La primera vez que leí en un espacio público ya estaba bastante crecida. Fue a mis 25 años, cuando me mudé a la gran ciudad. Hasta ese momento sólo había leído en la intimidad de mi hogar o dentro de la escuela o la facu. También me era esquivo el placer de la lectura playera: demasiada arena, olas, pelotazos. Recién en tierra porteña adquirí la habilidad de leer como acto colectivo, en silencio o a viva voz.
Pese a la crisis, Buenos Aires sigue estando en el top 5 mundial de ciudades con más librerías por habitantes. Son casi 20 cada 100.000 porteños, según la Cámara Argentina del Libro. Una de cada tres librerías argentinas es de acá. Tres de cada cuatro editoriales, también. Hay 29 bibliotecas públicas y 37 populares. Hay puestos de usados en parques y plazas. Todo eso podría explicar de forma racional por qué acá leer es tan importante. Pero hay algo más, que no enseñan los números.
Hay una cultura urbana en torno a la lectura, que no es privativa de Buenos Aires pero que acá se plasma con intensidad peculiar. La misma que hace poco maravilló al escritor y crítico literario español Jorge Carrión, a tal punto que le dedicó a Buenos Aires el primer episodio de su serie Booklovers. Hay una tradición, que hace que el hábito de leer siga en marcha aunque la venta de libros esté paralizada.
Pienso en los cafés y su espacio anónimo pero compartido, mix ideal para leer: el murmullo de los clientes da el telón de fondo homogéneo que ofrece seguridad y concentración. Pienso en festivales como La Mamut, que invita a escuchar poesía y después conectarla con baile y choris. Pienso en librerías como Eterna Cadencia y su agenda de escritores que van a recitar, debatir o enseñar. Pienso en los innumerables talleres de lectura: por géneros y autores, pero también de “para manejar la escritura”, “en torno a secretos familiares”, o en formato “Mundial de Lectura” con trivias. Pienso en la gente que anda por la ciudad escuchando audiolibros. Pienso en cómo el acto colectivo de leer juega un rol en la vida social porteña y hace mover a la gente por la ciudad en busca de planes literarios.
Acá la lectura itinerante casi podría ser un género. Cuentos breves para leer en el colectivo me regaló mi amiga Carolina dos años después de mi mudanza acá, una compilación que me dedicó aunque las firmas fueran de Poe, Twain y Kafka. “Para que atravieses toda la ciudad con letras a tu alrededor… Como siempre, gracias por ser mi guía personal por este laberinto, por este fervor que es Buenos Aires”, escribió a mano en la primera página, consciente de que su amiga ya había echado raíces.
Esta tradición lectora tan potente hoy se choca con el odio del Gobierno a la cultura, una de las tantas calles en las que los libertarios locales se cruzan con los seguidores de Trump y su aversión a los white-collars. Ese resentimiento se expresa aquí en formas tan variadas como crueles: el intento de derogación de la ley 25.542 de Defensa de la Actividad Librera –del cual hasta las cadenas libreras están en contra–, la degradación de Cultura a Secretaría, la ausencia del área en la Feria del Libro, la amenaza de desfinanciar la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares (CoNaBiP).
La crisis económica completa el trabajo sucio. El diario español El País nos recuerda que un salario mínimo acá compra 13 libros y allá, 63. Y las librerías porteñas venden un 30% menos que hace un año. “La caída empezó a sentirse la segunda semana de enero, y fue abrupta en febrero”, apunta Sandro Barrella, encargado de Librería Norte, uno de esos lugares de los que siempre salís libro en mano, aunque no esté el que te motivó a entrar.
Hay menos plata para leer, también hay menos tiempo. Con la pandemia, se potenciaron dos enemigos indirectos de la lectura. Por un lado, el home office que ahorra el viaje al trabajo. Por el otro, el creciente uso del auto en detrimento del transporte público. Pafraseando a Hernán Casciari y la frase que le valió más de una cancelación, nos falta tiempo y energía para eso. Mucha gente lee sólo en el camino al trabajo. Pero, oportuncrisis mediante, este puede ser también un buen momento.
“Creo que leer puede ser un escape a esta situación que estamos viviendo. Uno a veces intenta abstraerse de la cuestión cotidiana y los libros ayudan”, me dice Juan Pampín, presidente de la Cámara Argentina del Libro. “Más que como evasión, prefiero plantear al libro como herramienta de contacto con un otro, algo tan complejo en esta época de individualismo”, suma Cecilia Bona, creadora de la plataforma “Por qué leer”, en la que recomienda libros.
Además de lecturas sugeridas, en @porqueleerok Bona generó un circuito que integra la ciudad con los textos escritos: suelta de libros en el subte o reuniones de lectores a la sombra de un árbol en Parque Avellaneda o en la plaza frente a la cual vivió Cortázar en Agronomía. Las redes sociales nos distraen del acto de leer, pero también sirven para estimularlo, guiarlo, hacer girar gente en torno a él.
Son esas mismas redes sociales el canal en el que se basan proyectos como @sublecturas, que muestra fotos de lectores en el subte porteño con el nombre del libro y su autor. La inferencia de cómo será quien lee –qué hace, de dónde es, qué busca– queda a cargo del que mira. Con los e-books no se consigue, aunque yo sea adepta a uno.
Desde un asiento del Ferrocarril Mitre, Diego Paladino también usa las redes para recomendar títulos en @lectordeltren, el ámbito ideal para esta actividad en términos de duración del viaje, aunque no siempre en condiciones para la lectura. Y, a través de Instagram, Eliana Dhios (@elidhios) coordina un club veraniego para leer y comentar cuentos y novelas en el Planetario.
Leer por las calles de Buenos Aires es el reto de integrar ese acto con ciertos sonidos, olores y vistas. Es una lucha párrafo a párrafo contra la distracción del ambiente, que afortunadamente aleja otra peor, la del celular. Es la danza manual de “revolver” usados y el tranquilizador viaje de los ojos por las páginas. Es ver leer a otro y calmarse, a tal punto que la presencia de lectores influye en la percepción de seguridad del espacio público. Puede ser evasión o anclaje. Pero siempre es, y hoy más que nunca, resistencia al asalto a esta cultura y a su identidad.
KN/DTC