Los padres y madres argentinos con hijos chicos o que fueron chicos hace poco deben reconocer una costumbre aurática, relevante e igualadora en los jardines de infantes locales: el período de adaptación, cosa que, con variantes, ocurre en el sistema público y en el privado. Para los que lo desconocen o lo olvidaron, consiste en un cronograma de asistencia gradual calculado con precisión quirúrgica: un día el niño o la niña va media hora, al día siguiente 35 minutos, después 40, en función de una ecuación emocional cuya fórmula exacta desconocemos. Por qué de a 20 minutos y no de a cuarenta, por qué de a 35 y no de hora en hora. En fin, misterios. Eso puede durar, entiendo, hasta más o menos un mes. Depende del chico y la facilidad con la que se separa de su adulto o adulta responsable.
El año pasado, cuando mi hijo estaba en sala de 2, creí que era el peor plan posible para una familia ya desbordada como la nuestra, pero como tantas otras cosas que pasaron antes de la pandemia, se convirtió en un paraíso al lado de lo que vino después. Y, también, al lado de lo que nos depara este inicio de clases de 2021: la confusa combinación entre adaptación al jardín de infantes y al protocolo Covid.
Ya en la reunión virtual, el cruce entre ambas adaptaciones había generado una serie de preguntas cuya falta de respuesta quedaba disimulada por las desavenencias técnicas.
–¿Van a ir media hora por la adaptación al jardín o a la pandemia?
–Sí
–¿Cuándo podríamos pensar que van a hacer el turno completo de tres horas?
–Depende del chico
–¿Pero eso es por la adaptación?
–Nosotros nos atenemos al protocolo.
Entre las pocas cosas que sacamos en limpio del zoom, estaba que los chicos de 3 años tenían que usar barbijo. Algo que unificó la expresión tipo El grito de Munch de todas las cajitas de la videollamada. El protocolo de la Ciudad de Buenos Aires es algo ambiguo al respecto: “Las/os niñas/os de salas de 3 a 5 años de edad que cuenten con la autonomía suficiente para colocarse y quitarse el tapabocas por sus propios medios, deberían usarlo durante todo el tiempo que sea posible, en términos generales y de forma continua, excepto para comer/beber y realizar actividad física”.
Llegamos con mucha emoción al jardín, una escuela privada del barrio de Once: colegio nuevo, presencialidad, niños y niñas saliendo del caparazón con un uniforme tamaño small muy enternecedor. En la cola distanciada, bastante prolija, previa al ingreso al jardín, vi a los y las chicas con sus barvinchas, barbarba y barbufandas. Menos mal, pensé para mí: nadie lo tiene en su lugar, no es solo mi hijo.
Pero en la sala, la cosa cambió. Nuestra burbuja de 10 niños y 10 adultos había pasado con éxito la cinta transportadora invisible que higienizaba zapatillas y manos y remataba con un termómetro digital en la muñeca. El fordismo sanitario funcionó sin mayores complicaciones.
Adentro de la sala, los niños se sentaron con el barbijo bien ubicado como tapaboquita y tapanaricita. El mío no. A su favor, debo decir que su primer impulso de furia libertaria surgió después de que una seño le preguntara por quinta vez “¿qué?” al no entender algo que él decía. Y sí: la conversación con niños que apenas manejan la expresión verbal, con una dicción deficitaria y un barbijo encima derivó en un rap de “¿Qué?” como banda sonora de la jornada de 40 minutos.
Acá sobrevino algo interesante. No sé nada de maternidad, pero una de las cosas que ya tengo aprendida es que cuando uno no está convencido de algo difícilmente pueda convencer a su hijo de eso, por más de que cada una de las palabras que use sean perfectamente claras, razonables y sean enunciadas sin titubear.
–Hijo, tenés que ponerte el barbijo– le dije con seriedad pero sin creer del todo lo que estaba diciendo, ante un ser humano que me ignoró por completo.
Busqué la mirada aliada de la seño. Aliada, pensaba, para que me exculpe de ordenarle semejante incordio a un niño de 3 años. Pero la seño sonrió, como diciendo “te entiendo hermana, pero la pandemia, el protocolo etc: hacete a la idea”. A ella se la notaba incómoda: no sólo tenía un barbijo, sino también una máscara de plástico que la hacía transpirar y le marcaba la frente. Sentí que parte del aprendizaje de este año para mi hijo iba a tener que ver con el rol de la incomodidad y del sufrimiento en pos de sostener algunos espacios comunes.
Todas las maestras se veían agotadas y esforzadas. En otras adaptaciones en las que yo estaba algo escéptica e irritada con un sistema tan lentamente gradual, depositaba una confianza ciega en las responsables de la escuela: ellas sabrán por qué lo hacen y por qué es importante.
Esta vez, en cambio, el desconcierto reinaba afuera y adentro de la sala, y era transversal a padres, madres, seños y autoridades: no sabemos bien por qué hacemos esto, pero confiamos en que cumplirlo es una condición básica para estar donde estamos.
A los 3 años, mi hijo no hace toda esa reflexión. El alcohol en gel ya lo tiene incorporado, el alcohol en spray hasta le divierte, y es impresionante cómo adquirió hábitos de higiene impensados para alguien de su edad. El barbijo, en cambio, fue una especie de límite. Hoy. Pero esto recién empieza.
VP