PURA ESPUMA

Una pobre golfista

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En un artículo de la revista Elle de junio de 2023, se glosan de un modo ameno los beneficios del golf, un deporte celebrado por su ritmo parsimonioso y el contacto obligado con la naturaleza.

Lo tiene todo. Mejora la circulación, fortalece las extremidades y el corazón (el hígado del amor), consume 1000 calorías cada 18 hoyos, eleva los niveles de vitamina D (y si se toma naranja mientras se juega, el de vitamina C), encuentra en el swing una terapia de mantenimiento óptimo de brazos, espalda y abdomen, ajusta la paciencia y la disciplina (quizás, incluso, agrande el cerebro) y reduce la ansiedad y el estrés, bajándole los voltios al sistema nervioso central bajo la calma milenaria de los árboles, el césped de ensueño, las sombras, los pájaros y la pureza del aire.

Causas de atracción no faltan. Por eso vemos cómo en los campos de golf despliegan su elegancia las figuras legendarias de la producción, el comercio, las profesiones liberales, la política de elite y el narcotráfico. Allí van ellos, acompañados de las jóvenes camadas, hormigueando en procesión hacia el green y, luego, hacia el vermú.

Podemos verlos como ectoplasmas de felicidad que arrastran sus palos, disfrazados hasta ahí nomás: un guante blanco, los zapatos de lagarto, la gorra con visera, la remera de piqué. Todo es sobriedad en la felicidad de estar, y no por algo que se desconozca. Es, seguramente, porque en el ritual de soltura y despreocupación del golfista amateur se presenta aquello que se inscribe como el verdadero trofeo de campeón. La frase que se hace ver sin que nadie la pronuncie: “Tengo la vaca atada”. Merecidamente, sin dudas.

Tenemos el escenario, que es una cancha de golf, de la que no se dice abiertamente que tiene en su jardinería megalómana el espíritu de Kensigton o Versalles. También tenemos el objetivo ordinario del deporte que, como tantos, consiste en meter una cosa dentro de otra. Pero en el fondo no deja de ser un espacio en el sentido más vulgar, es decir un territorio al que podría caerle una disputa de propiedad.

Y es sabido que lo que se podría se puede. Por ejemplo, hace cuatro años en el club de golf Hilton Head Lakes, de Carolina del Sur, se agarraron dos cocodrilos y allí estuvieron dándole mutuamente al diente durante más de dos horas. ¿De quién fue el club de golf en ese momento mientras sus “propietarios” les tenían la vela a estos futuros bolsos de Louis Vuitton?

En Hierro 3 (2004), de Kim Ki-duk, un personaje “balea” a otro dándole a las piernas con una pelotita impulsada por un hierro 3. Porque -de más está decirlo- un palo de golf, tanto como un bate de béisbol, una raqueta de tenis, un auto o una botella de whisky pueden convertirse, llegado el caso, en un arma mortal. Se trata, en todos los casos, de medios justificados por el fin. Es muy difícil que, en este mundo, una cosa no se convierta en otra. Lo sabe bien Junior Boucher, un quemado que hace unos días utilizó tres palos de golf para matar de manera “aleatoria” a Brian Hiltebeitel en el Sandhill Crane Golf Club de Palm Beach Gardens, Florida.

En la querida República Argentina, que últimamente anda con el Preámbulo de la Constitución Nacional un poco bloqueado, ya tenemos a nuestra primera golfista amateur detenida, Celeste López, por partirle el 12 de noviembre un palo de golf en la cabeza a Silvia Lopresti, una no golfista que tomaba mate y “recibía la energía del pasto” en el Club de Golf Links de Pinamar. 

Fue, por varias razones, un hecho especial. En primer lugar, porque López pegó primero e insultó después. O sea, no hubo performativo como en esas escenas que abundan en los policiales, en las que el asesino le dice “¡Te mato!” a su víctima mientras la está matando, incluso antes. Pero al pegar primero y degradar después, llamando a Lopresti “negra de mierda” y proponiéndole reorientar la mateada hacia el Conurbano, el racismo de la agresora baja puntos, al menos desde un punto de vista más o menos nazi. Para no hablar de la infracción que habría cometido en la historia del racismo si sólo le hubiera pegado sin decir una palabra. Para la próxima, López debería organizarse mejor, de un modo más profesional: primero despreciar, después pegar. Para que se honre la violencia mediante la lógica de la escalada.

Por qué López dejó de lado el Paraíso en el que se estaba floreando por el sólo hecho de encontrarse con un termo y un mate, es un misterio. Se supone que los socios del Club de Golf Links de Pinamar son seres humanos trancas, vamos a decir “sobrados”, que se deslizan en la vida como nadando con patas de ranas, llevando sus cuerpos a la velocidad que los impulsa el deseo. Si como dijo la pareja de López, Mariano Girini, “¡yo pago u$s 50 mil para venir acá!”, ¿por qué se va a irritar? Irritado habría de estar quien no puede pagarlos.   

Por la distribución de los roles en la escena de la agresión, Girini no parecía llevar los pantalones, al menos no en su pareja de golf. Dios me perdone si cometo una injusticia con este farmacéutico de primer nivel Atlántico. Pero ¿por qué no pegó él también? ¿O por qué no impidió que su mujer pegara? No sé, se ve medio chirle la masculinidad de Girini. De hecho, en las imágenes en la que López se aleja de la cabeza de Lopresti que confundió con un tee, a Girini lo vemos en la retaguardia, digamos en posición secundaria, de caddie. Creemos que puede dar más en la próxima performance racista.

Reflexionando sobre este caso apasionante, se observan en la conducta de imposición eufórica de López unas tanzas que cuelgan del peluche agresivo en el que se convirtió en el Club de Golf Links de Pinamar. Si se tira de ellas se encontrará un perfil inesperado. Porque, repasando aspectos de la vida de López en esa sola escena que es una biografía completa basada en la aspiración y en su reverso, la exclusión, la falla que vemos en su éxito social de golfista racista es que no apeló a la exclusión de Lopresti (esa “cosa” del Conurbano tirada en la banquina del green) por vía de la tercerización: la desalojó ella, personalmente.

Esa actitud, la de hacer personalmente las cosas de las que debería encargarse el menú burgués de servicios, la de no poder tercerizar, esa impotencia ¿no es, acaso, una demostración de pobreza? ¿No es una … negrada? No quisiera insistir en la inoperancia de Girini, pero, amigo de los enemas y los blísters, ¿pagás u$s 50 mil y a los desalojos de las “negras de mierda” los tiene que hacer la señorita López?

Esta triste historia de menos 10 de hándicap es la de alguien que, en la cumbre de la prosperidad social, en el momento de distinguirse de las “negras de mierda”, se encuentra en un desierto en el que no puede delegar en nadie su poder burgués, que es el de mandar a hacer. De repente, López, que sólo había ido a jugar al golf, se encontró ejerciendo el trabajo plebeyo de seguridad de puerta. Gratis.  

JJB/MF