El 19 de junio de 1865, el general unionista Gordon Granger anunció en Galveston, Texas, que la esclavitud quedaba prohibida y que los negros que todavía estaban sujetos a trabajos forzados eran libres. La declaración del final de la esclavitud, en realidad, había sido proclamada dos años antes, pero hasta entonces no había llegado a estados rebeldes como Texas, donde siguió habiendo resistencia y violencia contra los negros y otras minorías después de este hito.
Durante décadas, este momento de “independencia”, llamado Juneteenth, se celebró como una fiesta del estado de Texas, convertida en un preludio del 4 de julio, con su barbacoa y sus reuniones familiares tradicionales. Ahora, por primera vez, será una fiesta nacional para todo Estados Unidos.
La historiadora Annette Gordon-Reed, profesora de Harvard y autora de un libro recién publicado sobre Juneteenth, cuenta que cuando se empezó a celebrar fuera de su estado le “molestaba” porque sentía que esa fiesta les pertenecía a los texanos. “El hábito de considerar a mi estado natal, a la gente que reside aquí, como especial”, cuenta.
Pero, más allá de la sensación de pertenencia de su celebración, ahora insiste en la importancia del reconocimiento de este día. “Tiene que haber un día para recordar qué debían sentir las personas que fueron tratadas como si fueran un objeto de propiedad, que temían más que nada la pérdida de familiares por la venta, la herencia y las operaciones normales del sistema de propiedad, que vivían bajo los caprichos de todo esto. Y que tuvieron una sensación de alegría y de liberación y de esperanza”, dice la historiadora en una entrevista con la radio pública NPR. Idealmente, es un día de fiesta, pero también de reflexión.
Igual que el 4 de julio es más un día de picnic, barbacoa y fuegos artificiales vistos desde el tejado que de reflexión sobre la libertad y la independencia del país, el 19 de junio será sobre todo una ocasión para descansar y festejar. Probablemente, una oportunidad más para que las tiendas promocionen sus rebajas. Pero los ritos, por muy manidos, comerciales y vacíos de reflexión que parezcan, son una parte esencial del tejido social. Y a menudo una manera positiva y natural en la que personas distintas con ideas opuestas pueden encontrarse y por un rato sentir que forman parte de la misma comunidad, de la misma humanidad, con menos tensiones.
Nuestros ritos, como nuestras estatuas y nuestra manera de pensar en el pasado, se actualizan con el progreso de la sociedad. El espacio público es tan diverso y complicado como la sociedad de cada lugar, pero lo que siempre marca el espacio público, en cualquier país, es que está en constante evolución. Por eso se equivocan las instituciones, sean gobiernos, museos, academias de la lengua o incluso periódicos que tienden a ver el espacio público como una foto fija, parada en el tiempo y que se puede “estropear” ante cualquier cambio.
Las fiestas públicas, como las estatuas, como las lenguas, son de la sociedad que las vive. El tiempo y las personas que lo moldean las cambian y las seguirán cambiando de maneras imprevisibles. La experiencia dice que al menos en las democracias abiertas esos cambios suelen ser para mejor.