Creo que ya escribí alguna vez sobre esto: mi mamá tenía un libro de Doña Petrona, y mi parte preferida era una en la que explicaba unas reglas simples de “protocolo” para llevar una comida como una buena ama de casa. Algunas indicaciones tenían que ver con la simplicidad, con decirle a la dueña de casa “no te compliques”: no hace falta usar mantel blanco para un almuerzo informal, decía, los individuales de colores son perfectamente adecuados. Otras eran normas más estrictamente protocolares, quizás algo antiguas, pero que Doña Petrona recomendaba cumplir por respeto (si hay cabeceras, el anfitrión va la cabecera de la mes y su mujer directamente enfrente) y otras eran reglas claramente orientadas a mejorar el fluir del evento; esas eran las que más me gustaban. Siempre me acuerdo de la que recomendaba sentar a las parejas en diagonal, para evitar que maridos y mujeres se quedaran conversando entre ellos; como si hiciera falta, diríamos hoy, pero me parece que está bien pensado.
Hace poco, la revista New York Magazine sacó un número especial dedicado a la “nueva etiqueta”: ya no importan la cristalería ni las ubicaciones en la mesa, pero sí las respuestas a preguntas que todos nos hacemos como la división de la cuenta en una comida de amigos, qué cuarto le toca a cada quién en una vacación grupal (esta la pongo porque me encantó: la persona que más se ocupó de organizar el viaje elige el cuarto que quiere incluso si no viene en pareja, con la sola aclaración de que si alguien lleva hijos no debería terminar en la habitación más chica) o si está legalizado ghostear después de una primera cita (spoiler: sí). Me lo leí entero, y entendí un poco más por qué me seducen tanto estas cosas. Me interesan las reglas de etiqueta por la misma razón por la que me dediqué a la ética en la universidad, por la misma razón por la que me gusta leer sobre teoría de las instituciones: me interesa el pensamiento orientado a mejorar las interacciones entre personas que no se conocen, a tratar bien a una persona sin necesidad de tener demasiada información sobre lo que esa persona entiende por “tratar bien” y sin poder suponer —como se puede suponer en una comunidad religiosa muy cerrada, pongamos— que ese desconocido y yo compartimos demasiados valores sustantivos.
Pienso que a medida que nuestras sociedades se vuelven más diversas ese pensamiento de las normas y los valores es más desafiante: cuando la gente empezó a evitar abalanzarse sobre otras personas para saludarse con un beso por el COVID recordé que cuando yo era chica y vivía en una comunidad judía ortodoxa estaba muy atenta a qué varones “saludaban con beso” y cuáles no, para evitar situaciones incómodas. Todavía tengo ese reparo cuando conozco a una persona religiosa judía o musulmana, y aunque hace pocas semanas hice una defensa encendida de las sociedades en las que la gente se besa y se apretuja y se abraza sin preguntar, hago este pequeño asterisco cuando se trata de incluir en nuestras vidas a personas que de otro modo tendrían que vincularse solo con gente de su propia comunidad. Por eso me cuesta entender a quienes se obstinan en no llamar a las personas con los pronombres que prefieren: no debería hacer falta compartir una teoría sobre la subjetividad o sobre el género para querer hacer sentir cómodo a un extraño. Eso también me gusta de la etiqueta, de la verdadera elegancia: hace de la amabilidad la virtud cardinal, más allá de otros valores que pueden ser muy importantes en otras situaciones pero no lo son cuando se trata de interactuar con desconocidos para llevar adelante una vida juntos.
Supongo que finalmente se trata de eso, de compartir un mundo; pero lo curioso es que, en este planeta cada vez más poblado y diverso, las reglas y las instituciones tienen una prensa muy mala, mucho peor que la que tenían hace algunas décadas. En discursos de derecha, pero también en algunos pretendidamente de izquierda, leemos la misma mentalidad anti conceptual: “depende de cada uno”, “es lo que quiera cada uno”, “no se puede generalizar”. Por supuesto que hay muchas cosas de sobre las que no se puede generalizar, pero si no se puede generalizar en realidad no se puede pensar, y definitivamente tampoco se puede compartir, ni trabajar, ni gobernar. No sé, tampoco, por qué se supone que es tan obvio que ésa es la única forma de ser un sujeto libre, como si la única forma de pensar la autonomía fuera a partir de la libertad individualista del cliente: nuestras instituciones mejoran —y mejoran nuestras vidas, las hacen más autónomas— cuando pueden incluir más realidades, pero para vivir juntos necesitamos ponernos de acuerdo en habitar más o menos la misma realidad.
Leí mucho de esto en la conversación sobre las nuevas reglas de etiqueta, pero también en la discusión mucho más seria y angustiante disparada por el caso de Yamila, la chica que murió por una negligencia criminal en un parto domiciliario. Me falta mucho para organizar mis pensamientos sobre el asunto, pero por ahora me quedé con esto: la sensación de que hay demasiada gente aprovechándose de esta mentalidad de la vida customizada que hoy es parte constitutiva de nuestra subjetividad, la sensación de que a vos las reglas no te aplican porque en realidad no aplican a nadie porque todos somos especiales, vos no tenés que hacer ese estudio que se supone que deberías hacerte ni los controles que te indican porque quien te los indicó no está tan atento a tus necesidades como yo que te escucho sin límite de tiempo y te digo a todo que sí, que todo lo que quieras lo podés, que todo lo que querés que sea cierto lo será. La violencia institucional existe, el abandono estatal también y la desconfianza que estamos viendo en las nuevas generaciones respecto de las instituciones tradicionales está en muchos casos fundada en buenas razones; pero también se apoya en un mundo que no está produciendo sujetos con ganas de ser comunes, de participar de lo común; un mundo que se aprovecha de nuestras ganas de ser especiales para vendernos dietas, tratamientos, educaciones y terapias cada vez más personalizadas, porque así los chiches no se acaban nunca y el business tampoco.
La narrativa de que todos somos excepciones imposibles de mensurar es incompatible con la convivencia en lo público, y es incluso incompatible con la transformación que necesitamos para poder acomodar a personas cada vez más diversas: es la salida de lo común, que no es la fiesta de la diferencia sino una derrota.
TT