Lo que está pasando en Estados Unidos es bastante inédito y anticipa lo que podremos esperar por todas partes. Trump avanza contra la autonomía de las universidades. Pretende decidir él qué se puede enseñar y qué no. Lo mismo en los museos: quiere controlar la narrativa de la historia, que no se hable de racismo ni del avance en los derechos de las mujeres. Los profesores tienen miedo de lo que dicen en las aulas. Todo este escenario totalitario, propio de dictaduras, a cuento de una supuesta lucha contra lo “woke”. El mismo discurso idiota que Milei ya puso en juego en Argentina.
En noviembre de 2021, apenas lanzado a la carrera política meteórica que lo acaba de colocar como vicepresidente de Estados Unidos, J. D. Vance lo dijo con todas las letras. “Las universidades son el enemigo”. Así como lo leen. Para que no queden dudas, puntualizó: “Los profesores son el enemigo”. Vance es el típico liberal-fascista que prolifera en estos días: tiene vínculos aceitados con la élite de los megamillonarios, está en contra del aborto, odia a los gays, demoniza a los inmigrantes, quiere que cualquiera pueda portar armas y cree que el cambio climático es un invento. También piensa algo que a Milei no le gustaría: que las personas sin hijos son psicológicamente inestables y propensas a tener problemas mentales. ¿Por qué detesta a los profesores? En su discurso lo dijo con toda claridad: son un obstáculo para las políticas que la extrema derecha quiere llevar adelante. No los profesores de tal o cual idea o los de ciencias sociales: los profesores y las universidades. Todos ellos.
A esta altura del partido no está claro que los cambios que viene atravesando la humanidad en los últimos 300 años puedan seguir considerándose un “progreso”. Pasaron demasiadas cosas, en muchos aspectos hay mejoras, en otros retrocesos. Solía imaginarse al capitalismo como una fuerza progresista, que alentaba una mayor libertad, más bienestar y más derechos para las personas. Hoy hay dudas cada vez más acuciantes. La crisis ambiental amenaza el futuro de la especie, derechos personales que creíamos solidos se deterioran, la desigualdad corroe la democracia, el fascismo avanza.
El progreso científico y tecnológico es sin embargo indudable. Se suele agradecer al capitalismo por ese avance, pero lo que más contribuyó no fueron incentivos económicos ni mucho menos iniciativas empresariales, sino un cambio en el plano de las ideas: la aparición del método científico. Fueron filósofos como David Hume, René Descartes o Isaac Newton quienes lo desarrollaron a partir del siglo XVII. Hoy parece una obviedad, pero fue una revolución. Para conocer la realidad, propusieron, no alcanzaba con interpretar la Biblia, repetir las nociones de los antiguos, o dibujar teorías especulativas: había que recoger evidencia, observar, medir, formular hipótesis, contrastarlas mediante experimentos. Fue ese método lo que permitió esa notable aceleración de la comprensión humana sobre el mundo que colocó a la Europa moderna por encima de todas las demás regiones. La medicina, la química, la física, el conocimiento astronómico, trajeron innumerables oportunidades nuevas para la especie. Científicos y académicos posteriores fueron refinando el método, generando metodologías cada vez más confiables, acumulando datos y observaciones, creando procedimientos para que el saber se produzca bajo controles de calidad estrictos. La tarea nunca termina. Siempre se va mejorando. Los empresarios supieron poner todo ese potencial a su servicio, pero no lo crearon.
El método científico implica un compromiso ético que todo investigador acepta: uno no dice cualquier cosa que se le ocurra. Hay que someterse a los datos, dudar de todo, permanecer abierto a las impugnaciones que puedan presentar los colegas, tener la capacidad de reconocer prejuicios propios que pueden distorsionar la práctica. La evidencia debe imponer su ley. La verdad surge de esa empresa colectiva y del apego al método.
El atractivo del método científico fue tal, que muy pronto buscó aplicárselo a la política. Entre los primeros liberales se destacaron los fisiócratas franceses, como Lemercier de la Rivière, que sostenía que “el despotismo de la evidencia” era el único remedio contra el “despotismo de la opinión”. La política debía regirse por las mismas leyes que regían el mundo natural y los soberanos tenían que someterse a la evidencia. También en los asuntos de gobierno penetraría el espíritu de la ciencia y el caos se transformaría en orden.
Si bien ese futuro luminoso claramente no llegó, no caben dudas de que los Estados refinaron e hicieron más eficaz su labor gracias al conocimiento científico. Desde la construcción de puentes hasta las políticas sanitarias, desde el manejo de la economía hasta la carrera espacial, todo se potenció recabando datos, levantando censos y encuestas, aplicando estadística, contrastando experiencias. Ejércitos de sanitaristas, sociólogos, demógrafos, economistas, trabajadores sociales, psicólogos, politólogos y muchas otras disciplinas colaboraron en la tarea. Los políticos no siempre se someten a la evidencia, pero los científicos y académicos se ocupan de que tengan conocimiento controlado, de calidad, para poder tomar sus decisiones.
El conocimiento científico colaboró con el poder tanto como fue su enemigo. Porque el apego a la evidencia no siempre conviene a los poderosos. Los investigadores con frecuencia debieron enfrentar el sentido común de la sociedad y a quienes se enojan porque exponen sus privilegios o sus falsas creencias. La prolongada querella entre la Iglesia y los científicos en la Europa moderna es bien conocida: los conocimientos sobre astronomía, geología o la evolución de las especies ponían en entredicho la narrativa de la Biblia y eso socavaba el poder de la religión.
Algo análogo sucede hoy con las extremas derechas y con los magnates que las apoyan en todo el mundo: no necesitan ni desean someterse a una evidencia que cada vez con mayor claridad indica que sus actividades dañan la sociedad. Detestan que haya voces autorizadas que desmientan sus visiones. No quieren oír hablar del cambio climático, ni que Thomas Piketty demuestre con estadísticas monumentales que el mercado librado a sus propios impulsos solo crea rentistas y herederos, ni que haya antropólogas como Rita Segato que les recuerden que hay relación entre el capitalismo y la opresión de género y entre ambos y el racismo. Detestan que haya un campo académico con prestigio como para ser, todavía, escuchado. Por eso atacan con tanta furia a los universitarios “woke” en Estados Unidos o a las Universidades y el Conicet aquí.
La extrema derecha es, entre otras cosas, una rebelión contra la evidencia. Sus partidarios reclaman el derecho a liberarse de los datos, el derecho a que cada individuo se cree una realidad a medida. No hay equívoco en el entusiasmo con el que difunden toda clase de informaciones falsas y disparatadas: no se trata tanto de imponer un dato falso, como de destruir el compromiso ético con la evidencia que funda las sociedades modernas. Todos esos cuadritos y gráficos mal construidos y pseudo-estadísticas que inundan las redes buscan hacer imposible que las personas encuentren referentes autorizados que aporten conocimiento bien generado. Tampoco hay equívoco en la manera en que desnaturalizan nuestro vocabulario cuando llaman “socialista” a Hitler o a “comunista” a Kamala Harris: no les importa tanto que alguien lo crea, como destruir toda capacidad de comunicación reglada entre las personas. Que el ruido impida toda inteligibilidad política. Que es otro modo de destruir cualquier lazo colectivo, salvo el que organiza el mercado. El valor de cambio como única verdad.
EA/DTC