En las grandes ciudades rusas, los bares están llenos, las localidades se agotan en los cines y en los festivales de jazz, y la policía está demasiado ocupada (e interesada) cobrándoles multas a borrachos tarambanas y escandalosos como para perder el tiempo buscando opositores a Putin. “Encontrar un disidente importante en Rusia es tan difícil como encontrar un primer ministro en el Líbano. Salvo por la ausencia de turistas, es un verano como el del Mundial 2018”, le escribe un moscovita a este panoramista. Las operaciones militares en Ucrania están lejos. Un ruido de fondo, pero casi inaudible, o que no hay por qué oír. Según la encuestadora independiente Levada, entre jóvenes de 18-24 años, sólo el 34% sigue las noticias militares. Tal vez porque saben que no combatirán. De 4238 soldados rusos muertos en suelo ucraniano al 1° de julio, según la plataforma rusa Mediazona, 30 eran de San Petersrburgo y 9 de Moscú. La mayoría de la tropa caída proviene de regiones de fronteras extremas y pobres, con fuerte presencia de bases del Ejército y tradición local de respeto a las FFAA y conscripción voluntaria en el prolongado servicio militar. Dos repúblicas 'étnicas' están a la cabeza, en muertes y tropas, la extremo oriental Buriatia, limítrofe con Mongolia, con importante proporción de budistas, y la caucásica Daguestán, multicultural pero de mayoría religioisa islámica. Estos soldados viajan a un país de una riqueza como nunca visitaron, su moral es tan alta combatiendo como la de la juventud de la república de Rusia manteniéndose alejada; saqueos, violaciones, desbordes de soldadesca los tiene como paladines.
Desde que en diciembre el Pentágono y el Washington Post alertaron al mundo sobre las maniobras de unidades rusas cada vez más cuantiosas en la frontera con Ucrania, el presidente Joe Biden advirtió que una batería de sanciones económicas nunca antes usadas, coordinadas con los aliados europeos de EEUU, entraría en vigor de inmediato apenas Moscú iniciara operaciones militares. Su poder disuasorio sería inmediato, e irresistible, y estaba en manos del Kremlin evitarle al pueblo sufrimientos que ni merecía ni podía imaginar. Hay que admitir que los diligentes aliados europeos no eran una ficción. Desde el 24 de febrero, la imaginación de la sanción eficaz no ha desperdiciado un solo día. En la reunión de tres días del G7 en los Alpes bávaros, seguían coordinando los gobiernos de Washington, Londres, Ottawa, Berlín, París, Roma y Tokyo cuál sanción de las más grandes potencias industriales de Occidente haría sentir su rigor irresistible e inhibitorio. En conferencia de prensa al cierre de la Cumbre, el canciller socialdemócrata de Alemania, el país anfitrión, confirmó la laboriosidad unánime dirigida a “seguir imponiendo costos económicos severos e inmediatos” a Rusia. Habían coincidido en el designio de imponer un “precio límite” para el petróleo ruso. Sin embargo, no se dieron a conocer medidas específicas porque, reconoció Olaf Scholz, ese límite “requerirá mucho trabajo”. Según los sondeos de Levada, entre la población urbana rusa descendieron, mes a mes, de mayo a junio, los niveles de preocupación por las sanciones occidentales.
El embargo a los hidrocarburos rusos y el bloqueo de los puertos rusos en el Mar Negro, así como la financiación y asistencia logística a Ucrania, aceleraron el dinamismo de aumento global del precio de los combustibles. Y ensancharon una crisis alimentaria en ciernes, sobre todo en los países pobres, en el Maghreb, en el África subsahariana, y en el sudeste asiático, dependendientes de la importación de granos baratos de Rusia y Ucrania y fertilizantes de Bielorrusia.
En Latinoamérica, el aumento del combustible, y por ende del transporte y de cuanto deba ser transportado, ha generado en estos días muertes y violencias políticas aun en países exportadores de hidrocarburos, como Ecuador. En apariencia, el presidente conservador Guilermo Lasso volvía a cometer el mismo error grosero que otros gobiernos de derecha de países sudamericanos con litoral pacífico. Buscar acrecer la recaudación o disminuir el déficit u obtener recursos que reasignar a partir de un aumento en el nuevo precio que la ciudadanía debería empezar a pagar para moverse. Los estallidos sociales de Chile, Colombia y el mismo Ecuador en 2019, el de Colombia en 2021, tenían en su origen las políticas adoptadas por gobiernos derechistas o derechizados. La inspiración doctrinaria de las decisiones de Sebastián PIñera, Iván Duque, y Lenín Moreno no era ajena al neoliberalismo, pero el neoliberalismo es ajeno a la inoportunidad brutal y clasista de esas decisiones ostensiblemente equivocadas: la falta absoluta de previsión que demostraron las élites, su asombro por las reacciones inmediatas de repudio, hicieron más por desacreditarlas que el contenido mismo de las disposiciones ordenadas y desobedecidas.
El precio sin subsidios del combustible privado, tótem de la derecha
Como si se rebelaran contra el remanido aforismo del filósofo George Santayana, pueblos que conocen su historia parecieron condenados a repetirla. En el mismo escenario, en las mismas calles de Quito, un presidente ecuatoriano enfrentaba en junio de 2022 al mismo líder social, Leonidas Iza, que en octubre de 2019 había guiado la protesta al frente de la misma vanguardia de la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (Conaie) con un pliego de demandas encabezado por el mismo reclamo, el aumento del precio de los combustibles determinado por la misma petrolera estatal.
Sólo que en junio de 2022 el nuevo y más elevado precio impuesto al público no surgía, como en tiempos del ex correísta Moreno, de una decisión fiscal de disminuir el aporte de subsidio estatal por galón para así reducir el déficit. Con Lasso, el motor del aumento era exterior a Ecuador, y no se debía a que quitara un subsidio antiguo, sino a que se abstuviera de crear uno nuevo. Un Acta de Paz puso fin a 18 días de paro nacional, y Lasso prometió cumplir el pliego de demandas en 90 días. El término de la guerra, la inflación, el aumento del barril de petróleo, las sanciones y embargos, es más lejano, y lo que es más dañoso, incierto.
El valor de mercado del transporte público, tabú de la izquierda
En 2010, Bolivia ensayó y retrocedió de un gasolinazo , una quita de ayuda estatal, ordenada para impedir el contrabando a Perú de combustible barato subsidiado. Afectó a taxis y 'trufis' (taxis que transportan a seis personas contando a la que maneja), a minibuses, a lo que en boliviano se llama 'flota': ómnibus, autobuses, camiones, fletes. Como medida que se sabía impopular, fue decretada por Álvaro García Linera durante una ausencia del presidente; ante la magnitud del rechazo, fue derogada por Evo Morales. La responsabilidad del 'gazolinerazo' recayó sobre el vicepresidente a cargo, en una exitosa operación de control de daños para el líder indígena y sindicalista cocalero al frente del gobierno del MAS. El combate a las pérdidas por contrabando giró entonces hacia frustrar el tráfico, y desistió del método radical de arrebatarles de antemano su mercancía a los traficantes a costa de encarecerla. La anticipación de consecuencias no queridas de la acción gubernamental fue percibida por el electorado, que no dejó de apreciar esa idoneidad, o siquiera suspicacia, cuya carencia flagrante espantó en Colombia y Chile.
En la segunda semana de junio, cuando la Cumbre losangelina de las Américas, Lasso y Duque querían posar en todas las fotos de de familia. Ausente con aviso el mexicano AMLO, el presidente Biden encontró un inesperado y cautelosamente bien venido nuevo mejor amigo americano en Jair Bolsonaro. Tan desinteresado de la cruzada contra la autocracia rusa como de la guerra contra la pandemia china, el presidente brasileño, antes capitán del Ejército por vocación, después diputado de profesión, ha sabido dar pruebas de una genuina, ininterrumpida intimidad con su electorado.
En este año en el que jugará su reelección, Bolsonaro ha hecho valer sin reserva el peso del poder presidencial para influir sobre la petrolera estatal Petrobras, con el solo fin de frenar los aumentos de combustibles. Tres directores han pasado en su mandato. Y por otra vía, ha hecho aquello de lo que se abstuvo el ortodoxo Lasso: legislar beneficios corporativos, etarios o administrativos, antes de oir el reclamo popular por su falta. Subsidios que el Congreso votó con rara prontitud e indisimulable tendencia a la unanimidad. El estado de emergencia sancionado hasta fin de año contempla vales para el gas y garrafa doméstica, cheques mensuales para que taxistas y camioneros carguen sus tanques, pases libres en el transporte público, compensaciones a los estados federales que condedieron créditos tributarios al etanol.
Todos los fuegos el fuego
Frente a tanta franqueza en pedir y hallar remedio en la intervención estatal, el adversario de Bolsonaro en las presidenciales de octubre sabe que disentir sería error irremediable. Evitar los disensos no es difícil para un Lula conciliador. Más peligroso es el rincón donde lo arroja la pregunta sobre el obrar del gobierno: no puede desaprobarlo, pero tampoco dejar de aprobarlo, aunque debe cuidar de que el consenso no se alargue y ensanche tanto y que dé a entender que el PT haría sustancialmente lo mismo que el ultraderechista en el poder. (A otras naciones hemisféricas, sin suficiente gas, sin suficiente petróleo, o sin ninguno, sin reservas de divisas en sus arcas, estas políticas, tempranas como en Brasil, tardías como en Ecuador, les están vedadas, pero estas imposibilidades en nada los resguardarán, sin embargo, de la protesta social),
Un aumento en el precio del transporte público había sido la simiente de donde brotaron las malezas de la impopularidad, finalmente inerradicable, de Dilma Rousseff. Había sido al comienzo del segundo mandato, que no llegó a completar, de la ex jefa de gabinete y sucesora de Lula. Un período presidencial que acabó, abreviado, truncado en el Congreso por el sumario impeachment que la exoneró en 2016 y que en 2018 habría de catapultar a la presidencia al diputado Bolsonaro.
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