Si el hombre llegó o no llegó a la Luna es una discusión que no va a ganar nunca nadie mientras a la verdad que estuviera dirimiéndose, ya enterrada en el pasado, se la sigan disputando los ejércitos de la verosimilitud y la paranoia.
Igualmente, hay un más allá poético de esa disputa, y está en el hecho de que la fe que mueve la llegada del hombre a la Luna es la del cuento infantil, género preferido de los adultos aficionados a las máquinas y al futuro.
Son las ilusiones de Julio Verne, H. G. Wells y Georges Méliés llevadas al extremo de la materialidad, a tal punto que de las ilusiones sólo queda la materia, y no justamente la materia fingida de una ficción sino la materialidad militar de la NASA, competencia natural de Hollywood en la carrera por hacerse ver.
Apollo 11 (2019), el documental de Todd Douglas Miller recién colgado de Netflix, según los créditos, jamás tan arrogantes del cine, está protagonizado por Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins. Como si en una película sobre la Batalla de Dresde figurara como protagonista Napoleón. ¿Qué arte dramático de composición podría competir con astronautas que cursaron 384 mil kilómetros de sombras para traernos unos polvos y unas piedras del Mar de la Tranquilidad?
Pero esa materia, reducida al milagro tecnológico desde que la proeza de julio de 1969 atontó al mundo y sació momentáneamente la curiosidad por lo desconocido, no es solo un despliegue de metales inteligentes y combustibles voladores. Hay, por si alguien lo olvidó, recursos humanos.
Neil Armstrong ha atravesado todas las fronteras de la adaptación, entrado a los simuladores de 1/6 de gravedad y entrenado en los Vought F-8 Crusader a 2000 k/h. Es un guerrero del espacio, pero su corazón, conectado desde la cabina del módulo Eagle con las terminales de control clínico de Houston, marcó 156 pulsaciones durante el alunizaje. Preciosa taquicardia que sólo se manifiesta en cuerpos celestes. Es en esos detalles desclasificados por la NASA, detectados en largas horas filmadas hasta la extenuación, donde Apollo 11 se convierte en una obra maestra de la realidad.
El documento verbal en contraste con el terror que despierta la misión en las profundidades de sus protagonistas, es el factor clave de una electricidad que carga el ambiente de las cabinas, las torres de mando y las costas en las que miles de americanos se han instalado en carpas y casillas rodante a ver cómo es, cómo puede ser cierto, que un bólido de 4 mil toneladas se lance al espacio.
Las imágenes de Collins en el momento en que abandona la base para entrar a la máquina de calor que lo va a llevar al punto más lejano que un hombre estuvo de su casa, tienen una belleza hasta ahora desconocida en la que se combinan el deseo que es de él pero sobre todo de su especie, y el pánico de estar yendo a cumplirlo. “Espeluznante” es la palabra que emplea Armstrong cuando les describe a los controladores de Houston la corona del Sol asomándose detrás de la Luna en los segundos en los que avanzan hacia la órbita lunar. Todos los sueños de literatura infantil que han cabido en las cabezas de los astronautas se cristalizan en la palabra riesgo, un riesgo total, mortal, y a la vista de todo el planeta.
Desde los tornillos mal ajustados en uno de los tanques de hidrógeno descubiertos poco antes del lanzamiento, hasta la temperatura de magma que va a tomar la nave durante la entrada en la atmósfera, cada etapa de la misión fue un problema de vida o muerte en el que la ciencia aplicada a la tecnología dependía de la suerte como nosotros del aire.
Ninguna previsión controlada hasta el desmayo podía compararse con el poder del vacío a cuyos bordes se asomaban tres hombres. Ni siquiera Mother country, de John Stewart, sonando como un placebo de calma en lo alto del espacio pudo borrar la base de fragilidad en la que se apoyaba la megalomanía de estado que había puesto todo lo que tenía (política, mística, conocimiento, fascinación popular, propaganda, dinero, poder, mitología y temeridad) al servicio de que quedara demostrada, por las vías indirectas del éxito, la evidente pequeñez de lo humano.
Todo el efecto de hecho astrofísico que Alfonso Cuarón intentó darle a la inmensidad en Gravedad (2013), toda la poesía estelar de anticipación que Stanley Kubrick predijo en 2001:Odisea del espacio (1968), todas las maniobras de la ficción destinadas a producir un testimonio artificial del abismo en que vivimos, producen un previsible candor cuando comienza a tallar en nuestra imaginación (que es la que nos manda) la realidad desclasificada por la NASA y entregada el montaje grandioso de Todd Douglas Miller.
No es un montaje ordinario de imágenes con imágenes, arte que tiene sus merecidos ases, sino de dos campos diferentes del drama de la conquista espacial. Un ejército modesto pero vanidoso, el de los hombres, se interna en los dominios de la fuerza más poderosa: la de la oscuridad del Universo. Todo lo que se diga para matizar los hechos en nombre del progreso, cae por el peso del ridículo. No es por humanismo que se viaja al espacio, ni por poder: es por curiosidad infantil, una curiosidad desesperada por traer algo (aunque sea mediante la dudosa experiencia de haber estado) de los infinitos campos de la ignorancia. Razón por la cual la NASA tiene, al margen de su marca guerrera, mucho de las jugueterías Hamleys.
En Apollo 11, uno de los dramas de la conquista del espacio sideral es el que nos muestra las imágenes de lo que podemos llamar el control remoto de la misión, un control al que la ciencia le sustrae el cuerpo mientras delega su responsabilidad en los protocolos de seguridad, la ingeniería aérea, la recorrida celosa por el espinel de la cohetería intergaláctica. En ese teatro, vemos a decenas de jóvenes ante sus pantallas catódicas que, aún antediluvianas respecto en la historia de las pantallas, no dejan de ser (ni dejarán de serlo nunca) tanto o más futuristas que el futuro.
El promedio de edad de esos lujosos operadores de call center era de 27 años, y al verlos internados en la emoción no podemos no sentir que tienen algo de ingeniero de sonido operando la consola de Los Beatles. Les ha tocado aportar su grano de maíz pisingallo explotado a una misión que empieza en Cabo Cañaveral y termina en la Luna.
Pero ese mundo encantador, el de los que acompañan a los héroes a embarcarse en sus naves, contrasta con violencia con los héroes ya despachados hacia lo negro. Y es en esa diferencia garrafal donde puede verse que entre los que hacen y lo que miramos no hay, no puede haber nada en común. Mucho menos si lo que estamos viendo es el hecho que jamás podremos protagonizar.
Basta que se deslinden las diferencias de calidades entre un astronauta y, por ejemplo, yo, que escribo sobre ellos, para que la proeza que protagonizaron Aldrin, Collins y Armstrong en 1969 se agigante (aunque haya sido falsa, dado que si la imaginamos en todos sus términos literarios será verdadera) y para que el choque de las voces entre los personajes voladores y los que los apoyan en tierra produzca dos especies diferentes.
Los astronautas que han ido a la Luna ya no serán del todo hombres, o lo serán de una manera que los separa para siempre de nosotros, los humanos del montón. Ellos fueron y volvieron. ¿Qué trajeron? Un contacto inolvidable con la nada. Todo lo que pueden decir lo dice mejor el silencio.
JJB