PSICOANÁLISIS

La reciprocidad no existe

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“Dios es empleado en un mostrador/ da para recibir” escribió una vez Charly García. Y de esa frase que hemos cantado hasta el hartazgo, subrayo ahora mostrador. Y lo subrayo porque es esa ubicación, esa escenografía, la que dispone, la que determina lo siguiente: dar para recibir. Hay relaciones absolutamente construidas de esa manera, mediadas por el mostrador. Hay relaciones que solamente se sostienen de ese modo, por medio de una transacción comercial, de una especulación económica: se da solamente en la medida en que se pueda obtener algo a cambio. La especulación, el cálculo, el rédito, pero también el crédito, las inversiones, las cuentas: muchas relaciones se traducen a esos términos provenientes de la economía y de la especulación financiera. Hay personas que no se mueven en los afectos si antes no hacen los cálculos actuariales correspondientes. Porque de eso se trata: de calcular costos, riesgos, pérdidas y ganancias. Por eso se escucha, a menudo, que las personas dicen de sus relaciones que alguien no les suma o no les sirve, o no les es útil, o se interpone en sus planes de progreso. Pero, como dice Bataille, “lo esencial del hombre no es reductible a la utilidad”. En esa dinámica es que se empieza a formar una pretensión, una ilusión neurótica: esperar reciprocidad y suponer que uno podría entonces sopesarla, medirla, saberla. Suponer que el otro podría dar lo mismo que yo. Hacer cuentas de lo que se dio y esperar que el otro dé lo mismo. Como si no fuera, justamente, otro. Pero además hay casos en los que tiendo a sospechar un poco de esa pretendida reciprocidad esperada. Porque lo cierto es que hay personas que están cómodas siendo siempre las que dan y muy incómodas cuando se encuentran teniendo que pedir. Hay posiciones definidas en esos términos, en los términos de obtener algo de ser el que tiene y el que da y, en cambio, no querer saber nada de no tener, de querer algo, de necesitarlo. No pedir como manera de mantenerse al resguardo de la falta. Dar, dar, dar lo que nadie nos pidió, dar hasta agobiar al otro en su posición de necesitado y salvaguardar la supuesta potencia, dar para endeudar al otro y saberse siempre acreedor, dar creyéndonos incondicionales. Casi como una madre, o un padre en posición de reclamo, en posición de madre judía: “con todo lo que te di”. Es imposible devolverles a aquellos que nos dieron tanto –por lo pronto, la vida–. Tenemos una deuda, pero esa deuda es impagable, o lo es en tanto no será a ellos a quienes uno se la pague.

Pero incluso en aquellos que sí estarían dispuestos a recibir, la reciprocidad es imposible. Que sea imposible no significa que haya que resignarse, sino todo lo contrario. El ideal de reciprocidad que invade las relaciones –amorosas, familiares o de amistad– es un ideal feroz, como todos los ideales, que nos empuja todo el tiempo al cálculo. La reciprocidad es imposible, no hay manera de que las cuentas cierren, si por recíproco suponemos que al otro le pasa lo mismo que a uno, que el otro debería dar lo mismo que uno. Pretender reciprocidad es una trampa que nos impide, como diría José Luis Juresa, habitar la diferencia en paz. En la amistad, como en el amor, es mucho más lindo atravesar el espejo, como hace Alicia, antes que pretender reflejarnos en él. Cuando el espejo se mete entre uno y el otro, desaparece el entre, esa usina incesante de diferencias que alivian. Cuando hay espejo, hay mostrador, el mostrador de la canción de Charly. Mostrador que también muestra, justamente, nuestro propio reflejo, el que nos ciega y nos impide ver al otro como otro. El reflejo de nosotros mismos dando, erigiéndonos en el que tiene –por eso Lacan es tan incrédulo del altruismo–. Si, como dice Lacan parafraseando a Diótima en El Banquete, “el amor es dar lo que no se tiene”, el rico –hablo de una posición de sujeto, no de la cuenta bancaria de alguien– sólo pretende dar lo que tiene, colmar cualquier agujero, el del otro pero sobre todo el propio. Hay relaciones construidas sobre el suelo pantanoso del espejo como medida. No sé si hay forma de que eso termine bien.

La generosidad es otra cosa. La generosidad está hecha de un dar sin cálculos. No digo que haya absoluto desinterés, lo que digo es que la generosidad da y no espera recibir a cambio. O no espera nada en particular de eso que da. Puede esperar otra cosa, otra cosa desprendida de ese dar. Un don es exactamente eso: no es un cuidado materno, no es una espera, ni un cálculo. Un don es lo contrario: espera nada a cambio. Y la pista está ahí, en ese a cambio. Porque los que esperan reciprocidad, esperan algo a cambio de lo que ponen. Y no esperar nada a cambio es, creo, la posibilidad de que se abra un espacio de libertad en el que puedan circular los dones, no los bienes, ni las cosas útiles. No digo que no haya que pedirle nada al otro, o que haya que forjar un desinterés cínico, o una prescindencia afectiva, o un desapego cruel. Lo que digo es que eso que se le pide al otro, o eso que se quiere del otro, o eso que incluso se necesita del otro, esté separado de eso que uno da. Si eso no se separa, se construye un otro que nunca estará a la altura de lo que uno espera. Nunca. Y es que esa espera está hecha de todo menos de lo que caracteriza al otro. Ese tipo de expectativas funcionan de esta manera: haciendo del otro alguien que siempre falla, que nunca viene a la cita. Dice Roland Barthes que la figura de la espera es una figura fundamental del enamorado, así: “El ser que espero no es real. Lo creé y lo recreé sin cesar a partir de mi opacidad de amor, a partir de la necesidad que tengo de él: el otro viene allí donde yo lo espero, allí donde yo lo he creado ya. Y si no viene lo alucino: la espera es un delirio”.

Dice Juan Ritvo: “Toda amistad es unilateral. En las mejores, el lugar de amante y de amado circula de manera incesante; en las peores, los lugares están cristalizados”. Pasa en las amistades, pasa en el amor, pasa en las mejores familias. No hay reciprocidad porque los lugares no son simétricos. Y porque no hay relaciones sin malentendido. Sigue Ritvo: “En el pacto amoroso nunca se ha entendido exactamente aquello que se ha querido decir. ¿Qué quería el otro? No lo sé, nadie lo sabe, ni el otro mismo. Pero en esa confusión, en ese malentendido, se trama la relación. Dicho en general, en las relaciones humanas el malentendido es constitutivo, porque la palabra es un equívoco predestinado”. Ese equívoco predestinado es el que, entre otras cosas, hace imposible la reciprocidad. Y porque no existen relaciones duales: entre uno y el otro median fantasías, fantasmas, ideales, malentendidos, etc. De esa imposible reciprocidad habla Babasónicos cuando canta: “Imagino que a tu forma de ser le sobra/ El ingrediente que a mi forma de amar le falta/ Nunca supe el costo de chocar con la verdad/ Pero sí sabía que estrellarse duele/ Sé que algunas piezas no encajarán jamás/ Te aseguro que mal puestas pueden funcionar”.

Alguna vez hablé de los afectos del analista y de esa relación tan particular que no espera reciprocidad y que, quizás por eso mismo, es tan libre y tan propiciatoria. La experiencia analítica es en sí misma una experiencia de no expectativa de reciprocidad, de no demanda de reciprocidad y es eso mismo lo que conduce al analizado a lo que podríamos llamar su libertad. Massimo Recalcati lo dice así: “Sólo si el deseo del psicoanalista actúa sin pedir nada al analizado –sanar, aprender, cambiar, etcétera–, podrá consentirle el separarse de él para hallar su propia medida de la felicidad”. En un análisis se experimenta la posibilidad de vivir sin esperar reciprocidad, y eso es una porción de libertad enorme. No es fácil, claro. ¿Pero qué vida se vive sin dificultad, qué vida que se pretenda viva, no implica la dificultad de estar vivos? Sólo la muerte elude la dificultad. Solo la muerte elude la diferencia. José Luis Juresa lo dice en La realidad por sorpresa –libro recientemente editado por Paidós– de esta bella manera: “Lo vivo sin sujeto, sin el interés de vivir. Lo mismo que un teatro sin decorado, sin escenario, sin marco y sin miradas que los sostengan, o que comer sin apetito: todo resulta una maquinaria que hace ruido al  moverse, una risa de piedra soltándose y cayendo como el diente de un implante mal hecho”. Si el deseo es vital, lo es en tanto resulta incómodo, en tanto no se puede corresponder.

Las relaciones pueden establecerse en función de cálculos y especulaciones –esperar que el otro devuelva lo que uno pone– o pueden sostenerse de la inutilidad. Como cuando Lacan dice “el amor no sirve para nada”. “Una erótica – sigue Juresa– deviene de la contingencia posible y no de la infructuosa reiteración del intento de lo imposible. Rechaza la impostura que ofrece, gesto piadoso mediante, un objeto total: «es esto, y es por tu bien». Del revés de la erótica, encontramos la aridez de un cuerpo que expresa el impacto de la obstrucción del devenir deseante”. Dejar de esperar reciprocidad no es desapegarse ni desasirse del otro, sino todo lo contrario: es empezar a tenerlo en cuenta.

El amor, la amistad, el análisis: un gasto improductivo que intenta eludir el mostrador, que ensaya zafar del toma y daca. El don que no es especulativo es ese refugio ofrecido que sólo puede advenir en la medida en que depongamos las armas del ser, en la medida en que le demos una tregua a la guerra paranoica del narcisismo, de la imagen de sí, en la medida en que suspendamos el dar para recibir. La reciprocidad no existe, por fortuna. Dejar de esperarla es abrirse al abismo de vivir, es abrirse al juego de una apuesta que incluye la posibilidad de, como dice Juresa, “dar por perdido lo que nunca estuvo”.

AK/DTC