Hace unas semanas estaba en misa y uno de mis hijos me dijo: “Pa, quiero ir al baño”. Le dije que si iba hacia el patio encontraría uno. Al rato, como no llegaba de regreso, fui a buscarlo. Lo crucé en el camino y le pregunté: “¿Dónde te habías metido?”. Él me respondió: “Es que justo era la parte en que Jesús reparte la comida y no quería interrumpir”.
Mi hijo no está bautizado, tampoco conoce demasiado acerca del rito cristiano, pero sí entiende algo para lo que yo no consigo tener fe suficiente. Con sus palabras pude tener una imagen clara y sensible de que, en la celebración de la misa, no se trata de la representación del cuerpo y la sangre de Cristo, sino que está él mismo ahí compartiendo y compartiéndose con nosotros.
Mi fe es demasiado frágil, está llena de vacilaciones y, no tengo vergüenza de decirlo, hasta de supersticiones. Creo que pienso del cristianismo lo mismo que del psicoanálisis: uno está siempre en el comienzo, tratando de hacer el esfuerzo por la conversión, por llegar a ese punto en que una palabra tiene sentido, en que es palabra viva y se la siente con el alma. Yo me paso los días buscando esa palabra, una que esté al ras de la realidad, en la que se pueda creer y no por lo que dice, sino por su verdad.
La verdad de la palabra no está en decir algo verdadero, sino en su autenticidad. No es la palabra que busca convencer, tampoco la que dice qué hacer; no es la palabra que describe un estado de cosas, ni la que informa. La palabra verdadera es incluso una palabra torpe, que se equivoca, que no tiene referencias precisas, pero dice a quien habla.
Le sugiero al lector que lea las cartas de San Pablo –sobre las que escribieron grandes filósofos de nuestro tiempo, como Giorgio Agamben y Alain Badiou. Pablo es un bruto, es por momentos un desaforado. Yo me lo imagino como una especie de Slavoj Žižek, medio loco, irascible, argumentando mal –hubiera sido un pésimo rabino–, trampeando con las circunstancias, pero es fascinante.
Me explico mejor. No es encantador, para nada. Tampoco es seductor. Es una suerte de Guillermo Moreno, representante absoluto –según él– de la doctrina que nadie conoce mejor que él y que, por momentos, llega a confundirse con él. Pablo, ¿habla en nombre de Cristo o, por momentos, la suya es la voz de Cristo?
Quizá haya una relación profunda entre peronismo y cristianismo. No me refiero a las relaciones históricas. Eso es dato, historia, pero no verdad. Creo que puedo contarlo desde un punto de vista más íntimo.
Durante algunos años de mi vida fui delegado de un sindicato peronista. Si hoy pienso en ese tiempo, creo que tengo la imagen de ese pasaje del libro de los Hechos, en que se narra la situación de las primeras comunidades cristianas, cuando estas vivían en la frugalidad y si tenían mucho era porque no querían más y compartían lo poco que tenían.
Lo poco de uno con lo poco de otro, puede ser un montón. Eso aprendí yo en aquellos años, entre otras cosas, que podría resumir del modo siguiente: a nadie que te haga daño se la podés devolver cuando está indefenso; cualquiera está a tiempo de darse cuenta de que jugó mal y sumarse al movimiento; la derrota nos hace más fuertes si no nos quedamos derrotados y sabemos que nos tenemos a nosotros.
Por último, la alegría no se negocia. Este último principio me recuerda esas palabras que tanto se dicen en la finalización de la misa: “La alegría del Señor es nuestra fortaleza”. En el sindicato se decía y entiendo que todavía se dice: “Unidos somos fuertes, organizados invencibles”. A veces lamento que la vida me haya llevado para otros caminos y haber dejado un espacio al que le debo tanto. Los días más felices, según la expresión popular.
No sé muy bien a dónde voy con estas reflexiones. O sí, hacia algo muy simple: hacia la fuerza de la palabra. Digo que es simple, hasta puede parecer trivial, me refiero a la palabra con sentido, la palabra verdadera, la que se puede encontrar en cualquier sitio, en la religión o en la política, pero también en otro tipo de encuentros.
Dicho de otra forma, ¿no les parece a ustedes que vivimos rodeados de palabras vacías, que murmuran o vociferan, pero no se anclan en ninguna realidad, que no hacen lazo con nada real? Discursos de turno, más o menos oportunistas; temas de opinión, pero sin consecuencias. Y lo complejo es que quienes hablan desde esos discursos no creen en nada, solo se orientan en función de lo que es preciso decir. Creer por conveniencia es la maldad.
Tal vez sea exagerado, pero por momentos tengo la impresión de que vivimos hasta el cuello rodeados de consignas y modos de hablar que no dicen nada. La religión sin fe. La política sin práctica, solo como declaración. Esto no es nuevo, claro; pero hoy es quizá más ostensible. Es posible que la virtualidad haya acelerado el proceso de pérdida de la voz personal y en carne viva.
Tengo la impresión de que nunca como hoy –al menos yo no lo percibía– estuvimos tan inmersos en una normatividad discursiva, que colectiviza, pero no funda una comunidad. El sujeto extraviado de nuestro tiempo es el que vive para expedirse, con la falsa certidumbre de que así se compromete con algo. Algunos llaman “militancia” a esta actitud insensata.
Esta es la época de los discursos, en el doble sentido de la palabra. Lacan decía que el psicoanálisis era un discurso sin palabras. Sería muy extenso desarrollar esta idea, pero creo que podría resumirla del modo siguiente: la posición tomada no se declama. En mi última columna lo propuse de algún modo, cuando comenté el libro de Verónica Buchanan y dije que ella escribía como psicoanalista y no sobre psicoanálisis.
En estos últimos días releí una de mis novelas preferidas: El reino, de Emanuel Carrère, en la que narra su aproximación al cristianismo y los límites de su fe. Dice que no cree, no lo suficiente como para ser ateo, pero alcanza con leer semejante volumen para saber que solo con una enorme fuerza interna se pueden escribir esas 500 páginas.
Carrère dice algo con lo que quisiera concluir estas líneas: cuando escucha una historia, no le interesa lo que le cuentan, sino la voz de quien habla. Busca esa voz, quiere llegar a lo más profundo de la intimidad de quien es capaz de narrar. Son muy pocas las veces que nos encontramos con una voz. Yo escuché una en la respuesta de mi hijo, cuando este regresaba del baño. Él tuvo el don de la palabra plena. La misma que se busca en cada sesión de psicoanálisis.
LL/MF