Ensayo general Opinión

El juego que cualquiera puede jugar

12 de febrero de 2023 00:02 h

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Si hay una cosa que me gusta ver hacer a la que gente que me gusta es cocinar. Tengo una amiga que hace la mejor tortilla de papas de la Argentina, y cuando la veo prepararla puedo apreciar tantas cosas sobre ella. Es una amiga que, además, hace buenos asados, maneja bien, una persona a la que le gusta saber resolver cosas, hacer cosas sola, ser un adulto independiente en el más cabal de los sentidos. En la cocina es limpia y rápida, pela y corta las papas uniformes, no se cuelga conversando y no se le traban las cosas. Los cuchillos en su casa están siempre afilados y las cosas que la veo hacer siempre llevan pocos ingredientes. Tengo otra amiga que siempre hace postres y budines: cocina con mucha más cosas, entonces, con un poco más de desbole, pero siguiendo recetas con precisión, como pide lo dulce. Siempre que trae algo riquísimo a una comida pide disculpas por algún reemplazo, algo a lo que le faltó frío o le faltó tiempo. Hace poco me hice amiga de una chica que es cocinera profesional, una cocinera excelente. Pocas cosas me enamoran más que verla cocinar, con pasión pero con calma; todo lo huele, todo lo prueba, todo la entusiasma y te reta cuando le desemprolijás la cocina, pero es como si tuviera en mente también que más allá de ocuparse de que todo quede perfecto hay que evitar que la gente se obsesione o se ponga nerviosa.

Pienso en todo esto porque acabo de terminar Sobre lo natural, un ensayo de Mónica Müller —escritora pero también médica— sobre la comida y nuestras ideas actuales sobre ella. Me gusta el tono de Mónica: está muy bien escrito el libro, se lee como un río, pero no me refiero principalmente a eso sino sobre todo al tono de su voz, de su mente, el modo en que piensa. Mónica nació en 1947, y escribe con un tono de médica de vieja escuela que me hace acordar a mi mamá y a algunos clínicos más jóvenes que sigo en Twitter pero tienen ese mismo oficio de médico de familia, con esa sabiduría de quien cree firmemente que no hace falta saber tanto para hacer cosas básicas como comer, respirar y mantenerse vivo. El asunto, en el fondo, es bastante sencillo: las cosas sin marca, dice Müller, son siempre las que hay que comer más; muy parecido a la fórmula de tres partes que Michael Pollan condensó en su best seller En defensa de la comida, “comer comida, no demasiada, sobre todo plantas”.

El libro no se mete tanto con la cuestión de clase, pero al menos a mí me pasó que durante su lectura lo tuve presente todo el tiempo. En este siglo parecemos creer que todos los problemas son problemas de información, y que para comer mejor necesitamos saber más: pienso en la mayoría de las mujeres humildes que conozco que cocinan para sus familias. Todas ellas saben que sería mejor servir una carne y verdura fresca antes que un guiso de fideos moñito, pero no tienen la plata, no tienen el tiempo para cocinar ni para planificar y tampoco el resto psicológico para pelearse con los hijos que quieren comer porquerías porque están hechas para ser adictivas, y porque si no se puede hacer regalos ni paseos caros qué mejor que unas papitas de paquete que nos transportan a todos a un mundo de felicidad intensa e instantánea. Pensé también en la brecha que separa esa necesidad elemental de alimentarse, sobrevivir y resolver del estudio pormenorizado y la obsesión con el que los sectores medios y altos encaran hoy su alimentación; yo también me la paso leyendo sobre el tema, pero en algún nivel tengo claro que existe algo así como saber demasiado y que lo mejor que podría hacer es dedicarle más tiempo a cocinar y comer con gente que quiero y menos a googlear sobre glucosa y carbohidratos. 

Müller pasa, en los capítulos breves que conforman este ensayo, por varias de las modas y creencias más actuales sobre la comida, haciendo hincapié en la obsesión con “lo natural”, pero lo que más me interesó fue el modo en que en su libro quedan claras la cantidad de metáforas, imágenes y fantasmas que hoy depositamos en la alimentación. La fantasía de la pureza: desintoxicarse, tomar cientos de litros de agua, quitar los alimentos “sucios” de la dieta. La fantasía de ser especial: tener una alergia, comer algo distinto del resto, ser frágil, una doncella de cristal. Pienso que muchos de esos fantasmas antes se tramitaban en las religiones: ir al templo o a la iglesia con cierta frecuencia como hoy vamos al gimnasio, limpiarse con agua bendita, confesarse y liberarse de los pecados. Cuando yo era chica comía kosher, y aunque el asunto me importaba poco recuerdo que mis compañeras de colegio competían por quién era la que mejor sabía las normas como hoy compiten la chicas que conozco en su conocimiento sobre nutrición y fitness: había un goce en el cumplimiento de la regla. Creo que es eso sobre todo los que nos dan esas dietas, el goce de la restricción en un mundo donde casi todo está permitido.

Yo cocino charlando, escribiendo o leyendo, haciendo cualquier cosa, haciendo siete cosas a la vez, como hago todo. Escribo esta columna mientras hago un salmorejo, una especie de gazpacho emulsionado, se agrega el aceite de oliva de a poco sin dejar de mezclar, como en una mayonesa, para que emulsione y quede mucho más espeso. Pienso que cocinar y escribir se parecen en el hecho de que hay muchísima gente que no sabe tocar ningún instrumento ni pintar, por caso, pero toda la gente escribe y cocina en su vida diaria: quienes nos dedicamos a la cocina o a la escritura sabemos hacer algo, en teoría, pero no algo que el resto de la gente no sepa hacer en alguna medida. A veces por eso supongo que se siente como no saber hacer nada.

Lo que más me gusta de mi amiga la que es cocinera profesional es que tiene una relación completamente no neurótica con eso: yo envidio tanto en cambio a la gente que, no sé, toca un clavicordio o arregla máquinas, la gente que tiene un saber técnico específico. Ella es todo lo contrario: es una pastera experta pero rara vez te lo recuerda si estás cocinando con ella, y tiene menos esnobismos culinarios que mucha otra gente que conozco. Hace poco tuvimos que llevar sanguchitos de miga a una reunión y le pregunté dónde comprar, preocupada por no caer con algo que ella no comería: me dijo que cualquier confitería que a mí me gustara, sin darle ninguna importancia. Supongo que esa es la sabiduría que me interesa, con la comida y con todo, la sabiduría del juego que cualquiera puede jugar, que la idea es que juguemos todos.

TT