PURA ESPUMA

Una manera de leer

22 de diciembre de 2024 00:01 h

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En el atardecer del 26 de septiembre de 2023, durante las “Jornadas Saer” de la Biblioteca Pública “Dr. Joaquín Menéndez”, de Pergamino, Beatriz Sarlo dio una charla abierta en un auditorio con gente sentada en los pasillos, después de haber fumigado la planta alta con un pedido muy amable de evacuación (tan amable que produjo una llovizna de terror generalizado), para poder concentrarse en una breve víspera de anotaciones y anticipaciones mentales sobre la excitante aventura del “qué decir”.

Los diversos anillos de expectativas acordes a la inminencia de su presencia magnética se alinearon rápidamente. La dureza teatral de Sarlo, y su firmeza discursiva, persistían aún en los fondos de una fragilidad inédita, en la que confluían la viudez reciente, un agua molesta que manaba de sus ojos obligándola a un molesto mantenimiento de carilinas, algunos achaques motrices y un umbral de irritabilidad más bajo que de costumbre. 

Ya en el escenario, al que llegó transportada por una ovación, se manejó como un boyero eléctrico. Casi no hubo pregunta del público a la que no reaccionara con fastidio. Un cierto hartazgo, y en una proporción invisible pero excluyente algo que podía reconocerse como un dolor (el que no se confiesa) dominó la conferencia. Entretanto, se iban deslizando convicciones antiguas, revisiones recientes, nombres, años, materias disímiles reunidas en el largo curso de la vida.

Pero de ese entramado que honró al género autobiográfico en lo que este tuvo de vivo (es decir de imperfecto y, en cierto modo, antisarlista), dijo dos frases memorables por lo concretas, aunque la segunda haya sonado abstracta.

La primera: “Saer era muy gorila”. Hubo unos codazos en la primera fila, y un comentario susurrado: “Es como escuchar a Isaac Rojas decirle gorila a Eduardo Lonardi”. La segunda, hablando de la experiencia de lectura fue seguida de un silencio que su propia autora instauró para llamar a la reflexión o a la adhesión: “¿Para qué voy a leer un libro si no es para que me haga pensar?”.

En esa pregunta ronronea el motor de la máquina de leer llamada Beatriz Sarlo. Que se la haya hecho mediante una provocación retórica, en el marco de un encuentro que se deslizó naturalmente hacia una demostración general de afecto a ella, atornilló su modo de experimentar la lectura como una causa cuya única consecuencia es el acto de pensar. Leer para pensar. Para sentir está la vida (que también puede leerse pensando).

Si se sigue la ruta de Beatriz Sarlo mediante las estaciones en las que detuvo su interés, habrá que señalar que los escritores que lucho por consagrar, de los que Juan José Saer fue bandera de guerra y fantasía de perfección, se inclinaban por los libros pensados para pensar. Es cierto que Manuel Puig, antimateria formal de Saer, también atrajo a Sarlo de entrada, pero el “tratamiento” que ella le dio fue, justamente, el del compositor de libros que la hacía pensar las intuiciones artísticas como programaciones de máquina, aun cuando Puig haya sido por definición el escritor que siente.

De las influencias disponibles a las que Beatriz Sarlo evitó ceder para construir su prodigiosa aspiradora de lecturas, han quedado para vestir santos grandes lectores como Samuel Johnson o G.K. Chesterton (los que ensamblaron la máquina de leer llamada Borges) o, yendo menos lejos, Harold Bloom. Es que ellos leían tanto para pensar como para no negarse a sentir. Como Roland Barthes, otro lector de los “cálidos”, del que Sarlo extrajo con guantes de amianto la sabiduría pensada, tratando de no quedar pegada de los cables del sentimentalismo, al que Barthes nunca dejó de caer prácticamente de cabeza, una y otra vez.

En Borges, un escritor en las orillas (Ariel, 1995), resultado de un curso dictado en Cambridge en 1993, Sarlo dice que “Funes el memorioso” es un cuento en el que la memoria está “esclavizada por la experiencia directa”. Dice que, así como puede recordar “infinitamente”, es “incapaz de pensar”. Y agrega que la literatura “corta, pega, salta, mezcla”, operaciones “que Funes no quiere realizar” (o no quiere realizarlas Borges) pero que tampoco puede alcanzar con sus percepciones ni con sus recuerdos.

Uno podría decir, ¿por qué habría que pensar cuando lo que se quiere es recordar? ¿Por qué habría solo una literatura de pegar, cortar, saltar o mezclar, si también existen los recursos de las percepciones y los recuerdos, por fallidos que sean, y en buena hora?

Y aquí ya aparece el gran logro de Beatriz Sarlo, que es el de llamar a la lucha de ideas. Peleadora como ella sola, su aporte a este mundo fueron menos sus ideas generalmente leídas (que también fueron un gran aporte) que las ideas que les sacó a los demás. Hubo en ese régimen de extracción una actividad incesante a lo largo de casi sesenta años. Desde que surgió como texto impreso y nombre civil en las páginas de Punto de vista (sin que supiéramos qué imagen se escondía detrás de ese ligustro letrado), hasta su presencia rutilante en lo que le gustaba llamar, como Alexandre Kluge, la “esfera pública”, el chiquero en el que se dedicó a traficar literatura (la arrogancia bien ganada, la paciencia y el poder invisible de la literatura) a escala de menudeo. Con tanto éxito, que Alejandro Fantino salió corriendo a leer a Saer luego de su recomendación de dominatrix.

Hasta lo que se le podría achacar en todos los niveles en los que decidió defender una posición (y tenemos para elegir, porque fue muchas cosas, aunque por suerte ninguna de ellas al 100%) debería ser inventariado como un beneficio. El secreto de ese poder quizás radique en la seriedad con que salía a competir en las disputas de sentido y lenguaje, aun cuando el sentido (tanto o más que el lenguaje) no sea otra cosa que un vapor con el que se hacen artesanías fantasmas.

Y hay otra cosa, el verdadero misterio de su persona, que fue el de hacerse querer a pesar de sus escasos dones para la entrega más o menos directa de afecto (¿o eran sus tremendos dones para contenerlos?). Es que, en el vivo de la intimidad, esa cosa de piedra que la envolvía se dejaba reblandecer, generalmente bajo las balas infalibles del humor.

En fin, alguna anécdota debería contar, ¿no? Tengo varias, y muchas de ellas me dan risa cuando las recuerdo (ah, la Sarlo cómica: tan, pero tan hija de puta). Pero la que más me gusta es una que me contó Daniel Guebel, porque pone en el centro de gravedad del recuerdo una imagen que descarta el lastre esponjoso de la figura pública y le da el peso que tiene a una vida dedicada a leer literatura. 

Daniel Guebel, que acababa de publicar Un crimen japonés (Mondadori, 2020), entra a un vagón de subte, vamos a decir que de la Linea D. Entre los pasajeros, sardinas paradas en la lata, alcanza a ver a una mujer sentada, casi aplastada, leyendo un libro, y reconoce tanto a una como al otro. Es Beatriz Sarlo, y está leyendo, en condiciones ideales, Un crimen japonés, de Daniel Guebel.

JJB/MF