ENSAYO GENERAL Opinión

Lo que no se aprende

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Me crié con muchos cuentos de hadas. Pensé que era común, pero cada vez que le pregunto a alguien de mi edad si recuerda la historia de la princesa y el guisante o la de los zapatos bailarines me doy cuenta de que es algo bastante más personal de lo que yo creía, bastante más específico de mi circunstancia, quiero decir. Supongo que tiene que ver con los libros viejos, también, con crecer en una familia muy tradicional en la que se valoran las que se guardan muchos años y nadie se pregunta demasiado cómo han envejecido. Si era suficientemente bueno para las nenas de hace cien años, era suficientemente bueno para mí.

Lo que me gusta de los cuentos de hadas es que son absurdos y perversos, pero no solo en el sentido: lo son también en la forma. El cuento de la princesa y el guisante, por ejemplo, dice así: hay un príncipe que está buscando novia. Le presentan muchísimas princesas, pero no está realmente seguro de que sean auténticas princesas. Recuerdo que la primera vez que lo leí me pregunté un rato largo si lo de la autenticidad de las princesas refería a que no eran princesas en el sentido de que no tenían ningún reino que heredar o a algo más profundo, como si hubiera princesas de piel y princesas de alma; sigo sin tenerlo muy claro. Cuestión que una noche de tormenta llega una chica empapada pidiendo refugio en el castillo del príncipe. La chica dice ser princesa, pero la reina tiene sus dudas y entonces decide ponerla a prueba. Le arman una cama mullida, con muchísimos colchones uno arriba de otro, y abajo de todo ponen un guisante. Al día siguiente, la reina le pregunta cómo durmió: la muchacha dice que pésimo, que la cama parecía cómoda pero algo le molestaba y así pasa la prueba. Una verdadera princesa no puede descansar en esas condiciones. El príncipe se casa con ella y el guisante termina, por razones completamente inexplicadas, en un museo.

Es un regalo que nunca voy a poder agradecerle lo suficiente a mi familia, haber estado expuesta de tan chica a todo esa violencia del sinsentido.

El cuento empieza y termina en cualquier parte. No nos deja ninguna enseñanza. Es completamente arbitrario: no se entiende por qué la chica tiene que llegar de la nada una noche de lluvia, ni por qué el criterio para ser una verdadera princesa es ser insoportable (si en esa época ya circulaban, por supuesto, historias y discursos sobre la nobleza de carácter y las mujeres virtuosas; sin ir más lejos, Mujercitas es más o menos de esa época), lo del museo es directamente delirante y hasta rompe con una cierta convención según la cual si el problema era que el príncipe se casara no necesitamos ninguna información posterior a ese evento. Pero lo que más me gusta de este cuento, creo, es que nadie cambie. Pienso en las ortodoxias estúpidas de la narrativa —que informan casi todas las series que se ven hoy— según las cuales los personajes tienen que verse transformados. También en ortodoxias un poco menos estúpidas y más inescapables, la idea de que en la ficción tiene que pasar algo, una no puede sencillamente pedirle a quien lee que se quede viendo a seres humanos girando en ruedas como hámsters, pero la verdad es que esa es la ficción que a mí más me gusta. Incluso cuando pasa algo, lo que más me interesa es lo que no pasa, lo que no cambia, lo que no se aprende. Es una suerte inmensa, haberse criado con esos cuentos en los que la gente se rebana los pies o entrega su vida a un tipo que no la quiere. Es un regalo que nunca voy a poder agradecerle lo suficiente a mi familia, haber estado expuesta de tan chica a todo esa violencia del sinsentido.

Empecé a leer a Bret Easton Ellis hace poco. Como siempre, hice todo al revés. Leí primero Suites imperiales, porque me gustó el nombre, y me enteré cuando iba por la mitad del libro de que era la continuación de Menos que cero, la primera novela que Ellis publicó a los veinte años, veinticinco año antes de esta secuela. Finalmente estuvo bien, haber leído así. Esta semana leí Menos que cero y pensé que había algo de inocencia en las versiones adolescentes de los personajes que en Suites imperiales tienen treinta y pico pero fundamentalmente son los mismos. No han aprendido nada, no han cambiado nada. Clay, el narrador protagonista, si algo hizo fue empeorar. En Menos que cero, una de las últimas escenas lo muestra yendo a la casa de unos amigos que están básicamente violando a una chica de doce años. Es potente la escena, porque por primera vez en toda la novela Clay parece decidir que hay que ponerle alguna clase de límite a la voluntad de poder. “No me parece que esté bien”, le dice a uno de los otros chicos después de páginas y páginas de haber estado ok con toda clase de maltratos y violencias. “¿Y qué está bien?”, le contesta su amigo. “Si uno quiere algo, tiene derecho a cogerlo. Si quieres hacer algo, tienes derecho a hacerlo”. Si yo no hubiera leído ya Suites imperiales, pensaría que efectivamente Clay se ha dado cuenta de que es distinto de sus amigos, de que él sí tiene límites, y quizás me hubiera enojado un poco con Ellis, solamente porque odio las escenas —y más todavía si están cerca del final— que hacen quedar tan bien a sus protagonistas. Pero ya leí Suites imperiales, y en Suites imperiales Clay se pasa casi toda la novela extorsionando abiertamente una joven actriz para que siga siendo su novia a cambio de que él le consiga un papel en la película que acaba de escribir.

Cuando pienso en el pánico moral y la ficción me preocupa más esto que las ficciones feministas o con personajes progresistas; me preocupa más el conservadurismo narrativo, lo que esperamos de las historias, que si esas historias tienen ideas en ella. Me angustia más la idea de que hay que llevarse algo de una historia, la idea de que tiene que terminar con una resolución, que la idea de la moraleja. En el fondo, si hay una resolución, da igual si es una resolución moral o inmoral: lo moralista es la necesidad de que las cosas se resuelvan en lugar de destejerse. Vuelvo a esa frase de llevarse algo porque me parece de lo peor, cuando alguien sale del teatro y me dice que la obra no le gustó porque no le dejó nada, porque salió de ella vacía, cuando yo en algún sentido siento que eso es exactamente lo que tiene que pasar, como en el cuento de la princesa del guisante que solo deja desconcierto, y maravilla ante ese desconcierto: irse del encuentro con una obra de arte con un vacío un poco más grande que el que una había traído.

TT