¿Cómo debemos concebir la relación entre peronismo y política cultural? Mucho se ha escrito sobre el tema, a veces con ánimo denigratorio o celebratorio, otras con vocación por entender y aprender. Una extensa literatura nos revela la complejidad del problema: no hay una sino varias maneras de vincular estos términos porque muchas son las culturas (con y sin C mayúscula) y muchos los peronismos. A la luz de algunos episodios recientes, vale la pena repasar tres maneras distintas de encarar la política cultural, todas ellas visibles, en distinto grado, en las administraciones de este signo del siglo XXI.
La primera puede ejemplificarse bien a partir de algunos gestos de Torcuato Di Tella, primer Secretario de Cultura del presidente Néstor Kirchner (2003-04). Entre la alta cultura y la cultura popular, pensaba este reconocido sociólogo, existe una fosa difícil de franquear. En la visión de Di Tella, la alta cultura debe concebirse, y el estado debe tratarla, como un lujo para los muy educados y los muy ricos.
De allí que Di Tella enfatizara que un gobierno popular, preocupado por mejorar la condición de las mayorías, no debía tratar a la alta cultura como un área prioritaria. Mucho menos en circunstancias tan difíciles como las que signaron el paso del autor de Sociología de los procesos políticos por la Secretaria de Cultura. Di Tella lo dijo con todas las letras, y con su habitual desparpajo, en una entrevista que concedió al diario La Nación en mayo de 2004. En un país en llamas, en un país sumido en la pobreza, “la Cultura, con C mayúscula, no tiene prioridad. No tiene prioridad para el Gobierno y tampoco la tiene para mí”. E insistió, por si quedaban dudas: cuando hay “tantos temas por solucionar el país se convierte en una casa que se quema y la cultura es el gallinero del fondo”. Más importante que el Teatro Colón, sugería Di Tella, era destinar los escasos recursos disponibles a promover las expresiones populares de la cultura.
Su sucesor, José Nun, que estuvo al frente de la Secretaría de Cultura por un quinquenio (2004-09), privilegiaba otro enfoque. Para él, la alta cultura no era “el gallinero del fondo”. O, al menos, no toda la alta cultura lo era. Nun también era crítico del discurso elitista que, al insistir en la necesidad de proteger las grandes creaciones culturales, al celebrar y enaltecer sus expresiones más “nobles” y características, contrabandea los intereses de sus agentes y beneficiarios. Al igual que Di Tella, Nun se hacía eco de una de las enseñanzas de Pierre Bourdieu: hay que descreer de los que hablan en nombre de valores superiores, universales, de la Cultura con C mayúscula.
Sin embargo, desde el punto de vista de Nun, la política pública debía favorecer los intercambios entre el mundo de la alta y el mundo de la baja cultura, entre la cultura de elite y la cultura popular. Ambas esferas debían dialogar. Y el argumento de fondo para favorecer esta conexión era político. La democracia, insistió Nun muchas veces, no se reduce al ejercicio regular del voto, la competencia partidaria o la existencia de una prensa libre. El estado, pensaba Nun, debe promover un debate plural, donde se hallen representadas todas las voces (algo que, lamentablemente, pasó cada vez menos desde que Jorge Coscia, un hombre de ideas muy primitivas, lo reemplazó en 2009). Ese debate, idealmente, debe convocar e interpelar a todos. El autor de La rebelión del coro pensaba que una sociedad se torna más vivible –esto es, más libre, más igualitaria y más democrática– cuanto más educada y participativa es su ciudadanía. Es decir, una comunidad política progresa cuando es capaz de ofrecerle a sus grupos más desaventajados instrumentos con los que formular y refinar sus opiniones, potenciar su voz e incidir en el debate público. En la visión de Nun, pues, la cultura debe servir, entre muchas otras cosas, también para elevar la sofisticación de los intercambios políticos y la calidad de la vida cívica.
Ya antes de ingresar a la función pública de la mano de Néstor Kirchner, estas convicciones habían llevado a Nun a crear Claves para Todos, la colección de divulgación de textos sociológicos, históricos y políticos más ambiciosa de las últimas décadas en nuestro país. “Es notorio el déficit creciente de formación sociopolítica que padece nuestro pueblo”, se quejaba Nun al presentar un nuevo volumen de Claves para Todos, en 2004. Y seguía: “Las causas son múltiples y van desde el deterioro del sistema educativo en todos sus niveles hasta una dramática escasez de recursos para acceder a consumos culturales, pasando por la abrumadora mediocridad de la mayoría de los medios de comunicación. Este déficit de formación tiene efectos gravísimos sobre la construcción de ciudadanía y se erige así en un factor determinante de las visibles carencias democráticas de nuestra sociedad.”
La fidelidad de Nun a estas premisas se advierte en muchas de las iniciativas que desplegó cuando fue designado secretario de Cultura de la Nación. Hay una, en particular, que me parece muy reveladora de su compromiso con el proyecto de educar al ciudadano, en particular, al ciudadano más desaventajado. Me refiero al programa Libros y Casas. Gracias a esta iniciativa, cada vez que el estado entregaba una vivienda social, los beneficiarios se encontraban con que su nuevo hogar venía equipado con una pequeña biblioteca. Libros y casas le entregaba a cada familia un conjunto de 18 volúmenes de gran calidad. Alta cultura, Cultura con C mayúscula, en las casas de los pobres. Entre esos libros había clásicos de la literatura infantil y de adultos, y también un ejemplar de la Constitución Nacional. El objetivo del programa, en palabras de Nun, era “democratizar el acceso a los libros y fomentar la lectura entre los sectores económicamente más desfavorecidos”.
Nun pensaba que la lectura de obras de la alta cultura posee un enorme potencial transformador en tanto acrecienta la capacidad de discernimiento de las mayorías. La lectura, creía, empodera a los sujetos subalternos, y los vuelve más conscientes de su propio valor. Contribuye a equipararlos con los poderosos. No es casual que el paquete de Libros y casas que entregaba la Secretaría de Cultura también incluyera un manual de primeros auxilios legales, redactado en colaboración con especialistas del Cippec. Quería que los pobres pudieran alzar la voz y reclamar respeto por sus derechos.
En estos días, el presidente Alberto Fernández nos invita a apreciar las dudosas virtudes de una tercera versión del valor de las instituciones culturales, distinta a las dos que hemos retratado en los párrafos precedentes. El presidente de la república nos recuerda que las instituciones de la alta cultura también sirven para hacerle favores a los amigos. El evento que mejor permite observar este fenómeno es la designación de la abogada Marcela Losardo -que acaba de dejar el cargo de Ministra de Justicia y Derechos Humanos- al frente de la representación del estado argentino ante la UNESCO, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura. Como es sabido, el único motivo que califica a la “agobiada” Losardo para este puesto es su relación de amistad con el primer mandatario. Patrimonialismo en estado puro.
La designación de esta profesional del derecho en la embajada ante la UNESCO no causó escándalo, pese a que interrumpe una valiosa tradición. Durante décadas, los representantes argentinos ante la UNESCO fueron destacados exponentes de la cultura nacional o diplomáticos de carrera (en ambos casos, casi siempre varones). Durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, por ejemplo, el cargo fue ejercido por un pianista de reconocimiento internacional, Miguel Angel Estrella. Cuando Mauricio Macri llegó a la Casa Rosada, Estrella fue reemplazado por Rodolfo Terragno, otra valiosa personalidad de nuestra cultura. Más recientemente, el cargo quedó en manos del cineasta Fernando Pino Solanas, otro artista de nota, hasta su fallecimiento hace pocos meses.
Existe un amplio consenso en torno a la idea de que la Argentina debe redoblar su apuesta por la ciencia y la educación. Si no destina mayores recursos a estos campos, si no jerarquiza estas áreas y privilegia a sus gestores y animadores, si no los reconoce más y remunera mejor, el país se condena a un futuro de oscuridad. Y esto me lleva a pensar que, pese a todos sus méritos, eminencias de nuestra cultura como Estrella, Terragno o Solanas ya no representan bien lo que el país demanda de sus embajadores en el campo de la ciencia, la educación y la cultura. Una Argentina decidida a promover la ciencia y la educación ganaría mucho si los escasos recursos institucionales de que dispone son puestos a disposición de profesionales que, por sus competencias específicas, estén en mejores condiciones de emplearlos en beneficio de toda la comunidad.
El actual gobierno se precia de valorar la ciencia, la educación y la cultura mucho más que el que lo precedió. ¿No debería, entonces, designar a un experto en educación, o una persona que exhiba un compromiso sostenido con la cultura o la ciencia, para ocupar una posición de tanta relevancia simbólica como el de embajador ante la UNESCO? ¿O a un especialista en administración de programas culturales? ¿Por qué, en cambio, Alberto Fernández eligió dar una señal en la dirección equivocada? ¿Por qué designó a una candidata completamente desprovista de antecedentes ya sea en el campo de la ciencia o la gestión educativa o cultural, sin ninguna calificación para el cargo y que, para peor, ha sido elegida gracias y sólo gracias a su amistad con el jefe de estado?
Para resumir el problema con un par de interrogantes inquietantes: ¿qué nos revela la designación de la abogada Marcela Losardo como embajadora ante la UNESCO? ¿Qué nos sugiere sobre la fortaleza de la convicción con que el gobierno del presidente Fernández define a la ciencia y la educación como campos de enorme relevancia para su administración, y de gran importancia estratégica para el futuro del país? En definitiva, ¿dónde están sus verdaderas prioridades?
Durante su paso por la función pública, Torcuato Di Tella nos recordó que la celebración de la alta cultura suele encubrir una visión elitista de la propia cultura y del orden social. Nos invitó a preguntarnos, por ejemplo, por qué los pobres del conurbano deben pagar el Museo Nacional de Bellas Artes, el Teatro Colón o la Biblioteca Nacional. Unos años más tarde, José Nun nos dejó una enseñanza aún más valiosa, de evidente inspiración iluminista. Con proyectos tan ambiciosos como el de inundar de libros las casas de los pobres, nos instó a trabajar para que alta y baja cultura puedan interactuar en beneficio de una discusión pública más rica, sin la cual difícilmente podamos construir un país mejor. En estos días, Fernández nos ha ilustrado, también con gran nitidez, sobre otro costado (el más lamentable) de las políticas culturales de nuestro tiempo: el que se define por su impronta patrimonialista. Su decisión se inspira en un típico capricho de los poderosos: “yo, que soy presidente, digo: para mi amiga, una embajada en París.”
Ninguna de estas tres dimensiones suele encontrarse en estado puro ni cubre la totalidad del campo y los significados de la política cultural, en ningún gobierno. En toda administración suelen combinarse, en dosis variables, elitismo e impugnación del elitismo, sincera vocación por elevar la condición popular con hipocresía y resignación ante una realidad que por momentos parece inmodificable, y administración competente y honesta del presupuesto con amateurismo y bajezas y miserias propias del uso partisano y patrimonialista de los recursos públicos. ¿Cuál de estas inspiraciones predominará en la política cultural de los difíciles años por venir? ¿Qué marcas dejará el gobierno de Alberto Fernández sobre las instituciones culturales de este país en ruinas? Quisiera ser optimista pero, viendo cuánta importancia le asigna el presidente al bienestar de sus amigas, me asaltan algunas dudas. Ojalá me equivoque. Todavía está a tiempo de corregir el rumbo y mostrarnos que, en homenaje a esos dos Secretarios de Cultura que ya no están con nosotros –sus compañeros de trabajo durante la presidencia de Néstor Kirchner– es capaz de privilegiar el interés común por sobre sus impulsos más egoístas.
RH