“Vos mejor que yo no hable Que de compañerismo no tenes moral de hablar”. Estas dos frases, escritas tal cual las leyeron, que parecen extraídas de las altas cumbres literarias de Boquitas pintadas, de Manuel Puig, fueron escritas por la diputada libertaria Marcela Pagano contra su colega Lilia Lemoine, de quien esta semana se filtró un viejo audio en el que dice que José Luis Espert es gay, mientras que su esposa Mechi (“un vieja fea que no coge y se viste para el orto”), es su “tapadera”.
Si se repasa la lista de las personas que acompañaron al presidente Javier Milei en su estado de crisálida entre la irrupción pública de hace unos pocos años y la Casa Rosada (no los agregados de “casta” que se le estamparon como mariposas al parabrisas en auxilio de su éxito), veremos en muchos de ellos un factor común de aceleración mental, escasa comprensión de la diferencia allí donde esta aparezca, precocidad argumental, tensión física de celibato (a veces hipertensión arterial), logorrea montada sobre el bólido de la ansiedad, voluntad de suprimir disgustos suprimiendo lo que los causa y una imaginación de tipo fantástica asaltando el poder.
Miguel Boggiano, Ramiro Marra, Manuel Adorni, Agustín Romo, Agustín Laje, Gordo Dan, Pagano, Lemoine, Lourdes Arrieta, Bertie Benegas Lynch, Nicolás Márquez, más los “prohibidos” Nicolás Carrizo, Brenda Uriarte y Fernando Sabag Montiel y, por supuesto, los mismísimos hermanos Javier y Karina Milei, son algunas frutas de esa jarra loca. En ella fermentan amnistía a torturadores, alambrados de océanos, manija de mercado, asuntos reprimidos bajo la alfombra del progresismo conservador y un planeta dominado por la genialidad de quien le dé la cara para autoasignársela (y que tanto puede ser un Rappi como Elon Musk), apoyado sobre cuatro elefantes apoyados sobre una tortuga que flota en el aire.
No sería justo asignarle a ese staff y a las ampliaciones que le cupieran la encarnación generalista de “la locura”, una palabra que ya sabemos quiénes la emplearon durante siglos, y para qué. Tampoco es que estas personas problemáticas sean artistas de alguna vanguardia. Si dijésemos que están todas locas, habría que hacerlo simplificando la complejidad de vivir, y dándole a la razón la única llave de nuestra existencia, y a esas postas siempre es mejor no tirarlas.
Bajo esa luz negra, propia del productivismo, sería imposible darles a los sueños, las fantasías y los delirios personales (la parte literaria de la vida) el valor que les corresponde. Y, sin embargo, algo les pasa a estas personas. Algo “nuevo” que habría que considerar como el efecto de una peste de época que consistiría (acá no hay que dar por sentado nada) en ni más ni menos que en una sociopatía del repliegue de cada cual hacia su interior más oscuro.
Se trataría de un narcisismo de última generación (en el sentido en que lo son las máquinas que alcanzan un no va más de automatismo), al que casi no le hace falta una contemplación que no sea la de sí mismo, un “hacerse ver para sí” que hace del ensimismamiento un espectáculo público. El oso ahora baila fuera de la cueva, y baila un solo ritmo: el que quiere hacerle bailar a los demás. Lo que se ofrenda es una obsesión, o sea una misión.
Las fuerzas del Gobierno en actividad se anulan entre sí, se pisan los ponchos, se cortan solas. Desde el punto de vista operacional no hay ni siquiera facciones, y todo tiende a la dispersión y a la pérdida de calor
Quisiera analizar, como ejemplo, a la conmovedora Lilia Lemoine, esa fábrica de sufrir y recordar tormentos íntimos y conspirar que, a esta altura, es la manifestación en su máximo estado de pureza de esa bolsa de gatos envasada al vacío que es esta Libertad que avanza retrocediendo.
Como sabemos, Lemoine es cosplay, cuya traducción en estas páginas será “disfrazable”. De modo que podemos verla como Tempest Janna, Gatúbela, La Mujer Maravilla o la Selene de Underworld. Tanto puede representar con ductilidad personajes de un mundo supra como de un mundo infra. Salvando las distancias de rubro, es más o menos lo mismo que hizo Marcel Proust justamente en El caso Lemoine, ese simulador de estilos en el que se “disfraza” de Balzac, Flaubert o Sainte-Beuve para contar la historia del falsificador de diamantes Henri Lemoine. Aunque sea evidente que Proust lo haga para defender su estilo.
Pero a la hora de “pensar”, Lilia es un bloque de acero en el que mueren los disfraces. ¿Qué diríamos de alguien que, para variar, se disfraza de Batman, Robin, Súperman, El Chavo, El Hombre Araña, El Increíble Hulk y Santiago Caputo, pero a la hora de ser llamado por su nombre nos dice: “yo soy solamente El Chavo”? Que de todas las posibilidades que tiene al alcance de la mano, pudiendo incluso utilizarlas a todas simultáneamente, se queda con la obsesión. Y esa obsesión es tan grande que no se puede compartir con nadie, ni siquiera con otro obsesivo, se llame Marra, Romo o Pagano.
Hay una prueba de esto, y es la manera en que el libertarismo reproduce de manera exponencial los cismas. No es la batalla de unos contra otros típica de la política clásica (a la que habría que ir llamando “clasicista” por la manera violenta a la que entró al pasado), sino la de todos contra todos, justificada conceptualmente en lo que estos capitalistas tienen de anarcos. Ninguna autoridad, excepto la propia, debe ser reconocida. Esa es la onda. Y si por el momento sólo se salva Milei es porque, paradójicamente, es el Jefe del Estado. En cuanto al resto, es un Vaticano de mil Papas.
La ideología es la locura propia en su versión expresionista Esa es la novedad libertaria que se despliega sin inhibiciones ni contención en los términos en que alguna vez se desplegó la religión o la razón (o sus respectivas invocaciones), de las que tampoco se puede decir que les haya ido genial.
Lo único que puede hacer un “líder” libertario con esa locura que es prueba de vida de cada uno es sostenerla. La diferencia propia se hace negando a muerte la de los demás, lo que impide la locura colectiva, también llamada épica. Las fuerzas del Gobierno en actividad se anulan entre sí, se pisan los ponchos, se cortan solas. Desde el punto de vista operacional no hay ni siquiera facciones, y todo tiende a la dispersión y a la pérdida de calor, mientras desde afuera de la Casa Rosada empieza a hacerse sentir el frío.
Descartadas las descripciones de la locura como manifestaciones de desobediencia, improductividad, anormalidad o inadaptabilidad por lo que tienen de policiales, es posible que una de las mejores que pueden quedar en pie es la locura “quijotesca” o mejor dicho “quijanesca” que vemos en Cervantes. ¿En qué consiste la locura de Alonso Quijano en Don Quijote de la Mancha? Se pueden decir mil cosas. Una de ellas, que esa locura consiste en la “confusión”. Y lo que confunde Quijano es la realidad material con un ideal de realidad, el mundo con su cabeza, es decir: todo. Para que eso suceda, se entrega a la locura de hablar para sí mismo.
JJB/MF