¿Cuándo fue que “trabajo de lo que me gusta” se convirtió en “trabajo aunque no me paguen”? ¿Qué tipo de trabajos gozan del prestigio suficiente como para que haya gente dispuesta a hacerlos aun sin cobrar un centavo? Ya a finales de los 80 el sociólogo Zygmunt Bauman planteaba que se había dado un pasaje de la ética del trabajo a la estética del consumo. Si antes cualquier trabajo tenía un valor ético en sí mismo, hoy prevalece su valor estético: se lo juzga por su capacidad o no de generar experiencias placenteras. Claro que siempre hubo tareas más gratificantes que otras pero, por aquello de que “el trabajo dignifica”, todas tenían el mismo valor desde una perspectiva ética. A eso se sumaba un aspecto de carácter espiritual (Max Weber lo explicó bien en La ética protestante y el espíritu del capitalismo) porque se creía que un trabajo bien hecho era también un modo de agradar a Dios. La palabra alemana profesión “beruf” y la inglesa “calling” incluyen la idea religiosa de “misión” que le da a cualquier trabajo honrado un sentido sagrado, donde el ser se reafirma en el hacer. Aunque en las sociedades modernas ese modelo se fue vaciando de espiritualidad, la vocación sigue siendo especialmente premiada por la ética capitalista y la brecha se ha ensanchado: algunos trabajos creativos son presentados como fascinantes, mientras que los demás parecen haber perdido hasta su valor ético. El nuevo paradigma es tener trabajos “instagrameables”, que se vean cool, que en el imaginario general se confundan con el ocio. Ya no se trata de trabajar lo menos posible para tener tiempo libre sino todo lo contrario: el trabajo ideal se presenta como el súmmum del entretenimiento y se desdibuja la línea que separa las tareas productivas de las recreativas. “Nos divertimos trabajando”, dice una minoría supuestamente privilegiada que pudo convertir sus gustos personales en su medio de vida.
Sin embargo, este éxito que se mide en términos estéticos muchas veces es una trampa. Veamos. La mayor parte de quienes se dedican a trabajos creativos en Argentina están signados por la precariedad, la facturación a destajo, los pagos demorados, la ausencia de convenios que garanticen vacaciones y aguinaldos y muchas veces (aunque luzcan bien en redes) no alcanzan para llegar a fin de mes. En términos de Bourdieu, el capital simbólico que revisten no se corresponde con el capital económico que efectivamente otorgan. En la última Feria del Libro de Buenos Aires, Guillermo Saccomanno se refirió a algunos de estos temas en su discurso inaugural. Dijo ser el primero en cobrar por dar dicha conferencia, ya que no solía ser una tarea paga por el reconocimiento que ésta significaba. “Me imaginé en el supermercado tratando de convencer al chino de que iba a pagar la compra con prestigio”, ironizó el escritor.
La anécdota ilustra una situación que es bien conocida dentro del campo cultural: cada vez más, se ofrecen “trabajitos” sin dinero a cambio. La fecha de un recital, la columna en un programa de radio o tv, el diseño de un logo, la presentación de un libro, la conferencia en un congreso, la participación en un festival, son propuestos para que se hagan “de onda” o por muy poca plata, con el argumento de que dan “visibilidad”, lo cual permitiría conseguir… sí, adivinaron: otros trabajos. Aquella fórmula que popularizó Mirta Legrand de “Como te ven te tratan; si te ven mal te maltratan y si te ven bien te contratan” es el nuevo y tácito mantra: si salís en los medios, tenés presencia en redes y te dedicás a lo que te gusta, el consuelo es que no hay sueldo pero hay aplauso (o likes, según el caso).
Nadie se pregunta si un obrero obtiene placer por ocupar su puesto en una línea de montaje. Está ahí porque le pagan: lo hace para vivir, no lo confunde con la vida. A nadie se le ocurriría pedirle que lo haga “por los viáticos”. En cambio en las actividades creativas hay una motivación íntima que excede la mera venta de fuerza de trabajo. Allí se juega la firma, el nombre propio, la reputación acumulada. La española Remedios Zafra, autora del ensayo ganador del premio Ensayo Herralde 2017, “El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la digital”, vuelve sobre el tema en Frágiles. Sobre lo que moviliza a estos trabajadores comenta: “Entusiasmo del que se valen las lógicas capitalistas, rentabilizando su pasión gratuita o vanidosa. Sus protagonistas tienen formación, motivación creativa, actividad en redes, trabajos habitualmente temporales, siempre andan activos y en muchos casos viven en la incertidumbre económica o directamente siguen siendo pobres”. Esto genera que, además del tiempo dedicado al hacer creativo en sí, se invierta tiempo en la autopromoción de ese trabajo para así generar mayor demanda e ingresos.
Que se doble pero no se rompa
Con la flexibilidad como lema, a partir del siglo XXI el trabajo en Occidente dejó de ser el modo de construir una trayectoria de vida previsible y duradera. Las identidades, como los bienes de consumo, deben recrearse constantemente. Si la sociedad disciplinaria moldeaba individuos para que actuaran de manera rutinaria, hoy el requisito es poder elegir todo el tiempo: tanto el trabajador como el consumidor ideales son los que se dejan tentar por nuevas ofertas, quienes pueden improvisar.
Si durante siglos estuvo instalada la figura del genio creador, actualmente a todos se nos exige que seamos “creadores”. Que nada te detenga. Es tu momento de expresarte. De mostrárselo al mundo. De monetizarlo. De vivir de eso. Si no lográs emprender, ser tu propio jefe, tener horarios flexibles y libertad de decisión, el yugo del trabajo será vivido sólo como eso: un peso. No siempre fue así. Hoy el trabajo creativo, el de la “tormenta de ideas”, el que requiere motivación y entusiasmo, se inscribe en una cultura del multiempleo. El resultado suele ser la auto-explotación, el trabajo a cualquier hora, la exigencia de convertirse en “su propia marca”, de “tener un diferencial”, de construir “un sello propio”. Y todo esto, con alegría. Que quien no sonríe sale mal en las fotos.
Un ejemplo argentino: en 2018 el legislador porteño Andy Freire, ex ministro de Modernización, Innovación y Tecnología de la Ciudad de Buenos Aires, publicó un video con consejos para “convertir en plata todos esos lugares de tu casa que durante las vacaciones te van a quedar sin usar” en el que se despachó con lo siguiente: “¿Sabés que se empiezan a alquilar los jardines para hacer camping? El quincho, la parrilla, el asado, el sillón de tu casa, el cuarto que no usás. La bicicleta, el auto, todo eso lo podés alquilar, usar, poner a disposición durante tus vacaciones y hacerlo plata. ¿Qué estás esperando? Si no lo hacés es porque no querés”. Por supuesto el video se viralizó (se encuentra fácil en Youtube) y el funcionario del PRO tuvo sus 15 minutos de burla virtual, lo cual tampoco hizo que decayera su optimismo emprendedor.
En su libro La sociedad del cansancio el filósofo surcoreano Byung Chul Han plantea que el trabajador actual es un “sujeto de rendimiento” que se caracteriza por un verbo positivo: poder. Como las campañas políticas o de zapatillas, la subjetividad contemporánea vive al grito de “Yes, we can”, “Impossible is nothing”, “Just do it”. Con el fin de aumentar la productividad, el paradigma disciplinario se sustituyó por el esquema positivo de “poder hacer”, que es mucho más eficiente que la negatividad del deber. Ahora existe un nuevo tipo de trabajador: el que se explota a sí mismo, voluntariamente, sin coacción externa: “El colapso llega cuando el sujeto del rendimiento no puede poder más. La depresión consiste en un cansancio de crear y de poder hacer. Su lamento es ”nada es posible“, que sólo se puede manifestar dentro de una sociedad que cree que todo es posible”. Otro de los aspectos de este exceso de positividad (que muchas veces deviene en agotamiento, ataques de pánico o enfermedades psíquicas) tiene su correlato en una atención multitasking que, lejos de ser un progreso, es un retroceso para la civilización en su conjunto. Dice Han: “Los logros culturales de la humanidad se deben a una atención profunda y contemplativa, que está siendo reemplazada por una hiperatención: una atención dispersa que cambia de foco de modo acelerado entre diferentes tareas, fuentes de información y procesos. Dada su escasa tolerancia al hastío, tampoco admite aquel aburrimiento profundo que sería de cierta importancia para un proceso creativo”.
Contra la cultura del trabajo
El trabajo aparece en los discursos circulantes como la cura de todos los males. Pero, ¿y si la vida no se hubiera hecho para trabajar? La idea suena revolucionaria pero es antigua. Aristóteles decía que el trabajo no hace mejores a las personas sino que las envilece porque les resta tiempo a sus obligaciones sociales y políticas. Ya en el siglo XIX, Paul Lafargue analizó esto en detenimiento en su libro El derecho a la pereza de 1880. Después de todo, hay una clase que vive sin otra vocación que el ocio: son los herederos, los que no tienen que trabajar para vivir. A ellos no se les exige una “cultura del trabajo”: pueden ser hedonistas a tiempo completo. Ni siquiera tienen la presión de crear nada. Alcanza con que sean, por derecho propio. A fuerza de consumos vip y portación de apellido, incluso puede que algunos se forjen una reputación mediática.
Mientras tanto, la tendencia actual es que cuanto mayor valor social produce un trabajo, menos se cobra por realizarlo. El antropólogo norteamericano David Graeber dio con una categoría analítica original para designar a ciertos trabajos que bien podrían no existir y que sin embargo son premiados con altos salarios. Los llamó “trabajos de mierda” en su libro homónimo de 2018. Allí plantea que estos trabajos inútiles se diferencian de los que simplemente son malos o están mal pagos, pero que no son de mierda porque son necesarios, como los del rubro de limpieza. En cambio los trabajos de mierda suelen ser respetados y bien remunerados. ¿Por qué existen? Según Graeber porque nuestras sociedades prefieren más consumo a menos trabajo pero, sobre todo, porque una población feliz, productiva y con tiempo libre es un peligro mortal: “Resulta conveniente para los dominantes implantar la creencia de que el trabajo es un valor en sí mismo y que quien no trabaja no merece nada. Pero ¿qué pasaría si una clase de trabajadores desapareciera de repente? Si fueran enfermeros o mecánicos, estaríamos en problemas. Pero no queda claro que pasaría si no hubiera gestores financieros, lobistas o escribanos, incluso el mundo sería mejor”. El ejercicio de pensarlo puede generar una sonrisa amarga; un pequeño recreo, por lo menos, hasta que volvamos a trabajar.
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