo puedo creer. No está”.
Y después entramos en el terreno conjetural que forjó la mismísima historia de la humanidad: tanto sufrimiento en la Tierra, tanta desigualdad, tanta vida, no puede ser para nada, algo tiene que haber después, no puede ser que uno se muera, quede todo en negro, y chau. La muerte es un vértice, un punto de inflexión, un pasaje, pero hacia qué, ¿hacia una vida espejada, hacia una vida perfeccionada, hacia una conciencia luminosa de nimbo pancósmico, hacia una fusión espiritual con muertos anteriores y un ser superior que los cobija? ¿Hacia dónde, hacia dónde? ¿El más allá es continuar hacia el infinito?¿Para qué quiero ser inmortal si no tengo cuerpo? Al ser físicos, podemos accionar los pasos indicados para provocar la muerte. Por ejemplo, si una mujer está junto a su amado adentro del auto en un barranco mirando la puesta del sol y por querer besarle el miembro se agacha y se apoya en el freno de mano de tal manera que lo desactiva y el auto que no estaba en cambio, que estaba en “punto muerto”, empieza a deslizarse y cae al vacío desde el barranco, ahí la mujer provocó la muerte de los dos. Fue un accidente. La cuestión del suicidio o el homicidio es casi lo mismo, pero se le agrega la intencionalidad previa (o no, ¿quién no jugó a la ruleta rusa aun sin saberlo?) y el conocimiento de métodos para cada opción.
Si un hombre mata a otro se lo busca, se lo encuentra, se lo atrapa y se lo encierra en edificios como jaulas, para castigarlo, para no tener que volver a perseguirlo, para ocultarlo y para que la familia del muerto vaya a visitarlo para echárselo en cara o para escupirlo, pero eso nunca pasa. Por eso es que el asesino en la cárcel se cree un muerto. Lo de la luz de sol es lo de menos. Hay otras formas de muerte: la muerte de un hijo, la vejez, encontrar a una pareja sexual querida in fraganti con otra pareja sexual. Ser encontrado por una pareja sexual que nos quiere in fraganti con otra pareja sexual. Ser encontrado in fraganti por la pareja sexual que quiere a la pareja sexual de la ocasión. Ser pobre aunque digan lo contrario. Aunque digan: de qué te sirven las riquezas si al cajón te vas con lo puesto.
También hay maneras metafóricas de la muerte: morir de amor, morir de sueño, morir de aburrimiento, morir de bronca, morir de tristeza o tener un muerto en el placard. Morir de risa: sentís las sienes hinchadas, los orificios nasales expandidos y la boca se abre sola, el diafragma sube y baja cada vez más rápido, el aire no sabe si bajar o si subir, la sangre se amontona en la cara y los cachetes se enrojecen como la frente. Se te salen los dientes de entre los labios, que están tan abiertos y estirados, y unos gritos como ladridos te nacen desde el vientre. El abdomen se contrae y te produce dolor intenso, ahí es cuando te tirás doblado al piso y le pedís por favor que pare de hacerte reír.
La humanidad le hizo la contra a la Ortiba con grandes inventos como la medicina y la farmacéutica, la fluoxetina, la asistencia telefónica al suicida, los semáforos, los detectores de metales en aeropuertos, Bono, Sting y León Gieco, el 911, el fórceps, el desarme nuclear, las religiones como soporte de la vida, el psicoanálisis como soporte de la vida, el conductismo como soporte de vida, la ley de divorcio vincular, John Lennon y sus intenciones (la viva historia de una paradoja, pero ese es otro asunto), el dinero, el gimnasio. El juego de la copa. Los geriátricos como retardadores. Los geriátricos no tienen que tener olor a perfume o desodorante de ambientes porque eso quiere decir que no limpian bien. Los geriátricos tienen que tener olor a limpio, a hospital, a lavandina. De todas formas el olor a orina subyace siempre, es un dejo que remite a lo peor. Los geriátricos no son clubes de jubilados, ahí nadie juega a las cartas, ni teje ni nada. Lo que menos les importa es el concubino que les tocó en desgracia que está tan deshecho como uno, tan harto, tan rendido. ¿Qué se van a decir? ¿Cómo se van a desmentir semejante final? ¿Con qué fuerza? Pero eso sí, les dan la medicación y la misa una vez por semana y los acuestan y los levantan y les dan el brazo. La comida está cortada y sin sal y el menú lo hace una nutricionista.
Se trata de una apreciación personal. Mi proyecto de ley. Mi rezo. Mi deseo es la revocación del carácter definitivo de la Ortiba, la instauración de un tope mínimo de edad para democratizar en serio el capital vital, la eliminación de matices asociados al sufrimiento físico para morir en paz que traería como consecuencia aparejada una economía en el macromiedo, mayor libertad y un gran ahorro para los Estados mundiales. Una muerte advertida y en despedida, como de desenchufar, sin trauma ni paliativos, indolora, sería tanto menos existencial, tanto más suicida, tanto más económica. Ya no hace falta disimular que vamos a morir o, mejor dicho, presumir que no vamos a morir. Un trámite, unas cuantas disposiciones por tomar, un festejo, los honores —o no— que merecemos y de los que nos enteramos en vida. Lamentar la vida vivida o la vida perdida, depende de cada quien. Ser nuestros propios artífices funerarios. Un poco de fanfarronería, otro poco de solemnidad, unos besos, unas lágrimas y entregar el alma como quien la entrega al Diablo. Ahí, sí, sin terror, decidirse a galopar con ella. Sin agonía ni trauma. Y que si alguien quiere morir solo bailando en la terraza mirando la perspectiva de las calles de su barrio por última vez, también pueda apagarse así.
AS